SOBRE EL COMUNISMO ATEO
CARTA ENCÍCLICA
DIVINI REDEMPTORIS
DEL SUMO PONTÍFICE
PÍO XI
SOBRE EL COMUNISMO ATEO
1. La promesa de un Redentor divino ilumina la primera página de la historia de la humanidad; por esto la confiada esperanza de un futuro mejor suavizó el dolor del paraíso perdido (Cf. Gén 3,23) y acompañó al género humano en su atribulado camino hasta que, en la plenitud de los tiempos (Gál 4,4), el Salvador del mundo, apareciendo en la tierra, colmó la expectación e inauguró una nueva civilización universal, la civilización cristiana, inmensamente superior a la que el hombre había hasta entonces alcanzado trabajosamente en algunas naciones privilegiadas.
2. Pero la lucha entre el bien y el mal quedó en el mundo como triste herencia del pecado original. y el antiguo tentador no ha cesado jamás de engañar a la humanidad con falaces promesas. Por esto, en el curso de los siglos, las perturbaciones se han ido sucediendo unas tras otras hasta llegar a la revolución de nuestros días, la cual por todo el mundo es ya o una realidad cruel o una seria amenaza, que supera en amplitud y violencia a todas las persecuciones que anteriormente ha padecido la Iglesia. Pueblos enteros están en peligro de caer de nuevo en una barbarie peor que aquella en que yacía la mayor parte del mundo al aparecer el Redentor.
3. Este peligro tan amenazador, como habréis comprendido, venerables hermanos, es el comunismo bolchevique y ateo, que pretende derrumbar radicalmente el orden social y socavar los fundamentos mismos de la civilización cristiana.
I. POSICIÓN DE LA IGLESIA FRENTE AL COMUNISMO
Condenaciones anteriores
4. Frente a esta amenaza, la Iglesia católica no podía callar, y no calló. No calló esta Sede Apostólica, que sabe que es misión propia suya la defensa de la verdad, de la justicia y de todos aquellos bienes eternos que el comunismo rechaza y combate. Desde que algunos grupos de intelectuales pretendieron liberar la civilización humana de todo vínculo moral y religioso, nuestros predecesores llamaron abierta y explícitamente la atención del mundo sobre las consecuencias de esta descristianización de la sociedad humana. Y por lo que toca a los errores del comunismo, ya en el año 1846 nuestro venerado predecesor Pío IX, de santa memoria, pronunció una solemne condenación contra ellos, confirmada después en el Syllabus. Dice textualmente en la encíclica Qui pluribus: «[A esto tiende] la doctrina, totalmente contraria al derecho natural, del llamado comunismo; doctrina que, si se admitiera, llevaría a la radical subversión de los derechos, bienes y propiedades de todos y aun de la misma sociedad humana»[1]. Más tarde, uno predecesor nuestro, de inmortal memoria, León XIII, en la encíclica Quod Apostolici numeris, definió el comunismo como «mortal enfermedad que se infiltra por las articulaciones más íntimas de la sociedad humana, poniéndola en peligro de muerte»[2], y con clara visión indicaba que los movimientos ateos entre las masas populares, en plena época del tecnicismo, tenían su origen en aquella filosofía que desde hacía ya varios siglos trataba ele separar la ciencia y la vida de la fe y de la Iglesia.
Documentos del presente pontificado
5. También Nos, durante nuestro pontificado, hemos denunciado frecuentemente, y con apremiante insistencia, el crecimiento amenazador de las corrientes ateas. Cuando en 1924 nuestra misión de socorro volvió de la Unión Soviética, Nos condenamos el comunismo en una alocución especial dirigida al mundo entero[3]. En nuestras encíclicas Miserentissimus Redemptor [4],Quadragesimo anno[5], Caritate Christi [6], Acerba animi [7], Dilectissima Nobis [8] Nos hemos levantado una solemne protesta contra las persecuciones desencadenadas en Rusia, México y España; y no se ha extinguido todavía el eco universal de las alocuciones que Nos pronunciamos el año pasado con motivo de la inauguración de la Exposición Mundial de la Prensa Católica [9], de la audiencia a las prófugos españoles[10] y del radiomensaje navideño[11]. Los mismos enemigos más encarnizados de la Iglesia, que desde Moscú dirigen esta hucha contra la civilización cristiana, atestiguan con sus ininterrumpidos ataques de palabra y de obra que el Papado, también en nuestros días, ha continuado tutelando fielmente el santuario de la religión cristiana y ha llamado la atención sobre el peligro comunista con más frecuencia y de un modo más persuasivo que cualquier otra autoridad pública terrena.
Necesidad de otro documento solemne
6, Pero, a pesar de estas repetidas advertencias paternales, que vosotros, venerables hermanos, con gran satisfacción nuestra, habéis transmitido y comentado con tanta fidelidad a los fieles por medio de frecuentes y recientes pastorales, algunas de ellas colectivas, el peligro está agravándose cada día más por la acción de hábiles agitadores. Por este motivo, nos creemos en el deber de elevar de nuevo nuestra voz con un documento aún más solemne, como es costumbre de esta Sede Apostólica, maestra de verdad, y como lo exige el hecho de que todo el mundo católico desea ya un documento de esta clase. Confiamos que el eco de nuestra voz será bien recibido por todos aquellos que, libres de prejuicios, desean sinceramente el bien de la humanidad. Confianza que se ve robustecida por el hecho de que nuestros avisos están hoy día confirmados por los frutos amargos cuya aparición habíamos previsto y anunciado, y que de hecho van multiplicándose espantosamente en los países dominados ya por el mal y amenazan caer sobre los restantes países del mundo.
7. Queremos, por tanto, exponer de nuevo en breve síntesis los principios y los métodos de acción del comunismo ateo tal como aparecen principalmente en el bolchevismo, contraponiendo a estos falaces principios y métodos la luminosa doctrina de la Iglesia y exhortando de nuevo a todos al uso de los medios con los que la civilización cristiana, única civitas verdaderamente humana, puede librarse de este satánico azote y desarrollarse mejor para el verdadero bienestar ele la sociedad humana.
II. DOCTRINA Y FRUTOS DEL COMUNISMO
Doctrina
Falso ideal
8. El comunismo de hoy, de un modo más acentuado que otros movimientos similares del pasado, encierra en sí mismo una idea de aparente redención. Un seudo ideal de justicia, de igualdad y de fraternidad en el trabajo satura toda su doctrina y toda su actividad con un cierto misticismo falso, que a las masas halagadas por falaces promesas comunica un ímpetu y tu entusiasmo contagiosos, especialmente en un tiempo come el nuestro, en el que por la defectuosa distribución de los bienes de este mundo se ha producido una miseria general hasta ahora desconocida. Más aún: se hace alarde de este seudo ideal, como si hubiera sido el iniciador de un progreso económico, progreso que, si en algunas regiones es real, se explica por otras causas muy distintas, como son la intensificación de la productividad industrial en países que hasta ahora carecían de ella; el cultivo de ingentes riquezas naturales, sin consideración alguna a los valores humanos, y el uso de métodos inhumanos para realizar grandes trabajos con un salario indigno del hombre.
Materialismo evolucionista de Marx
9. La doctrina que el comunismo oculta bajo apariencias a veces tan seductoras se funda hoy sustancialmente sobre los principios, ya proclamados anteriormente por Marx, del materialismo dialéctico y del materialismo histórico, cuya única genuina interpretación pretenden poseer los teóricos del bolchevismo. Esta doctrina enseña que sólo existe una realidad, la materia, con sus fuerzas ciegas, la cual, por evolución, llega a ser planta, animal, hombre. La sociedad humana, por su parte , no es más que una apariencia y una forma de la materia, que evoluciona del modo dicho y que por ineluctable necesidad tiende, en un perpetuo conflicto de fuerzas, hacia la síntesis final: una sociedad sin ciases. En esta doctrina, como es evidente, no queda lugar ninguno para la idea de Dios, no existe diferencia entre el espíritu y la materia ni entre el cuerpo y el alma: no existe una vida del alma posterior a la muerte, ni hay, por consiguiente, esperanza alguna en una vida futura. Insistiendo en el aspecto dialéctico de su materialismo, los comunistas afirman que el conflicto que impulsa al mundo hacia su síntesis final puede ser acelerado por el hombre. Por esto procuran exacerbar las diferencias existentes entre las diversas clases sociales y se esfuerzan para que la lucha de clases, con sus odios y destrucciones, adquiera el aspecto de una cruzada para el progreso de la humanidad. Por consiguiente, todas las fuerzas que resistan a esas conscientes violencias sistemáticas deben ser, sin distinción alguna, aniquiladas como enemigas del género humano.
A qué quedan reducidos el hombre y la familia
10. El comunismo, además, despoja al hombre de su libertad, principio normativo de su conducta moral, y suprime en la persona humana toda dignidad y todo freno moral eficaz contra el asalto de los estímulos ciegos. Al ser la persona humana, en el comunismo, una simple ruedecilla del engranaje total, niegan al individuo, para atribuirlos a la colectividad, todos los derechos naturales propios de la personalidad humana. En las relaciones sociales de los hombres afirman el principio de la absoluta igualdad, rechazando toda autoridad jerárquica establecida por Dios, incluso la de los padres; porque, según ellos, todo lo que los hombres llaman autoridad y subordinación deriva exclusivamente de la colectividad como de su primera y única fuente. Los individuos no tienen derecho alguno de propiedad sobre los bienes naturales y sobre los medios de producción, porque. siendo éstos fuente de otros bienes, su posesión conduciría al predominio de un hombre sobre otro. Por esto precisamente, por ser la fuente principal de toda esclavitud económica, debe ser destruida radicalmente, según los comunistas, toda especie de propiedad privada.
11. Al negar a la vida humana todo carácter sagrado y espiritual, esta doctrina convierte naturalmente el matrimonio y la familia en una institución meramente civil y convencional, nacida de un determinado sistema económico; niega la existencia de un vínculo matrimonial de naturaleza jurídico-moral que esté por encima de la voluntad de los individuos y de la colectividad, y, consiguientemente, niega también su perpetua indisolubilidad. En particular, para el comunismo no existe vínculo alguno que ligue a la mujer con su familia y con su casa. Al proclamar el principio de la total emancipación de la mujer, la separa de la vida doméstica y del cuidado de los hijos para arrastrarla a la vida pública y a la producción colectiva en las mismas condiciones que el hombre, poniendo en manos de la colectividad el cuidado del hogar y de la prole[12]. Niegan, finalmente, a los padres el derecho a la educación de los hijos, porque este derecho es considerado como un derecho exclusivo de la comunidad, y sólo en su nombre y por mandato suyo lo pueden ejercer los padres.
Lo que sería la sociedad
¿Qué sería, pues, la sociedad humana basada sobre estos fundamentos materialistas? Sería, es cierto, una colectividad, pero sin otra jerarquía unitiva que la derivada del sistema económico. Tendría como única misión la producción de bienes por medio del trabajo colectivo, y como fin el disfrute de los bienes de la tierra en un paraíso en el que cada cual «contribuiría según sus fuerzas y recibiría según sus necesidades».
12. Hay que advertir, además, que el comunismo reconoce a la colectividad el derecho o más bien un ilimitado poder arbitrario para obligar a los individuos al trabajo colectivo, sin atender a su bienestar particular, aun contra su voluntad e incluso con la violencia. En esta sociedad comunista, tanto la moral como el orden jurídico serían una simple emanación exclusiva del sistema económico contemporáneo, es decir, de origen terreno, mudable y caduco. En una palabra: se pretende introducir una nueva época y una nueva civilización, fruto exclusivo de una evolución ciega: «una humanidad sin Dios».
13. Cuando todos hayan adquirido, finalmente, las cualidades personales requeridas para llevar a cabo esta clase de humanidad en aquella situación utópica de una sociedad sin diferencia alguna de clases, el Estado político, que ahora se concibe exclusivamente come instrumento de dominación capitalista sobre el proletariado, perderá necesariamente su razón de ser y se «disolverá»; sin embargo, mientras no se logre esta bienaventurada situación, el Estado y el poder estatal son para el comunismo el medio más eficaz y más universal para conseguir su fin.
14. ¡He aquí, venerables hermanos, el pretendido evangelio nuevo que el comunismo bolchevique y ateo anuncia a la humanidad como mensaje de salud y redención! Un sistema lleno de errores y sofismas, contrario a la razón y a la revelación divina; un sistema subversivo del orden social, porque destruye las bases fundamentales de éste; un sistema desconocedor del verdadera origen, de la verdadera naturaleza y del verdadero fin del Estado; un sistema, finalmente, que niega los derechos, la dignidad y la libertad de la persona humana.
Difusión
Deslumbradoras promesas
15. Pero ¿a qué se debe que un sistema semejante, científicamente superado desde hace mucho tiempo y refutado por la realidad práctica, se difunda tan rápidamente por todas las partes del mundo? La explicación reside en el hecho de que son muy pocos los que han podido penetrar la verdadera naturaleza y los fines reales del comunismo; y son mayoría, en cambio, los que ceden fácilmente a una tentación hábilmente presentada bajo el velo de promesas deslumbradoras. Con el pretexto de querer solamente mejorar la situación de las clases trabajadoras, suprimir los abusos reales producidos por la economía liberal y obtener una más justa distribución de los bienes terrenos (fines, sin duda, totalmente legítimos), y aprovechando principalmente la actual crisis económica mundial, se consigue atraer a la zona de influencia del comunismo aun a aquellos grupos sociales que por principio rechazan todo materialismo y todo terrorismo. Y como todo error contiene siempre una parte de verdad, esta parte de verdad que hemos indicado, expuesta arteramente en condiciones de tiempo y lugar, aptas para disimular, cuando conviene la crudeza repugnante e inhumana de los principios y métodos del comunismo bolchevique, seduce incluso a espíritus no vulgares, que llegan a convertirse en apóstoles de jóvenes inteligentes poco preparados todavía para advertir los errores intrínsecos del comunismo. Los pregoneros del comunismo saben aprovecharse también de los antagonismos de raza, de las divisiones y oposiciones de los diversos sistemas políticos y hasta de la desorientación en el campo de la ciencia sin Dios para infiltrarse en las universidades y corroborar con argumentos seudocientíficos los principios de su doctrina.
El liberalismo ha preparado el camino del comunismo
16. Para explicar mejor cómo el comunismo ha conseguido de las masas obreras la aceptación, sin examen, de sus errores, conviene recordar que estas masas obreras estaban ya preparadas para ello por el miserable abandono religioso y moral a que las había reducirlo en la teoría y en la práctica la economía liberal. Con los turnos de trabajo, incluso dominicales, no se dejaba tiempo al obrero para cumplir sus más elementales deberes religiosos en los días festivos; no se tuvo preocupación alguna para construir iglesias junto a las fábricas ni para facilitar la misión del sacerdote; todo lo contrario, se continuaba promoviendo positivamente el laicismo. Se recogen, por tanto, ahora los frutos amargos de errores denunciados tantas veces por nuestras predecesores y por Nos mismo. Por esto, ¿puede resultar extraño que en un mundo tan hondamente descristianizado se desborde el oleaje del error comunista?
Amplia y astuta propaganda
17. Existe, además, otra causa de esta tan rápida difusión de las ideas comunistas, infiltradas secretamente en todos los países, grandes y pequeños, cultos e incivilizados, y en los puntos más extremos de la tierra; una propaganda realmente diabólica, cual el mundo tal vez nunca ha conocido; propaganda dirigida desde un solo centro y adaptada hábilmente a las condiciones peculiares de cada pueblo; propaganda que dispone de grandes medios económicos, de numerosas organizaciones, de congresos internacionales, de innumerables fuerzas excelentemente preparadas; propaganda que se hace a través de la prensa, de hojas sueltas, en el cinematógrafo y en el teatro, por la radio, en las escuelas y hasta en las universidades, y que penetra poco a poco en todos los medios sociales, incluso en los más sanos, sin que éstos adviertan el veneno que está intoxicando a diario las mentes y los corazones.
Conspiración del silencio en la prensa
18. La tercera causa, causa poderosa, de esta rápida difusión del comunismo es, sin duda alguna, la conspiración del silencio que en esta materia está realizando una gran parte de la prensa mundial no católica. Decimos conspiración porque no se puede explicar de otra manera el hecho de que un periodismo tan ávido de publicar y subrayar aun los más menudos incidentes cotidianos haya podido pasar en silencio durante tanto tiempo los horrores que se cometen en Rusia, en México y también en gran parte de España, y, en cambio, hable relativa.,mente tan poco de una organización mundial tan vasta como es el comunismo moscovita. Este silencio, como tos dos saben, se debe en parte a ciertas razones políticas, poco previsoras, que lo exigen —así se afirma—, y está mandado y apoyado por varias fuerzas ocultas que desde hace mucho tiempo tratan de destruir el orden social y político cristiano.
Efectos dolorosos
Rusia y México
19. Mientras tanto, los dolorosos efectos de esta propaganda están a la vista de todos. En las regiones en que el comunismo ha podido consolidarse y dominar —Nos pensamos ahora con singular afecto paterno en los pueblos de Rusia y de México—,se ha esforzado con toda clase de medios por destruir (lo proclama abiertamente) desde sus cimientos la civilización y la religión cristiana y borrar totalmente su recuerdo en el corazón de los hombres, especialmente de la juventud. Obispos y sacerdotes han sido desterrados, condenados a trabajos forzados, fusilados y asesinados de modo inhumano; simples seglares, por haber defendido la religión, han sido considerados como sospechosos, han sido vejados, perseguidos, detenidos y llevados a los tribunales.
Horrores del comunismo en España
20. También en las regiones en que, como en nuestra queridísima España, el azote comunista no ha tenido tiempo todavía para hacer sentir todos los efectos de sus teorías, se ha desencadenado, sin embargo, como para desquitarse, con una violencia más furibunda. No se ha limitado a derribar alguna que otra iglesia, algún que otro convento, sino que, cuando le ha sido posible, ha destruido todas las iglesias, todos los conventos e incluso todo vestigio de la religión cristiana, sin reparar en el valor artístico y científico de los monumentos religiosos. El furor comunista no se ha limitado a matar a obispos y millares de sacerdotes, de religiosos y religiosas, buscando de un modo particular a aquellos y a aquellas que precisamente trabajan con mayor celo con los pobres y los obreros, sino que, además, ha matado a un gran número de seglares de toda clase y condición, asesinados aún hoy día en masa, por el mero hecho de ser cristianos o al menos contrarios al ateísmo comunista. Y esta destrucción tan espantosa es realizada con un odio, una barbarie y una ferocidad que jamás se hubieran creído posibles en nuestro siglo. Ningún individuo que tenga buen juicio, ningún hombre de Estado consciente de su responsabilidad pública, puede dejar de temblar si piensa que lo que hoy sucede en España tal vez podrá repetirse mañana en otras naciones civilizadas.
Frutos naturales del sistema
21. No se puede afirmar que estas atrocidades sean un fenómeno transitorio que suele acompañar a todas las grandes revoluciones o excesos aislados de exasperación comunes a toda guerra; no, son los frutos naturales de un sistema cuya estructura carece de todo freno interno. El hombre, como individuo y como miembro de la sociedad, necesita un freno. Los mismos pueblos bárbaros tuvieron este freno en la ley natural, grabada por Dios en el alma de cada hombre. Y cuando esta ley natural fue observada por todos con un sagrado respeto, la historia presenció el engrandecimiento de antiguas naciones, engrandecimiento tan esplendoroso que deslumbraría más de lo conveniente a ciertos hombres de estudios que considerasen superficialmente la historia humana. Pero, cuando se arranca del corazón de los hombres la idea misma de Dios, los hombres se ven impulsados necesariamente a la moral feroz de una salvaje barbarie.
Lucha contra todo lo divino
22. Y esto es lo que con sumo dolor estamos presenciando: por primera vez en la historia asistimos a una lucha fríamente calculada y cuidadosamente preparada contra todo lo que es divino (cf. 2Tes 2,4). Porque el comunismo es por su misma naturaleza totalmente antirreligioso y considera la religión como el «opio del pueblo», ya que los principios religiosos, que hablan de la vida ultraterrena, desvían al proletariado del esfuerzo por realizar aquel paraíso comunista que debe alcanzarse en la tierra.
El terrorismo
23. Pero la ley natural y el Autor de la ley natural no pueden ser conculcados impunemente; el comunismo no ha podido ni podrá lograr su intento ni siquiera en el campo puramente económico. Es cierto que en Rusia ha contribuido no poco a sacudir a los hombres y a las instituciones de una larga y secular inercia y que ha logrado con el uso de toda clase de medios, frecuentemente inmorales, algunos éxitos materiales; pero no es menos cierto, tenemos de ello testimonios cualifica-dos y recentísimos, que de hecho ni siquiera en el campo económico ha logrado los fines que había prometido, sin contar, por supuesto, la esclavitud que el terrorismo ha impuesto a millones de hombres. Hay que repetirlo: también en el campo económico es necesaria una moral, un sentimiento moral de la responsabilidad, los cuales, ciertamente, no tienen cabida en un sistema cerradamente materialista como el comunismo. Para sustituir este sentimiento moral no queda otro sustitutivo que el terrorismo que presenciamos en Rusia, donde los antiguos camaradas de conjuración y de lucha se eliminan mutuamente; terrorismo que, por otra parte, no consigue contener, no ya la corrupción de la moral, pero ni siquiera la disolución del organismo social.
Recuerdo paterno de los pueblos oprimidos en Rusia
24. Sin embargo, no queremos en modo alguno condenar globalmente a los pueblos de la Unión Soviética, por los que sentimos el más vivo afecto paterno. Sabemos que no pocos pueblos de Rusia gimen bajo el duro yugo impuesto a la fuerza por hombres, en su mayoría, extraños a los verdaderos intereses del país, y reconocemos que otros muchos han sido engañados con falaces esperanzas. Nos condenamos el sistema, a sus autores y defensores, quienes han considerado a Rusia como el terreno más apto para realizar un sistema elaborado hace mucho tiempo y desde Rusia extenderlo por todo el mundo.
III. OPUESTA Y LUMINOSA DOCTRINA DE LA IGLESIA
25. Expuestos los errores y los métodos violentos y engañosos del comunismo bolchevique y ateo, es hora ya, venerables hermanos, de situar brevemente frente a éste la verdadera noción de la civitas humana, de la sociedad humana; esta noción no es otra, como bien sabéis, que la enseñada por la razón y por la revelación por medio de la Iglesia, Magistra gentium.
Suprema realidad: ¡Dios!
26. La afirmación fundamental es ésta: por encima de toda otra realidad está el sumo, único y supremo ser, Dios, Creador omnipotente de todas las cosas, juez sapientísimo de todos los hombres. Esta suprema realidad, Dios, es la condenación más absoluta de las insolentes mentiras del comunismo. Porque la verdad es que no porque los hombres crean en Dios, existe Dios, sino que, porque Dios existe, creen en El y elevan a El sus súplicas todos los hombres que no cierran voluntariamente los ojos a la verdad.
El hombre y la familia según la razón y la fe
27. En cuanto a lo que la razón y la fe católica dicen del hombre, Nos hemos expuesto los puntos fundamentales sobre esta materia en la encíclica sobre la educación cristiana [13]. El hombre tiene un alma espiritual e inmortal; es una persona, dotada admirablemente por el Creador con dones de cuerpo y de espíritu; es, en realidad, un verdadero μιχρός χόσμος, como decían los antiguos, un «pequeño mundo» que supera extraordinariamente en valor a todo el inmenso mundo inanimado. Dios es el último fin exclusivo del hombre en la vida presente y en la vida eterna; la gracia santificante, elevando al hombre al grado de hijo de Dios, lo incorpora al reino de Dios en el Cuerpo místico de Cristo. Por consiguiente, Dios ha enriquecido al hombre con múltiples y variadas prerrogativas: el derecho a la vida y a la integridad corporal; el derecho a los medios necesarios para su existencia; el derecho de tender a su último fin por el camino que Dios le ha señalado; el derecho, finalmente, de asociación, de propiedad y del uso de la propiedad.
28. Además, tanto el matrimonio como su uso natural son de origen divino; de la misma manera, la constitución y las prerrogativas fundamentales de la familia han sido determinadas y fijadas por el Creador mismo, no por la voluntad humana ni por los factores económicos. De estos puntos hemos hablado ampliamente en la encíclica sobre el matrimonio cristiano [14] y en la encíclica, ya antes citada, de la educación cristiana de la juventud.
Lo que es la sociedad
Derechos y deberes mutuos entre el hombre y la sociedad
29. Pero Dios ha ordenado igualmente que el hombre tienda espontáneamente a la sociedad civil, exigida por la propia naturaleza humana. En el plan del Creador, esta sociedad civil es un medio natural del que cada ciudadano puede y debe servirse para alcanzar su fin, ya que el Estado es para el hombre y no el hombre para el Estado. Afirmación que, sin embargo, no debe ser entendida en el sentido del llamado liberalismo individualista, que subordina la sociedad a las utilidades egoístas del individuo, sino sólo en el sentido de que, mediante la ordenada unión orgánica con la sociedad, sea posible para todos, por la mutua colaboración, la realización de la verdadera felicidad terrena, y, además, en el sentido de que en la sociedad hallen su desenvolvimiento todas las cualidades individuales y sociales insertas en la naturaleza humana, las cuales superan el interés particular del momento y reflejan en la sociedad civil la perfección divina; cosa que no puede realizarse en el hombre separado de toda sociedad. Pero también estos fines están, en último análisis, referidos al hombre, para que, reconociendo éste el reflejo de la perfección divina, sepa convertirlo en alabanza y adoración del Creador. Sólo el hombre, la persona humana y no las sociedades, sean las que sean, está dotado de razón y de voluntad moralmente libre,
30. Ahora bien: de la misma manera que el hombre no puede rechazar los deberes que le vinculan con el Estado y han sido impuestos por Dios, y por esto las autoridades del Estado tienen el derecho de obligar al ciudadano al cumplimiento coactivo de esos deberes cuando se niega ilegítimamente a ello, así también la sociedad no puede despojar al hombre de los derechos personales que le han sido concedidos por el Creador —hemos aludido más arriba a los fundamentales— ni imposibilitar arbitrariamente el uso de esos derechos. Es, por tanto, conforme a la razón y exigencia imperativa de ésta, que, en último término, todas las cosas de la tierra estén subordinadas corno medios a la persona humana, para que por medio del hombre encuentren todas las cosas su referencia esencial al Creador. Al hombre, a la persona humana, se aplica lo que el Apóstol de las Gentes escribe a los corintios sobre el plan divino de la salvación cristiana: Todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios (1Cor 3,23).Mientras el comunismo empobrece a la persona humana, invirtiendo los términos de la relación entre el hombre y la sociedad, la razón y la revelación, por el contrario, la elevan a una sublime altura.
El orden económico -social
Ha la sido nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII quien ha dado, por medio de su encíclica social [15], los principios reguladores de la cuestión obrera y de los problemas económicos y sociales; principios que Nos personalmente, por medio de la encíclica sobre la restauración cristiana del orden social, henos adaptado a las exigencias del tiempo presente[16]. En esta encíclica nuestra, prosiguiendo la trayectoria de la doctrina secular de la Iglesia sobre el carácter individual y social de la propiedad privada, Nos hemos definido claramente el derecho y la dignidad del trabajo, las relaciones de apoyo mutuo y de mutua ayuda que deben existir entre el capital y el trabajo y el salario debido en estricta justicia al obrero para sí y para su familia,
31. Hemos demostrado, además, en la mencionada encíclica que los medios para salvar al Estado actual de la triste decadencia en que lo ha hundido el liberalismo amoral no consiste en la lucha de clases y en el terrorismo ni en el abuso autocrático del poder del Estado, sino en la configuración y penetración del orden económico y social por los principios de la justicia social y de la caridad cristiana. Hemos advertido también que hay que lograr la verdadera prosperidad de los pueblos por medio de un sano corporativismo que respete la debida jerarquía social; que es igualmente necesaria la unidad armónica y coherente de todas las asociaciones para que puedan tender todas ellas al bien común del Estado, y que, por consiguiente, la misión genuina y peculiar del poder político consiste en promover eficazmente esta armoniosa coordinación de todas las fuerzas sociales.
Jerarquía social y prerrogativas del Estado
32. Para lograr precisamente este orden tranquilo por medio de la colaboración de todos, la doctrina católica reivindica para el Estarlo toda la dignidad y toda la autoridad necesarias para defender con vigilante solicitud, como frecuentemente enseñan la Sagrada Escritura y los Santos Padres, todos los derechos divinos y humanos. Y aquí se hace necesaria una advertencia: es errónea la afirmación de que todos los ciudadanos tienen derechos iguales en la sociedad civil y no existe en el Estado jerarquía legítima alguna. Bástenos recordara este propósito las encíclicas de León XIII antes citadas, especialmente las referentes a la autoridad política [17] y a la constitución cristiana del Estado[18]. En estas encíclicas encuentran los católicos luminosamente expuestos los principios de la razón y de la fe, que los capacitarán para defenderse contra los peligrosos errores de la concepción comunista del Estado. La expoliación de los derechos personales y la consiguiente esclavitud del hombre; la negación del origen trascendente supremo del Estado y del poder político; el criminal abuso del poder público para ponerle al servicio del terrorismo colectivo, son hechos radical y absolutamente contrarios a las exigencias de la ética natural y a la voluntad divina del Creador. El hombre, lo mismo que el Estado, tiene su origen en el Creador, y el hombre y el Estado están por Dios mutuamente ordenados entre sí; por consiguiente, ni el ciudadano ni el Estado pueden negar los deberes correlativos que pesan sobre cada uno de ellos, ni pueden negar o disminuir los derechos del otro. Ha sido el Creador en persona quien ha regulado en sus líneas fundamentales esta mutua relación entre el ciudadano y la sociedad, y es, por tanto, una usurpación totalmente injusta la que se arroga el comunismo al sustituir la ley divina, basada sobre los inmutables principios de la verdad y de la caridad, por un programa político de partido, derivado del mero capricho humano y saturado de odio.
Belleza de esta doctrina de la Iglesia
33. La Iglesia católica, al enseñar los capítulos fundamentales de esta luminosa doctrina, no tiene otro fin que el de realizar el feliz anuncio cantado por los ángeles sobre la gruta de Belén al nacer el Redentor: Gloria a Dios... y paz a los hombres (Lc 2,14), y procurar a los hombres, aun en esta vida presente, toda la suma de paz verdadera y auténtica felicidad que son aquí posibles como preparación para la bienaventuranza eterna; pero solamente para los hombres de buena voluntad. Esta doctrina está igualmente alejada de los pésimos efectos de los errores comunistas y de todas las exageraciones y pretensiones de los partidos o sistemas políticos que aceptan esos errores, porque respeta siempre el debido equilibrio entre la verdad y la justicia, lo defiende en la teoría y lo aplica y promueve en la práctica. Cosa que consigue la Iglesia conciliando armónicamente los derechos y los deberes de unos y otros, como, por ejemplo, la autoridad con la libertad, la dignidad del individuo con la dignidad del Estado, la personalidad humana en el súbdito, y, por consiguiente, la obediencia debida al gobernante con la dignidad de quienes son representantes de la autoridad divina; igualmente, el amor ordenado de sí mismo, de la familia y de la patria con el amor de las demás familias y de los demás pueblos, fundado en el amor de Dios, Padre de todos, primer principio y último fin de todas las cosas. Esta doctrina católica no separa la justa preocupación por los bienes temporales de la solicitud activa por los bienes eternos. Si subordina el bien temporal al eterno, según la palabra de su divino Fundador: Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura (Mt 6,33) está, sin embargo, bien lejos de desinteresarse de las cosas humanas y de perjudicar el progreso de la sociedad y sus ventajas temporales; porque, todo lo contrario, esta doctrina sostiene y promueve esta actividad del modo más racional y más eficaz posible. La Iglesia, en efecto, aunque nunca ha presentado como suyo un determinado sistema técnico en el campo de la acción económica y social, por no ser ésta su misión, ha fijado, sin embargo, claramente las principales líneas fundamentales, que si bien son susceptibles de diversas aplicaciones concretas, según las diferentes condiciones de tiempos, lugares y pueblos, indican, sin embargo, el camino seguro para obtener un feliz desarrollo progresivo del Estado.
34. La gran sabiduría y extraordinaria utilidad de esta doctrina está admitida por todos los que verdaderamente la conocen. Con razón han podido afirmar insignes estadistas que, después de haber estudiado los diversos sistemas económicos, no habían hallado nada más razonable que los principios económicos expuestos en las encíclicas Rerum novarum y Quadragesimo anno. También en las naciones cristianas no católicas, más aún, en naciones no cristianas, se reconoce la extraordinaria utilidad que para la sociedad humana representa la doctrina social de la Iglesia; así, hace ahora apenas un mes, un eminente hombre político no cristiano del Extremo Oriente ha opinado sin vacilación que la Iglesia, con su doctrina de paz y de fraternidad cristiana, aporta una contribución valiosísima al establecimiento y mantenimiento de una paz constructiva entre las naciones. E incluso los mismos comunistas —cosa que sabemos por relaciones fidedignas que afluyen de todas partes a este centro de la cristiandad—, si no están totalmente corrompidos, cuando oyen la exposición de la doctrina social de la Iglesia reconocen la radical superioridad de ésta sobre las doctrinas de sus jerarcas y maestros. Solamente los espíritus cegados por la pasión y por el odio cierran sus ojos a la luz de la verdad y la combaten obstinadamente.
La Iglesia ha obrado conforme a esta doctrina
35. Pero los enemigos de la Iglesia, aunque obligados a reconocer la superior sabiduría de la doctrina católica, acusan, sin embargo, a la Iglesia de no haber sabido obrar de acuerdo con sus principios, y por esto afirman que hay que buscar otros caminos. Toda la historia del cristianismo demuestra la falsedad y la injusticia de esta acusación. Porque, limitando nuestra breve exposición a algún hecho histórico característico, ha sido el cristianismo el primero en proclamar, en una forma y con una amplitud y firmeza hasta entonces desconocidas, la verdadera y universal fraternidad de todos los hombres, de cualquier condición y estirpe, contribuyendo así poderosamente a la abolición eficaz de la esclavitud, no con revoluciones sangrientas, sino por la fuerza intrínseca de su doctrina, que a la soberbia patricia romana hacía ver en su esclava una hermana en Cristo.
36. Ha sido también el cristianismo, este cristianismo que enseña a adorar al Hijo de Dios hecho hombre por amor de los hombres y convertido en hijo del artesano, más aún, hecho artesano El mismo (Mt 13,55; Mc 6,3), el que elevó el trabajo del hombre a su verdadera dignidad; ese trabajo que era entonces tan despreciado, que el mismo M. T. Cicerón, hombre prudente y justo por otra parte, calificó, resumiendo la opinión general de su tiempo, con unas palabras de las que hoy día se avergonzaría cualquier sociólogo: «Todos los trabajadores se ocupan en oficios despreciables, porque en un taller no puede haber nada noble» [19].
37. Basándose en estos principios, la Iglesia regeneró la sociedad humana; con la eficacia de su influjo surgieron obras admirables de caridad y poderosas corporaciones de artesanos y trabajadores de toda categoría, corporaciones despreciadas como residuo medieval por el liberalismo del siglo pasado, pero que son hoy día la admiración de nuestros contemporáneos, que en muchos países tratan de hacer revivir de algún modo su idea fundamental. Y cuando ciertas corrientes obstaculizaban la obra de la Iglesia y se oponían a la eficacia bienhechora de ésta, la Iglesia no cesó nunca, hasta nuestros días, de avisar a los equivocados. Baste recordar la firme constancia con que nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII reivindicó para las clases trabajadoras el derecho de asociación, que el liberalismo dominante en los Estados más poderosos se empeñaba en negarles. Y este influjo de la doctrina de la Iglesia es también actualmente mayor de lo que algunos piensan, porque el influjo directivo de las ideas sobre los hechos es muy grande, aunque resulte difícil la medida exacta de su valoración.
38. Se puede afirmar, por tanto, con toda certeza, que la Iglesia, como Cristo, su fundador, pasa a través de los siglos haciendo el bien a todos. No habría ni socialismo ni comunismo si los gobernantes de los pueblos no hubieran despreciado las enseñanzas y las maternales advertencias de la Iglesia; pero los gobiernos prefirieron construir sobre las bases del liberalismo y del laicismo otras estructuras sociales, que, aunque a primera vista parecían presentar un aspecto firme y grandioso, han demostrado bien pronto, sin embargo, su carencia de sólidos fundamentos, por lo que una tras otra han ido derrumbándose miserablemente, como tiene que derrumbarse necesariamente todo lo que no se apoya sobre la única piedra angular, que es Jesucristo.
Necesidad de recurrir a medios de defensa
39. Esta es, venerables hermanos, la doctrina de la Iglesia, la única doctrina que, como en todos los demás campos, también en el terreno social puede traer la verdadera luz y ser la salvación frente a la ideología comunista. Pero es absolutamente necesario que esta doctrina se proyecte cada vez más en la vida práctica, conforme al aviso del apóstol Santiago: Poned en práctica la palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos (St 1,22); por esto, lo más urgente en la actualidad es aplicar con energía los oportunos remedios para oponerse eficazmente a la amenazadora catástrofe que se está preparando, Nos albergamos la firme confianza de que la pasión con que los hijos de las tinieblas trabajan día y noche en su propaganda materialista y atea servirá para estimular santamente a los hijos de la luz a un celo no desemejante, sino mayor, por el honor de la Majestad divina.
40. ¿Qué es, pues, lo que hay que hacer? ¿De qué remedios es necesario servirse para defender a Cristo y la civilización cristiana contra este pernicioso enemigo? Como un padre con sus hijos en el seno del hogar, Nos queremos conversar con todos vosotros en la intimidad acerca de los deberes que la gran lucha de nuestros días impone a todos los hijos de la Iglesia; avisos que deseamos dirigir también a todos aquellos hijos que han abandonado la casa paterna.
Renovación de la vida cristiana
Remedio fundamental
41. Como en todos los períodos más borrascosos de la historia de la Iglesia, así también hoy el remedio fundamental, base de todos los demás remedios, es una sincera renovación de la vida privada y de la vida pública según los principios del Evangelio en todos aquellos que se glorían de pertenecer al redil de Cristo, para que sean realmente de esta manera la sal de la tierra que preserve a la sociedad humana de la total corrupción moral.
42. Con ánimo profundamente agradecido al Padre de las luces, de quien desciende todo buen don y toda dádiva perfecta (St 1,17) vemos por todas partes síntomas consoladores de esta renovación espiritual, no sólo en tantas almas singularmente elegidas que en estos últimos años han subido a la alta cumbre de la más sublime santidad, y en tantas otras, cada día más numerosas, que generosamente caminan hacia esta misma luminosa meta, sino también en el reconocimiento de una piedad sentida y vivida prácticamente en todas las clases de la sociedad, incluso en las más cultas, como hemos hecho notar en nuestro reciente «motu proprio» In multis solaciis, del 28 de octubre pasado, con ocasión de la reorganización de la Academia Pontificia de las Ciencias [20].
43. No portemos, sin embargo, negar que queda todavía mucho por hacer en este camino de la renovación espiritual. Porque incluso en los mismos países católicos son demasiados los católicos que lo son casi de solo nombre; demasiados los que, si bien cumplen con mayor o menor fidelidad las prácticas más esenciales de la religión que se glorían de profesar, no se preocupan sin embargo, de conocerla mejor ni de adquirir una convicción más íntima y profunda, y menos aún de hacer que a la apariencia exterior de la religión corresponda el interno esplendor de una conciencia recta y pura, que siente y cumple todos sus deberes bajo la mirada de Dios. Sabemos muy bien el gran aborrecimiento que el divino Salvador siente frente a esta vana y falaz exterioridad, El que quería que todos adorasen al Padre en espíritu y en verdad (Jn 4,23). Quien no ajusta sinceramente su vida práctica a la fe que profesa, no podrá mantenerse a salvo durante mucho tiempo hoy, cuando sopla tan fuerte el viento de la lucha y de la persecución, sino que se verá arrastrado miserablemente por este nuevo diluvio que amenaza al mundo; y así, mientras prepara su propia ruina, expondrá también al ludibrio el honor del cristianismo.
Despego de los bienes terrenos
44. Y aquí queremos, venerable hermanos, insistir específicamente sobre dos enseñanzas del Señor, que responde modo particular a la actual situación del género humano: el desprendimiento de los bienes terrenos y el precepto de la caridad. Bienaventurados los pobres de espíritu; éstas fueron la primeras palabras pronunciadas por el divino Maestro en su Sermón de h Montaña (Mt 5,3). Esta lección fundamenta es más necesaria que nunca en estos tiempos de materialismo, sediento di bienes y placeres terrenales. Todos los cristianos, ricos y pobres, deben tener siempre fija su mirada era el cielo, recordando que no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la futura (Heb 13,14). Los ricos no deben poner su felicidad en las riquezas de la tierra ni enderezar sus mejores esfuerzos a conseguirlas, sino que, considerándose como simples administradores de las riquezas, que han de dar estrecha cuenta de ellas al supremo dueño, deben usar de ellas cono de preciosos medios que Dios les otorgó para ejercer la virtud, y no dejar de distribuir a los pobres los bienes superfluos, según el precepto evangélico (cf. Lc 11,41). De lo contrario, se cumplirá con ellos y en sus riquezas la severa sentencia del apóstol Santiago: Vosotros, ricos, llorad a gritos sobre las miserias que os amenazan. Vuestra riqueza está podrida; vuestros vestidos, consumidos por la polilla; vuestro oro y vuestra plata, comidos del orín, y el orín será testigo contra vosotros y roerá vuestras carnes como fuego. Habéis atesorado [ira] para los últimos días (St 5, 1-3)
45. Los pobres, por su parte, en medio de sus esfuerzos, guiados por las leyes de la caridad y de la justicia, para proveerse de lo necesario y para mejorar su condición social, deben también ellos permanecer siempre pobres de espíritu (Mt 5,3), estimando más los bienes espirituales que los goces terrenos. Tengan además siempre presente que nunca se conseguirá hacer desaparecer del mundo las miserias, los dolores y las tribulaciones, a los que están sujetos también los que exteriormente aparecen como más afortunados. La paciencia es, pues, necesaria para todos; esa paciencia que mantiene firme el espíritu, confiado en las divinas promesas de una eterna felicidad. Tened, pues, paciencia, hermanos —os decimos también con el apóstol Santiago—, hasta la venida del Señor. Ved cómo el labrador, con la esperanza de los frutos preciosos de la tierra, aguarda con paciencia las lluvias tempranas y las tardías. Aguardad también vosotros con paciencia, fortaleced vuestros corazones, porque la venida del Señor está cercana (St 5,7-8).Sólo así se cumplirá la consoladora promesa del Señor: Bienaventurados los pobres. Y no es éste un consuelo vano, corno las promesas de los comunistas, sino que son palabras de vida eterna, que encierran la suprema realidad de la vida y que se realizan plenamente aquí en la tierra y después en la eternidad. ¡Cuántos pobres, confiados en estas palabras y en la esperanza del reino de los cielos proclamado ya como propiedad suya en el Evangelio, porque vuestro es el reino de los cielos (Lc6.20)—, hallan en su pobreza una felicidad que tantos ricos no pueden encontrar en sus riquezas, por estar siempre inquietos y siempre agitados por la codicia de mayores aumentos.
Caridad cristiana
46. Más importante aún para remediar el mal de que tratamos es el precepto de la caridad, que tiende por su misma naturaleza a realizar este propósito. Nos nos referimos a esa caridad cristiana, paciente y benigna (1Cor 13,4), que evita toda ostentación y todo aire de envilecedor proteccionismo del prójimo; esa caridad que desde los mismos comienzos del cristianismo ganó para Cristo a los más pobres entre los pobres, los esclavos. Y en este campa damos las mayores gracias a todos aquellos que, consagrados a las obras de beneficencia, tanto en las Conferencias de San Vicente de Paúl como en las grandes y recientes organizaciones de asistencia social, han ejercitado y ejercitan las obras de misericordia corporal y espiritual. Cuanto más experimenten en sí mismos los obreros y los pobres lo que el espíritu de caridad, animado por la virtud de Cristo, hace por ellos, tanto más se despojarán del prejuicio de que la Iglesia ha perdido su eficacia y de que está de parte de quienes explotan el trabajo del obrero.
47. Pero cuando vemos, por una parte, a una innumerable muchedumbre de necesitados que, por diversas causas, ajenas totalmente a su voluntad, se hallan oprimidos realmente por una extremada miseria, y vemos, por otra, a tantos hombres que, sin moderación alguna, gastan enormes sumas en diversiones y cosas totalmente inútiles, no podemos menos de reconocer, con un inmenso dolor, que no sólo no se respeta como es debido la justicia, sino que, además, no se ha profundizado suficientemente en las exigencias que el precepto de la caridad cristiana impone al cristiano en su vida diaria.
48. Queremos, por tanto, venerables hermanos, que se exponga sin descanso, de palabra y por escrito, este divino precepto, precioso distintivo dejado por Cristo a sus verdaderos discípulos; este precepto, que nos enseña a ver en los que sufren al mismo Jesús en persona y que nos manda amar a todos los hombres como a nuestros hermanos con el mismo amor con que el divino Salvador nos ha amado; es decir, hasta el sacrificio de nuestros bienes y, si es necesario, aun de la propia vida. Mediten todos con frecuencia aquellas palabras, consoladoras por una parte, pero terribles por otra, de la sentencia final que pronunciará el juez supremo en el día del juicio final: Venid, benditos de mi Padre..., porque luce hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber... En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis (Mt 25,34-40). Y, por el contrario: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno..., porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber... En verdad os digo que, cuando dejasteis de hacer eso con uno de estos pequeñuelos, conmigo no lo hicisteis(Mt 25, 41-45).
49. Para asegurar, por tanto, la vida eterna y para socorrer eficazmente a los necesitados, es absolutamente necesario volver a un tenor de vida más modesto; es necesario renunciar a los placeres, muchas veces pecaminosos, que el mundo ofrece hoy día con tanta abundancia; es necesario, finalmente, olvidarse de sí mismo por amor al prójimo. Este precepto nuevo (Jn 13,34)de la caridad cristiana posee una virtud divina para regenerar a los hombres, y su fiel observancia infundirá en los corazones una paz interna desconocida para la vida de sentidos de este mundo y remediará eficazmente los males que afligen hoy a la humanidad.
Deberes de estricta justicia
50. Pero la caridad no puede atribuirse este nombre si no respeta las exigencias de la justicia, porque, como enseña el Apóstol, quien ama al prójimo ha cumplido la ley. El mismo Apóstol explica a continuación la razón ele este hecho: pues «no adulterarás, no matarás, no robarás...», y cualquier otro precepto en esta sentencia se resume: «Amarás al prójimo como a ti mismo» (Rom 13,8-9) . Si, pues, según el Apóstol, todos los deberes, incluso los más estrictamente obligatorios, como el no matar y el no robar, se reducen a este único precepto supremo de la verdadera caridad, una caridad que prive al obrero del salario al que tiene estricto derecho no es caridad, sino nombre vano y mero simulacro de caridad. No es justo tampoco que el obrero reciba como limosna lo que se le debe por estricta obligación de justicia; y es totalmente ilícita la pretensión de eludir con pequeñas dádivas de misericordia las grandes obligaciones impuestas por la justicia. La caridad y la justicia imponen sus deberes específicos, los cuales, si bien con frecuencia coinciden en la identidad del objeto, son, sin embargo, distintos por su esencia; y los obreros, por razón de su propia dignidad, exigen enérgicamente, con todo derecho y razón, el reconocimiento por todos de estos deberes a que están obligados con respecto a ellos los demás ciudadanos.
51. Por esta razón, Nos nos dirigimos de un modo muy particular a vosotros, patronos e industriales cristianos, cuya tarea es a menudo tan difícil, porque habéis recibido la herencia de los errores de un régimen económico injusto que ha ejercitado su ruinoso influjo sobre tantas generaciones; tened clara conciencia de vuestra responsabilidad. Es un hecho lamentable, pero cierto: la conducta práctica de ciertos católicos ha contribuido no poco a la pérdida de confianza de los trabajadores en la religión de Jesucristo. No quisieron estos católicos comprender que la caridad cristiana exige el reconocimiento de ciertos derechos debidos al obrero, derechos que la Iglesia ha reconocido y declarado explícitamente como obligatorios. ¿Cómo calificar la conducta de ciertos católicos, que en algunas partes consiguieron impedir la lectura de nuestra encíclica Quadragesimo anno en sus iglesias patronales? ¿Cómo juzgar la actitud de ciertos industriales católicos, que se han mostrado hasta hoy enemigos declarados de un movimiento obrero recomendado por Nos mismo? ¿No es acaso lamentable que el derecho de propiedad, reconocido por la Iglesia, haya sido usurpado para defraudar al obrero de su justo salario y de sus derechos sociales?
Justicia social
52. Porque es un hecho cierto que, al lado de la justicia conmutativa, hay que afirmar la existencia de la justicia social, que impone deberes específicos a los que ni los patronos ni los obreros pueden sustraerse. Y es precisamente propio de la justicia social exigir de los individuos todo lo que es necesario para el bien común. Ahora bien: así como un organismo viviente no se atiende suficientemente a la totalidad del organismo si no se da a cada parte y a cada miembro lo que éstos necesitan para ejercer sus funciones propias, de la misma manera no se puede atender suficientemente a la constitución equilibrada del organismo social y al bien de toda la sociedad si no se da a cada parte y a cada miembro, es decir, a los hombres, dotados de la dignidad de persona, todos los medios que necesitan para cumplir su función social particular. El cumplimiento, por tanto, de los deberes propios de la justicia social tendrá como efecto una intensa actividad que, nacida en el seno de la vida económica, madurará en la tranquilidad del orden y demostrará la entera salud del Estado, de la misma manera que la salud del cuerpo humano se reconoce externamente en la actividad inalterada y, al mismo tiempo, plena y fructuosa de todo el organismo.
53. Pero no se cumplirán suficientemente las exigencias de la justicia social si los obreros no tienen asegurado su propio sustento y el de sus familias con un salario proporcionado a esta doble condición; si no se les facilita la ocasión ele adquirir un modesto patrimonio que evite así la plaga del actual pauperismo universal; si no se toman, finalmente, precauciones acertadas en su favor, por medio de los seguros públicos o privados, para el tiempo de la vejez, de la enfermedad o del paro forzoso. En esta materia conviene repetir lo que hemos dicho en nuestra encíclica Quadragesimo anno: «La economía social estará sólidamente constituida y alcanzará sus fines sólo cuando a todos y a cada uno se provea de todos los bienes que las riquezas y subsidios naturales, la técnica y la constitución social de la economía pueden producir. Esos bienes deben ser suficientemente abundantes para satisfacer las necesidades y honestas comodidades y elevar a los hombres a aquella condición de vida más feliz que, administrada prudentemente, no sólo no impide la virtud, sino que la favorece en gran número» [21].
54. Y si, como sucede cada día con mayor frecuencia, en el régimen de salario los particulares no pueden satisfacer las obligaciones de la justicia, si no es con la exclusiva condición previa de que todos ellos convengan en practicarla conjuntamente mediante instituciones que unan entre sí a los patronos —para evitar entre éstos una concurrencia de precios incompatible con los derechos de los trabajadores—, es deber de los empresarios y patronos en estas situaciones sostener y promover las instituciones necesarias que constituyan el medio normal para poder cumplir los deberes de la justicia. Pero también los trabajadores deben tener siempre presente sus obligaciones de caridad y de justicia para con los patronos, y deben convencerse de que de esta manera pondrán a salvo con mayor eficacia sus propios intereses.
55. Quien considere, por tanto, la estructura total de la vida económica —como ya advertimos en nuestra encíclica Quadragesimo anno— , comprenderá que la conjunta colaboración de la justicia y de la caridad no podrá influir en las relaciones económicas y sociales si no es por medio de un cuerpo de instituciones profesionales e interprofesionales basadas sobre el sólido fundamento de la doctrina cristiana, unidas entre sí y que constituyan, bajo formas diversas adaptadas a las condiciones de tiempo y lugar, lo que antiguamente recibía el nombre de corporaciones.
Estudio y difusión de la doctrina social
56. Para dar a esta acción social mayor eficacia es absolutamente necesario promover todo lo posible el estudio de los problemas sociales a la luz de la doctrina de la Iglesia y difundir por todas partes las enseñanzas de esa doctrina bajo la égida de la autoridad constituida por Dios en la misma Iglesia. Porque, si el modo de proceder de algunos católicos ha dejado que desear en el campo económico y social, la causa de este defecto ha sido con frecuencia la insuficiente consideración de las enseñanzas dadas por los Sumos Pontífices en esta materia. Por esto es sumamente necesario que en todas las clases sociales se promueva una más intensa formación en las ciencias sociales, adaptada en su medida personal al diverso grado de cultura intelectual; y es sumamente necesario también que se procure con toda solicitud e industria la difusión más amplia posible de las enseñanzas de la Iglesia aun entre a clase obrera. Que las enseñanzas sociales de la Iglesia católica iluminen con la plenitud de su luz a todos los espíritus y muevan las voluntades de todos a seguirlas y aplicarlas como norma segura de vida que impulse al cumplimiento concienzudo de los múltiples deberes sociales. Así se evitará esa inconsecuencia y esa inconstancia en la vida cristiana que Nos hemos lamentado más de una vez y que hacen que algunos católicos, aparentemente fieles en el cumplimiento de sus estrictos deberes religiosos, luego en el campo del trabajo, de la industria y de la profesión, o en el comercio, o en el ejercicio de sus funciones públicas, por un deplorable desdoblamiento de la conciencia, lleven una vida demasiado contraria a las claras normas de la justicia y de la caridad cristiana, dando así grave escándalo a los espíritus débiles y ofreciendo a los malos un fácil pretexto para desacreditar a la propia Iglesia.
57. A esta renovación de la moral cristiana puede contribuir extraordinariamente la propagación de la prensa católica. La prensa católica debe, en primar lugar, fomentar el conocimiento más amplio cada día de la doctrina socia de la Iglesia de un modo variado y atrayente; debe, en segundo lugar, denunciar con exactitud, pero también con la debida extensión, la actividad de los enemigos y señalar los medios de lucha que han demostrado ser más eficaces por la experiencia repetida en muchas naciones; debe, por último, proponer útiles sugerencias para poner en guardia a los lectores contra los astutos engaños con que los comunistas han intentado y sabido atraerse incluso a hombres de buena fe.
Precaverse contra las insidias que usa el comunismo
58. Aunque ya hemos insistido sobre estos puntos en nuestra alocución de 12 de mayo del año pasado, juzgamos, sin embargo, necesario, venerados hermanos, volver a llamar vuestra atención sobre ellos de modo particular. Al principio, el comunismo se manifestó tal cual era en toda su criminal perversidad; pero pronto advirtió que de esta manera alejaba de sí a los pueblos, y por esto ha cambiado de táctica y procura ahora atraerse las muchedumbres con diversos engaños, ocultando sus verdaderos intentos bajo el rótulo de ideas que son en sí mismas buenas y atrayentes.
59. Por ejemplo, viendo el deseo de paz que tienen todos los hombres, los jefes del comunismo aparentan ser los más celosos defensores y propagandistas del movimiento por la paz mundial; pero, al mismo tiempo, por una parte, excitan a los pueblos a la lucha civil para suprimir las clases sociales, lucha que hace correr ríos de sangre, y, por otra parte, sintiendo que su paz interna carece de garantías sólidas, recurren a un acopio ilimitado de armamentos. De la misma manera, con diversos nombres que carecen de todo significado comunista, fundan asociaciones y publican periódicos cuya única finalidad es la de hacer posible la penetración de sus ideas en medios sociales que de otro modo no les serian fácilmente accesibles; más todavía, procuran infiltrarse insensiblemente hasta en las mismas asociaciones abiertamente católicas o religiosas. En otras partes, los comunistas, sin renunciar en nada a sus principios, invitan a los católicos a colaborar amistosamente con ellos en el campo del humanitarismo y de la caridad, proponiendo a veces, con estos fines, proyectos completamente conformes al espíritu cristiano y a la doctrina de la Iglesia. En otras partes acentúan su hipocresía hasta el punto de hacer creer que el comunismo, en los países de mayor civilización y de fe más profunda, adoptará una forma más mitigada, concediendo a todos los ciudadanos la libertad de cultos y la libertad de conciencia. Hay incluso quienes, apoyándose en algunas ligeras modificaciones introducidas recientemente en la legislación soviética, piensan que el comunismo está a punto de abandonar su programa de lucha abierta contra Dios.
60. Procurad, venerables hermanos, con sumo cuidado que los fieles no se dejen engañar. El comunismo es intrínsecamente malo, y no se puede admitir que colaboren con el comunismo, en terreno alguno, los que quieren salvar de la ruina la civilización cristiana. Y si algunos, inducidos al error, cooperasen al establecimiento del comunismo en sus propios países, serán los primeros en pagar el castigo de su error; y cuanto más antigua y luminosa es la civilización creada por el cristianismo en las naciones en que el comunismo logre penetrar, tanto mayor será la devastación que en ellas ejercerá el odio del ateísmo comunista.
Oración y penitencia
61. Pero si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan sus centinelas (Sal 126,1).Por esto os exhortamos con insistencia, venerables hermanos, para que en vuestras diócesis promováis e intensifiquéis del modo más eficaz posible el espíritu de oración y el espíritu de mortificación.
62. Cuando los apóstoles preguntaron al Salvador por qué no habían podido librar del espíritu maligno a un endemoniado, les respondió el Señor: Esta especie [de demonios] no puede ser lanzada sino por la oración el ayuno (Mt 17,20). Tampoco podrá ser vencido el mal que hoy atormenta a la humanidad si no se acude a una santa e insistente cruzada universal de oración y penitencia; por esto recomendamos singularmente a las Ordenes contemplativas, masculinas y femeninas, que redoblen sus súplicas y sus sacrificios para lograr del cielo una poderosa ayuda a la Iglesia en sus luchas presentes, poniendo para ello como intercesora a la inmaculada Madre de Dios, la cual, así como un día aplastó la cabeza de la antigua serpiente, así también es hoy la defensa segura y el invencible Auxilium Christianorum.
V. MINISTROS Y AUXILIARES DE ESTA OBRA SOCIAL DE LA IGLESIA
Los sacerdotes
63. Tanto para la obra mundial de salvación, que hemos descrito hasta aquí, como para la aplicación de los remedios, que hemos indicado brevemente, Jesucristo ha elegido y señalado a sus sacerdotes como los primeros ministros y realizadores. A los sacerdotes les ha sido confiada, por especial voluntad divina, la misión de mantener encendida y esplendorosa en el mundo, bajo la guía de los sagrados pastores y en unión de filial obediencia con el Vicario de Cristo en la tierra, la lumbrera de la fe y de infundir en los fieles aquella confianza sobrenatural con que la Iglesia, en nombre de Cristo, ha combatido y vencido en tantas batallas a lo largo de su historia: Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe (1Jn 5,4).
64. En esta materia recordarnos de modo particular a los sacerdotes la exhortación, tantas veces repetida por nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII de ir al obrero; exhortación que Nos hacemos nuestra complementándola con esta aclaración: «Id especialmente al obrero pobre; más todavía, id en general a los necesitados», como mandan las enseñanzas de Jesús y de su Iglesia. Los necesitados son, en efecto, los que están más expuestos a las maniobras de los agitadores, que explotan la mísera situación de los necesitados para encender en el alma de éstos la envidia contra los ricos y excitarlos a tomar por la fuerza lo que, según ellos, la fortuna les ha negado injustamente. Pero, si el sacerdote no va al obrero y al necesitado para prevenirlo o para desengañarlo de todo prejuicio y de toda teoría falsa, ese obrero y ese necesitado llegarán a ser fácil presa de los apóstoles del comunismo.
65. No podemos negar que se ha hecho ya mucho en este campo, especialmente después de las encíclicas Rerum novarum y Quadragesimo anno; y saludamos con paterno agrado el industrioso celo pastoral de tantos obispos y sacerdotes que, con el uso prudente de las debidas cautelas, proyectan y experimentan nuevos métodos de apostolado más adecuados a las exigencias modernas. Sin embargo, todo lo hecho en este campo es aún demasiado poco para las presentes necesidades. Así como, cuando la patria se halla en peligro, todo lo que no es estrictamente necesario o no está directamente ordenado a la urgente necesidad de la defensa común pasa a segunda línea, así también, en nuestro caso, toda otra obra, por muy hermosa y buena que sea, debe ceder necesariamente el puesto a la vital necesidad de salvar las bases mismas de la fe y de la civilización cristianas. Por esta razón, los sacerdotes, en sus parroquias, conságrense naturalmente, en primer lugar, al ordinario cuidado y gobierno de los fieles, pero después deben necesariamente reservar la mejor y la mayor parte de sus fuerzas y de su actividad para recuperar para Cristo y para la Iglesia las masas trabajadoras y para lograr que queden de nuevo saturadas del espíritu cristiano las asociaciones y los pueblos que han abandonado a la Iglesia. Si los sacerdotes realizan esta labor, hallarán, como fruto de su trabajo, una cosecha superior a toda esperanza, que será para ellos la recompensa del duro trabajo de la primera roturación. Es éste un hecho que hemos visto comprobado en Roma y en otras grandes ciudades, donde en las nuevas iglesias que van surgiendo en los barrios periféricos se van reuniendo celosas comunidades parroquiales y se operan verdaderos milagros de conversión en poblaciones que antes eran hostiles a la religión por el solo hecho de no conocerla.
66. Pero el medio más eficaz de apostolado entre las muchedumbres de los necesitados y de los humildes es el ejemplo del sacerdote que está adornado de todas las virtudes sacerdotales, que hemos descrito en nuestra encíclica Ad catholici sacerdoti [22]; pero en la materia presente es necesario de modo muy especial que el sacerdote sea un vivo ejemplo eminente de humildad, pobreza y desinterés que lo conviertan a los ojos de los fieles en copia exacta de aquel divino Maestro que pudo afirmar de sí con absoluta certeza: Las raposas tienen cuevas, y las aves del cielo, nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza (Mt 8,20).Una experiencia diaria enseña que el sacerdote pobre y totalmente desinteresado, como enseña el Evangelio, realiza una maravillosa obra benéfica en medio del pueblo; un San Vicente de Paúl, un Cura de Ars, un Cottolengo, un Don Bosco y tantos otros son otras tantas pruebas de esta realidad; en cambio, el sacerdote avaro, egoísta e interesado, como hemos recordado ya en la citada encíclica, aunque no caiga, como Judas, en el abismo de la traición, será por lo menos un vano bronce que resuena y un inútil címbalo que retiñe (1Cor 13,1), y con demasiada frecuencia un estorbo, más que un instrumento positivo de la gracia, entre los fieles. Y si el sacerdote, lo mismo el secular que el regular, tiene que administrar bienes temporales por razón de su oficio, recuerde que no sólo debe observar escrupulosamente todas las obligaciones de la caridad y de la justicia, sino que, además, debe mostrarse de manera especial como verdadero padre de los pobres.
La Acción Católica
67. Después del clero dirigimos nuestra paterna invitación a nuestros queridísimos hijos seglares que militan en las filas de la Acción Católica, para Nos tan querida, y que, como en otra ocasión hemos declarado, constituye «una ayuda particularmente providencial» para la obra de la Iglesia en las difíciles circunstancias del momento presente. En realidad, la Acción Católica realiza un auténtico apostolado social, porque su finalidad última es la difusión del reino de Jesucristo no sólo en los individuos, sino también en las familias y en la sociedad civil. Por consiguiente, su obligación fundamental es atender a la más exquisita formación espiritual de sus miembros y a la acertada preparación de éstos para combatir en las santas batallas de Dios. A esta labor formativa, hoy día más urgente y necesaria que nunca, y que debe preceder siempre como requisito fundamental de toda acción directa y efectiva, contribuirán extraordinariamente los círculos de estudio, las semanas sociales, los cursos orgánicos de conferencias y, finalmente, todas aquellas iniciativas dirigidas a solucionar con sentido cristiano, en el terreno práctico, los problemas económicos.
68. Estos soldados de la Acción Católica, así preparados, serán los primeros e inmediatos apóstoles de sus compañeros de trabajo y los valiosos auxiliares del sacerdote para extender por todas partes la luz de la verdad y para aliviar las innumerables y graves miserias materiales y espirituales en innumerables zonas sociales refractarias hoy día muchas veces a la acción del ministro de Dios por inveterados prejuicios contra el clero o por una lamentable apatía religiosa. De esta manera, los hombres de la Acción Católica, bajo la dirección de sacerdotes experimentados, realizarán una enérgica y valiosa colaboración en la labor de asistencia religiosa a las clases trabajadoras, labor que nos es tan querida, porque consideramos esta asistencia religiosa como el medio más idóneo para defender a los obreros, nuestros queridos hijos, de las insidias comunistas.
69. Además de este apostolado individual, muchas veces oculto, pero utilísimo y eficaz, es también misión propia de la Acción Católica difundir ampliamente, por medio de la propaganda oral y escrita, los principios fundamentales, expuestos en los documentos públicos de los Sumos Pontífices, para la administración de la cosa pública según la concepción cristiana.
Organizaciones auxiliares
70. En torno a la Acción Católica se alinean, como fuerzas combatientes, algunas organizaciones que Nos hemos calificado en otra ocasión como auxiliares de aquélla. Con paterno afecto exhortamos también a estas organizaciones a participar en la gran misión de que tratamos, y que actualmente presenta una trascendencia no superada por cualquier otra necesidad.
Organizaciones de clase
71. Nos pensamos también en las organizaciones integradas por hombres y mujeres de la misma clase social: asociaciones de obreros, de agricultores, de ingenieros, de médicos, de patronos, de hombres de estudio, y otras semejantes, compuestas todas ellas por personas que, teniendo un idéntico grado de cultura, se han unido, impulsadas por la misma naturaleza, en agrupaciones sociales acomodadas a su situación. Juzgamos que estas organizaciones tienen un papel muy importante que realizar, tanto en la labor de introducir en el Estado aquel orden equilibrado que tuvimos presente en nuestra encíclica Quadragesimo anno como en la difusión y en el reconocimiento de la realeza de Cristo en todos los campos de la cultura y del trabajo.
72. Y si, por las transformaciones que han experimentado la situación económica y la vida social, el Estado ha juzgado como misión suya la regulación y el equilibrio de estas asociaciones por medio de una específica acción legislativa, respetando, como es justo, la libertad y la iniciativa privadas, sin embargo, los hombres de la Acción Católica, aunque deben tener siempre en cuenta las realidades de la situación presente, deben también prestar su prudente contribución intelectual a la cuestión, solucionando los nuevos problemas según las normas de la doctrina católica, y consagrar su actividad participando recta y voluntariamente en las nuevas formas e instituciones con la intención de hacer penetrar en éstas el espíritu cristiano, que es siempre principio de orden en el aspecto político y de mutua y fraterna colaboración en el aspecto social.
Llamamiento a los obreros católicos
73. Una palabra especialmente paterna queremos dirigir aquí a nuestros queridos obreros católicos, jóvenes o adultos, los cuales, como premio de su heroica fidelidad en estos tiempos tan difíciles, han recibido una noble y ardua misión. Bajo la dirección de sus obispos y de sus sacerdotes, deben trabajar para traer de nuevo a la Iglesia y a Dios inmensas multitudes de trabajadores que, exacerbados por una injusta incomprensión o por el olvido de la dignidad a que tenían derecho, se han alejado, desgraciadamente, de Dios. Demuestren los obreros católicos, con su ejemplo y con sus palabras, a estos hermanos de trabajo extraviados que la Iglesia es una tierna madre para todos aquellos que trabajan o sufren y que jamás ha faltado ni faltará a su sagrado deber materno de defender a sus hijos. Y como esta misión que el obrero católico debe cumplir en las minas, en las fábricas, en los talleres y en todos los centros de trabajo, exige a veces grandes sacrificios, recuerden los obreros católicos que el Salvador del mundo ha dado no sólo ejemplo de trabajo, sino también ejemplo de sacrificio.
Necesidad de concordia entre los católicos
74. A todos nuestros hijos de toda clase social, de toda nación, de toda asociación religiosa o seglar en la Iglesia, queremos dirigir un nuevo y más apremiante llamamiento a la concordia. Porque más de una vez nuestro corazón de Padre se ha visto afligido por las divisiones internas entre los católicos, divisiones que, si bien nacen de fútiles causas, son, sin embargo, siempre trágicas en sus consecuencias, pues enfrentan mutuamente a los hijos de una misma madre, la Iglesia. Esta es la causa de que los agentes de la revolución, que no son tan numerosos, aprovechando la ocasión que se les ofrece, agudicen más todavía las discordias y acaben por conseguir su mayor deseo, que es la lucha intestina entre los mismos católicos. Después de los sucesos de estos últimos tiempos, debería parecer superflua nuestra advertencia. Sin embargo, la repetimos de nuevo para aquellos que o no la han comprendido o no la han querido comprender. Los que procuran exacerbar las disensiones internas entre los católicos incurren en una gravísima responsabilidad ante Dios y ante la Iglesia.
Llamamiento a todos los que creen en Dios
75. Pero en esta lucha entablada por el poder de las tinieblas contra la idea misma de la Divinidad, esperamos confiadamente que colaborarán, además de todos los que se glorían del nombre cristiano, todos los que creen en Dios y adoran a Dios, los cuales son todavía la inmensa mayoría de los hombres.
76. Renovamos, por tanto, el llamamiento que hace ya cinco años hicimos en nuestra encíclica Caritate Christi, para que también todos los creyentes colaboren leal y cordialmente para alejar de la humanidad el gravísimo peligro que amenaza a todos.
77. Porque —como entonces decíamos— , «siendo la fe en Dios el fundamento previo de todo orden político y la base insustituible de toda autoridad humana, todos los que no quieren la destrucción del orden ni la supresión de la ley deben trabajar enérgicamente para que los enemigos de la religión no alcancen el fin tan abiertamente proclamado por ellos» [23].
Deberes del Estado cristiano
Ayudar a la Iglesia
78. Hemos expuesto hasta ahora, venerables hermanos, la misión positiva, de orden doctrinal y práctico a la vez, que la Iglesia ha recibido como propia en virtud del mandato a ella confiado por Cristo, su autor y apoyo, de cristianizar la sociedad humana, y, en nuestros tiempos, de combatir y desbaratar los esfuerzos del comunismo, y hemos dirigido, en virtud de esta misión, un llamamiento a todas y a cada una de las clases sociales.
79. Pero con esta misión de la Iglesia es necesario que colabore positivamente el Estado cristiano, prestando a la Iglesia su auxilio en este campo, auxilio que, si bien consiste en los medios externos que son propios del Estado, repercute necesariamente y en primer lugar sobre el bien de las almas.
80. Por esta razón, los gobiernos deben poner sumo cuidado en impedir que la criminal propaganda atea, destructora nata de todos los fundamentos del orden social, penetre en sus pueblos; porque no puede haber autoridad alguna estable sobre la tierra si se niega la autoridad de Dios, ni puede tener firmeza un juramento si se suprime el nombre de Dios vivo. Repetimos a este propósito lo que tantas veces y con tanta insistencia hemos dicho, especialmente en nuestra encíclica Caritate Christi: «¿Cómo puede tener vigor un contrato cualquiera y qué vigencia puede tener un tratado si falta toda garantía de conciencia, si falta la fe en Dios, si falta el temor de Dios? Quitado este cimiento, se derrumba toda la ley moral y no hay remedio que pueda impedir la gradual pero inevitable ruina de los pueblos, de la familia, del Estado y de la misma civilización humana»[24].
Disposiciones exigidas por el bien común
81. Además, los gobiernos deben consagrar su principal preocupación a la creación de aquellos medios materiales de vida necesarios para el ciudadano, sin los cuales todo Estado, por muy perfecta que sea su constitución, se derrumbará necesariamente, y a procurar trabajo especialmente a los padres de familia y a la juventud. Para lograr estos fines, induzcan los gobiernos a las clases ricas a aceptar por razón de bien común aquellas cargas sin cuya aceptación no puede conservarse el Estado ni pueden vivir seguros los mismos ricos. Pero las disposiciones que los gobiernos adopten con este fin deben ser tales que pesen efectivamente sobre los ciudadanos que tienen en sus manos los grandes capitales y los aumentan cada día con grave daño de las demás clases sociales.
Prudente y sobria administración
82. Pero la administración pública del propio Estado, de la cual es responsable el gobernante ante Dios y ante la sociedad, debe necesariamente desenvolverse con una prudencia y una sobriedad tan grandes, que sirva de ejemplo para todos los ciudadanos. Hoy más que nunca, la gravísima crisis económica que azota al mundo entero exige que los que disfrutan de inmensas fortunas, fruto del trabajo y del sudor de tantos ciudadanos, pretendan exclusivamente el bien común y procuren aumentar lo más posible este bien común. También los altos cargos políticos del Estado y todos los funcionarios públicos de la administración deben cumplir sus deberes por obligación de conciencia con fidelidad y desinterés, siguiendo los luminosos ejemplos antiguos y recientes de tantos hombres insignes que con un trabajo infatigable sacrificaron toda su vida por el bien de la patria. Y en las relaciones mutuas de los pueblos entre sí deben suprimirse lo más pronto posible todos esos impedimentos artificiales de la vida económica que brotan principalmente de un sentimiento de desconfianza y de odio, pues todos los pueblos de la tierra forman una única familia nacida de Dios.
Libertad de la Iglesia
83. Pero, al mismo tiempo, el Estado debe dejar a la Iglesia en plena libertad para que ésta realice su divina misión sobre las almas, si quiere colaborar de esta manera en la salvación de los pueblos de la terrible tormenta de la hora presente. En todas partes se hace hoy día un angustioso llamamiento a las fuerzas morales del espíritu, y con razón, porque el mal que hay que combatir es, considerado en su raíz más profunda, un mal de naturaleza espiritual, y de esta corrompida fuente ideológica es de donde brotan con una lógica diabólica todas las monstruosidades del comunismo. Ahora bien: entre las fuerzas morales y religiosas sobresale incontestablemente la Iglesia católica, y por esto el bien mismo de la humanidad exige que no se pongan impedimentos a su actividad. Proceder de distinta manera y querer obtener el fin espiritual indicado con medios puramente económicos o políticos equivale a incurrir necesariamente en un error sumamente peligroso. Porque, cuando se excluye la religión de los centros de enseñanza, de la educación de la juventud, de la moral de la vida pública, y se permite el escarnio de los representantes del cristianismo y de los sagrados ritos de éste, ¿no se fomenta, acaso, el materialismo, del que nacen los principios y las instituciones propias del comunismo? Ni la fuerza humana mejor organizada ni los más altos y nobles ideales terrenos pueden dominar los movimientos desordenados de este carácter, que hunden sus raíces precisamente en la excesiva codicia de los bienes de esta vida.
84. Nos confiamos en que los que actualmente dirigen el destino de las naciones, por poco que adviertan el peligro extremo que amenaza hoy a los pueblos, comprenderán cada vez mejor la grave obligación que sobre ellos pesa de no impedir a la Iglesia el cumplimiento de su misión; obligación robustecida por el hecho de que la Iglesia, al procurar a los hombres la consecución de la felicidad eterna, trabaja también inseparablemente por la verdadera felicidad temporal de los hombres.
Paterno llamamiento a los extraviados
85. Pero Nos no podemos terminar esta encíclica sin dirigir una palabra a aquellos hijos nuestros que están ya contagiados, o por lo menos amenazados de contagio, por la epidemia del comunismo. Les exhortamos vivamente a que oigan la voz del Padre, que los ama, y rogamos al Señor que los ilumine para que abandonen el resbaladizo camino que los lleva a una inmensa y catastrófica ruina, y reconozcan también ellos que el único Salvador es Jesucristo Nuestro Señor, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos (Hech 4,12).
CONCLUSIÓN
San José, modelo y patrono
86. Finalmente, para acelerar la paz de Cristo en el reino de Cristo [25], por todos tan deseada, ponemos la actividad de la Iglesia católica contra el comunismo ateo bajo la égida del poderoso Patrono de la Iglesia, San José.
87. San ,José perteneció a la clase obrera y experimentó personalmente el peso de la pobreza en sí mismo y en la Sagrada Familia, de la que era padre solícito y abnegado; a San José fue confiado el Infante divino cuando Herodes envió a sus sicarios para matarlo. Cumpliendo con toda fidelidad los deberes diarios de su profesión, ha dejado un ejemplo de vida a todos los que tienen que ganarse el pan con el trabajo de sus manos, y, después de merecer el calificativo de justo (2Pe 3,13; cf. Is 65,17; Ap 2,1), ha quedado como ejemplo viviente de la justicia cristiana, que debe regular la vida social de los hombres.
88. Nos, levantando la mirada, vigorizada por la virtud de la fe, creemos ya ver los nuevos cielos y la nueva tierra de que habla nuestro primer antecesor, San Pedro. Y mientras las promesas de los falsos profetas de un paraíso terrestre se disipan entre crímenes sangrientos y dolorosos, resuena desde el ciclo con alegría profunda la gran profecía apocalíptica del Redentor del mundo: He aquí que hago nuevas todas las cosas (Ap 21,5).
No nos queda otra cosa, venerables hermanos, que elevar nuestras manos paternas y hacer descender sobre vosotros, sobre vuestro clero y pueblo, sobre la gran familia católica, la bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, m la fiesta de San José, Patrono de la Iglesia universal, el día 19 de marzo de 1937, año decimosexto de nuestro pontificado.
PÍO PP XI
Notas
[1] Pío IX, Encl. Qui pluribus, 9 de noviembre de 1846 (Acta Pii IX, vol.I, p.13). Cf. Syllabus c.4: ASS 3 (1865) 170.
[2] León XIII, Encl. Quod Apostolicis muneris, 28 de diciembre de 1924: AAS 9 (1878) 369-376.
[3] Pío XI, Aloc Nostis qua, 18 de diciembre de 1924: AAS 16 (1924) 494-495.
[4] 8 de mayo de 1928: AAS 20 (1928) 165-178.
[5] 15 de mayo de 1931: AAS 23 (1931) 177-228.
[6] 3 de mayo de 1932: AAS 24 (1932) 177-194.
[7] 29 de septiembre de 1932: AAS 24 (1932) 331-332.
[8] 3 de junio de 1933: AAS 25 (1937) 261-274.
[9] 12 de mayo de 1936: AAS 29 (1937) 130-144.
[10] Discurso a los españoles prófugos con motivo de la guerra civil, 14 de septiembre de 1936, sobre las lecciones de la guerra española: AAS 28 (1936) 374-381.
[11] AAS 29 (1937) 5-9.
[12] Enc. Casti connubii, 31 de diciembre de 1930: AAS 22 (1930) 567.
[13] Enc. Divini illius Magistri, 31 de diciembre de 1929: AAS 22 (1930), p. 49-86.
[14] Enc. Casti connubii, 31 de diciembre de 1930: AAS 22 (1930), p.539-592.
[15] Enc. Rerum novarum, 15 de mayo de 1891 (Acta Leonis XIII, vol. IV, p.177-209).
[16] Enc. Quadragesimo anno, 15 de mayo de 1931: AAS 23 (1931), p.177-288.
[17] Enc. Diuturnum illud, 20 de junio de 1881 (Acta Leonis XIII, vol. I, p.210-222)
[18] Enc. Immortale Dei, 1 de noviembre de 18856, (Acta Leonis XIII, vol. II, p.146-168)
[19] M. T. Cicerón, De officiis I, 42.
[20] AAS 28 (1936) 421-424.
[21] Enc. Quadragesimo anno, 15 de mayo de 1931: AAS 23 (1931) 2002.
[22] 20 de diciembre de 1935: AAS 28 (1936) 5-53.
[23] Enc. Caritate Christi, 3 de mayo de 1932: AAS 24 (1932) 184.
[24] Enc. Caritate Christi, 3 de mayo de 1932: AAS 24 (1932) 184.
DIVINIS REDEMPTORIS
DE SUA SANTIDADE
PAPA PIO XI
SOBRE O COMUNISMO ATEU
INTRODUÇÃO
1. A promessa dum Redentor divino ilumina a primeira página da história da humanidade; e assim a firmíssima esperança de melhores dias, assim como suavizou a dor causada pela perda do paraíso de delícias, assim foi acompanhando os homens através do seu caminho de amarguras e inquietações, até que enfim, quando chegou a plenitude do tempo, o nosso Salvador, vindo à terra, cumulou as ânsias dessa tão longa expectação da humanidade e inaugurou para todos os povos uma nova civilização cristã, que vence e quase imensamente supera a que algumas nações mais privilegiadas atingiram, à custa dos maiores esforços e trabalhos.
2. Depois da miserável queda de Adão, como conseqüência dessa mácula hereditária, começou a travar-se o duro combate da virtude contra os estímulos dos vícios; e jamais cessou aquele antigo e astuto tentador de enganar a sociedade com promessas falazes. É por isso que, pelos séculos afora, as perturbações se têm sucedido umas às outras até à revolução dos nossos dias, a qual ou já surge furiosa ou pavorosamente ameaçada atear-se em todo o universo e parece ultrapassar em violência e amplitude todas as perseguições que a Igreja tem padecido; a tal ponto que povos inteiros correm perigo de recair em barbárie, muito mais horrorosa do que aquela em que jazia a maior parte do mundo antes da vinda do divino Redentor.
3. Vós, sem dúvida, Veneráveis Irmãos, já percebestes de que perigo ameaçador falamos: é do comunismo, denominado bolchevista e ateu, que se propõe como fim peculiar revolucionar radicalmente a ordem social e subverter os próprios fundamentos da civilização cristã.
I - ATITUDE DA IGREJA PERANTE O COMUNISMO
CONDENAÇÕES ANTERIORES
4. Mas diante destas ameaçadoras tentativas, não podia calar-se nem de fato se calou a Igreja Católica. Não se calou esta Sé Apostólica, que muito bem conhece que tem por missão peculiar defender a verdade, a justiça e todos os bens imortais, que o comunismo despreza e impugna. Já desde os tempos em que certas classes de eruditos pretenderam libertar a civilização e cultura humanística dos laços da religião e da moral, os Nossos Predecessores julgaram que era seu dever chamar a atenção do mundo, em termos bem explícitos, para as conseqüências da descristianização da sociedade humana. E pelo que diz respeito aos erros dos comunistas, já em 1846, o Nosso Predecessor de feliz memória, Pio IX, os condenou solenemente, e confirmou depois essa condenação no Sílabo. São estas as palavras que emprega na Encíclica Qui pluribus: “Para aqui (tende) essa doutrina nefanda do chamado comunismo, sumamente contrária ao próprio direito natural, a qual, uma vez admitida, levaria à subversão radical dos direitos, das coisas, das propriedades de todos e da própria sociedade humana” (Encíclica Qui pluribus, 9 de novembro de 1846: Acta Pii IX, vol. I, pág. 13. Cf. Sílabo, IV: A.A.S., vol. III, pág. 170). Mais tarde, outro Predecessor Nosso de imortal memória, Leão XIII, na sua Encíclica Quod Apostolici muneris (28 de dezembro de 1878: Acta Leonis XIII, vol. I, pág. 40), assim descreveu distinta e expressamente esses mesmos erros: “Peste mortífera, que invade a medula da sociedade humana e a conduz a um perigo extremo”; e com a clarividência do seu espírito luminoso demonstrou que o movimento precipitado das multidões para a impiedade do ateísmo, numa época em que tanto se exaltavam os progressos da técnica, tivera origem nos desvarios duma filosofia que de há muito porfia por separar a ciência e a vida da fé da Igreja.
ATOS DO PRESENTE PONTIFICADO
5. Nós também no decurso do Nosso Pontificado, com insistente solicitude fomos várias vezes denunciando as correntes desta impiedade que víamos crescendo e rugindo cada vez mais ameaçadoras. Efetivamente, quando em 1924 voltava da Rússia a Nossa missão de socorro, numa alocução especial dirigida ao universo católico (18 de dezembro de 1924: A.A.S., vol. XVI (1924), págs. 494-495), condenamos os erros e processos dos comunistas. E pelas Encíclicas Miserentissimus Redemptor (8 de maio de 1928: A.A.S., vol. XX (1928), págs. 165-178), Quadragesimo anno (15 de maio de 1931: A.A.S., vol. XXIII (1931), págs. 177-228), Caritate Christi (3 de maio de 1932: A.A.S., vol. XXIV (1932), págs. 177-194), Acerba animi (29 de setembro de 1932: A.A.S., vol. XXIV (1932), págs. 321-332), Dilectissima Nobis (3 de junho de 1933: A.A.S., vol. XXV (1933), págs. 261-274), levantamos a voz em solenes protestos contra as perseguições desencadeadas contra o nome cristão, tanto na Rússia, como no México, como finalmente na Espanha. E estão ainda bem frescas na memória as alocuções por Nós pronunciadas, o ano passado, quer por ocasião da inauguração da Exposição mundial da Imprensa Católica, quer na audiência concedida aos refugiados espanhóis, quer também em Nossa Mensagem radiofônica pela festa do santo Natal. Até os mais encarniçados inimigos da Igreja, que desde Moscou, sua capital, dirigem esta luta contra a civilização cristã, até eles mesmos, com seus ataques ininterruptos, dão testemunho, não tanto por palavras como por atos, que o Sumo Pontificado, ainda em nossos tempos, não só não cessou de tutelar com toda a fidelidade o santuário da religião cristã, mas tem dado voz de alarme contra o enorme perigo comunista, com mais freqüência e maior força persuasiva que nenhum outro poder público deste mundo.
NECESSIDADE DE UM NOVO DOCUMENTO SOLENE
6. Não obstante, posto que temos renovado tão repetidamente estas paternais advertências, que vós, Veneráveis Irmãos, em tantas cartas pastorais, algumas delas coletivas, diligentemente comentastes e transmitistes aos fiéis, ainda assim este perigo, com o impulso de hábeis agitadores, mais e mais se vai agravando de dia para dia. É por isso que julgamos dever Nosso levantar de novo a voz; e fá-lo-emos por meio deste documento de maior solenidade, como é costume desta Sé Apostólica, mestra da verdade; e com tanto maior satisfação o faremos, quando é certo que assim correspondemos aos desejos de todo o universo católico. Confiamos até que o eco da nossa voz será acolhido de bom grado por todos aqueles que, de espírito liberto de preconceitos, desejem sinceramente o bem da humanidade. Esta nossa confiança vem em certo modo aumentá-la o fato de vermos estas Nossas admoestações confirmadas pelos péssimos frutos, que Nós prevíramos e anunciáramos haviam de brotar das idéias subversivas, e que de fato se vão pavorosamente multiplicando nas regiões já dominadas pelo comunismo, ou ameaçam invadir rapidamente os outros países do mundo.
7. Queremos, pois, mais uma vez expor, como em breve síntese, os sofismas teóricos e práticos do comunismo, como eles se manifestam principalmente nos princípios e métodos da ação do bolchevismo: a esses sofismas, todos falsidade e ilusão, contrapor a luminosa doutrina da Igreja; e de novo exortar a todos insistentemente a lançar mãos dos meios, com que é possível não somente livrar e salvaguardar deste horrendo flagelo a civilização cristã, a única em que pode subsistir uma sociedade verdadeiramente humana, mas ainda fazê-la avançar, a passo cada dia mais acelerado, para o genuíno progresso da humanidade.
II - DOUTRINA E FRUTOS DO COMUNISMO
DOUTRINA
Falso ideal
8. A doutrina comunista que em nossos dias se apregoa, de modo muito mais acentuado que outros sistemas semelhantes do passado, apresenta-se sob a máscara de redenção dos humildes. E um pseudo-ideal de justiça, de igualdade e de fraternidade universal no trabalho de tal modo impregna toda a sua doutrina e toda a sua atividade dum misticismo hipócrita, que as multidões seduzidas por promessas falazes e como que estimuladas por um contágio violentíssimo lhes comunica um ardor e entusiasmo irreprimível, o que é muito mais fácil em nossos dias, em que a pouco eqüitativa repartição dos bens deste mundo dá como conseqüência a miséria anormal de muitos. Proclamam com orgulho e exaltam até esse pseudo-ideal, como se dele se tivesse originado o progresso econômico, o qual, quando em alguma parte é real, tem explicação em causas muito diversas, como, por exemplo, a intensificação da produção industrial, introduzida em regiões que antes nada disso possuíam, a valorização de enormes riquezas naturais, exploradas com imensos lucros, sem o menor respeito dos direitos humanos, o emprego enfim da coação brutal que dura e cruelmente força os operários a pesadíssimos trabalhos com um salário de miséria.
Materialismo evolucionista de Marx
9. Ora, a doutrina que os comunistas em nossos dias espalham, proposta muitas vezes sob aparências capciosas e sedutoras, funda-se de fato nos princípios do materialismo chamado dialético e histórico, ensinado por Karl Marx, de que os teóricos do bolchevismo se gloriam de possuir a única interpretação genuína. Essa doutrina proclama que não há mais que uma só realidade universal, a matéria, formada por forças cegas e ocultas, que, através da sua evolução natural, se vai transformando em planta, em animal, em homem. Do mesmo modo, a sociedade humana, dizem, não é outra coisa mais do que uma aparência ou forma da matéria, que vai evolucionando, como fica dito, e por uma necessidade inelutável e um perpétuo conflito de forças, vai pendendo para a síntese final: uma sociedade sem classes. É, pois, evidente que neste sistema não há lugar sequer para a idéia de Deus; é evidente que entre espírito e matéria, entre alma e corpo não há diferença alguma; que a alma não sobrevive depois da morte, nem há outra vida depois desta. Além disso, os comunistas, insistindo no método dialético do seu materialismo, pretendem que o conflito, a que acima Nos referimos, o qual levará a natureza à síntese final, pode ser acelerado pelos homens. É por isso que se esforçam por tornarem mais agudos os antagonismos que surgem entre as várias classes, da sociedade, porfiando porque a luta de classes, tão cheia, infelizmente, de ódios e de ruínas, tome o aspecto de uma guerra santa em prol do progresso da humanidade; e até mesmo, porque todas as barreiras que se opõem a essas sistemáticas violências, sejam completamente destruídas, como inimigas do gênero humano.
A que se reduzem o homem e a família
10. Além disso, o comunismo despoja o homem da sua liberdade na qual consiste a norma da sua vida espiritual; e ao mesmo tempo priva a pessoa humana da sua dignidade, e de todo o freio na ordem moral, com que possa resistir aos assaltos do instinto cego. E, como a pessoa humana, segundo os devaneios comunistas, não é mais do que, para assim dizermos, uma roda de toda a engrenagem, segue-se que os direitos naturais, que dela procedem, são negados ao homem indivíduo, para serem atribuídos à coletividade. Quanto às relações entre os cidadãos, uma vez que sustentam o princípio da igualdade absoluta, rejeitam toda a hierarquia e autoridade, que proceda de Deus, até mesmo a dos pais; porquanto, como asseveram, tudo quanto existe de autoridade e subordinação, tudo isso, como de primeira e única fonte, deriva da sociedade. Nem aos indivíduos se concede direito algum de propriedade sobre bens naturais ou sobre meios de produção; porquanto, dando como dão origem a outros bens, a sua posse introduz necessariamente o domínio de um sobre os outros. E é precisamente por esse motivo que afirmam que qualquer direito de propriedade privada, por ser a fonte principal da escravidão econômica, tem que ser radicalmente destruído.
11. Além disto, como esta doutrina rejeita e repudia todo o caráter sagrado da vida humana, segue-se por natural conseqüência que para ela o matrimônio e a família é apenas uma instituição civil e artificial, fruto de um determinado sistema econômico: por conseguinte, assim como repudia os contratos matrimoniais formados por vínculos de natureza jurídico-moral, que não dependam da vontade dos indivíduos ou da coletividade, assim rejeita a sua indissolúvel perpetuidade. Em particular, para o comunismo não existe laço algum da mulher com a família e com o lar. De fato, proclamando o princípio da emancipação completa da mulher, de tal modo a retira da vida doméstica e do cuidado dos filhos que a atira para a agitação da vida pública e da produção coletiva, na mesma medida que o homem. Mais ainda: os cuidados do lar e dos filhos devolve-os à coletividade. Rouba-se enfim aos pais o direito que lhes compete de educar os filhos, o qual se considera como direito exclusivo da comunidade, e por conseguinte só em nome e por delegação dela se pode exercer.
Em que se converteria a sociedade
12. Que viria a ser, então, a sociedade humana, baseada em tais fundamentos materialistas? Viria a ser uma coletividade, sem outra hierarquia mais do que a derivada do sistema econômico. Teria por missão única a produção de riqueza por meio do trabalho coletivo, e único fim o gozo dos bens da terra num paraíso ameníssimo de delícias onde cada qual “produziria conforme as suas forças e receberia conforme as suas necessidades”. É também de notar que o comunismo reconhece igualmente à coletividade o direito, ou antes a arbitrariedade quase ilimitada, de sujeitar os indivíduos ao jugo do trabalho coletivo, sem a menor consideração do seu bem-estar pessoal; mais ainda, o direito de os forçar contra a sua vontade e até pela violência. E nesta sociedade comunista proclamam que tanto a moral como a ordem jurídica não brotam de outra fonte mais do que do sistema econômico do tempo o que, por conseguinte, de sua natureza são valores terrestres transitórios e mudáveis. Em suma, para resumirmos tudo em poucas palavras, pretendem introduzir uma nova ordem de coisas e inaugurar uma era nova de mais alta civilização, produto unicamente duma cega evolução da natureza: “uma humanidade que tenha expulsado a Deus da terra”.
13. E, quando as qualidades e disposições de espírito, que se requerem para realizar semelhante sociedade, tiverem sido alcançadas por todos em tal grau, que por fim tenha surgido aquele ideal utópico de sociedade, que eles sonham, sem distinção de classes então o Estado político, que ao presente unicamente se organiza como instrumento de domínio dos capitalistas sobre os proletários, perderá totalmente a razão de ser e, por necessidade natural, se dissolverá! Todavia, enquanto se não tiver chegado a essa idade de ouro, os comunistas empregam o governo e o poder público como o mais eficaz e universal instrumento, para atingirem o seu fim.
14. Aqui tendes, Veneráveis Irmãos, diante dos olhos do espírito, a doutrina que os comunistas bolchevistas e ateus pregam à humanidade como novo evangelho, e mensagem salvadora de redenção! Sistema cheio de erros e sofismas, igualmente oposto à revelação divina e à razão humana; sistema que, por destruir os fundamentos da sociedade, subverte a ordem social, que não reconhece a verdadeira origem, natureza e fim do Estado; que rejeita enfim e nega os direitos, a dignidade e a liberdade da pessoa humana.
DIFUSÃO
Promessas fascinadoras
15. Mas donde vem que tal sistema, que a ciência já há muito ultrapassou e a realidade dos fatos vai cada dia refutando, possa difundir-se tão rapidamente por todas as partes do mundo? Facilmente poderemos compreender esse fenômeno, se refletirmos que são muito poucas as pessoas que têm penetrado a fundo a verdadeira natureza e fim do comunismo; ao passo que são muitíssimos os que cedem facilmente à tentação, habilmente apresentada sob as promessas mais deslumbrantes. É que os propagandistas deste sistema afivelam esta máscara de verdade, a saber: que não querem outra coisa mais que melhorar a sorte das classes trabalhadoras; que pretendem não somente dar remédio oportuno aos abusos provocados pela economia liberal, mas também conseguir uma distribuição mais eqüitativa dos bens terrenos: objetivos estes que certamente ninguém nega se possam atingir por meios legítimos. Contudo os comunistas, por esses processos, explorando sobretudo a crise econômica, que em toda a parte se sente, conseguem atrair ao seu partido aqueles mesmos que, em virtude da doutrina que professam, abominam os princípios do materialismo e os monstruosos crimes que não raro se perpetram. E, como em qualquer erro há sempre qualquer centelha de verdade, como acima vimos que sucedia até mesmo nesta questão, este aspecto de verdade põem-no em relevo com requintada habilidade, com o fim de dissimularem e ocultarem, quanto convém, aquela odiosa e desumana brutalidade dos princípios e dos métodos de comunismo; e desse modo conseguem seduzir até espíritos nada vulgares, os quais muitas vezes a tal ponto se deixam entusiasmar que eles próprios se tornam uma espécie de apóstolos, que vão extraviar com esses erros sobretudo os jovens, facilmente expostos a se deixarem enredar por esses sofismas. Além disso, os arautos do comunismo não ignoram que podem tirar partido, tanto dos antagonismos de raça como das dissensões e lutas em que se entrechocam as diferentes facções políticas, como enfim daquela desorientação que lavra no campo da ciência, onde a própria idéia de Deus emudece, para se infiltrarem nas Universidades e corroborarem os princípios da sua doutrina com argumentos pseudocientíficos.
O liberalismo preparou o caminho ao comunismo
16. Mas, para mais facilmente se compreender como é que puderam conseguir que tantos operários tenham abraçado, sem o menor exame, os seus sofismas, será conveniente recordar que os mesmos operários, em virtude dos princípios do liberalismo econômico, tinham sido lamentavelmente reduzidos ao abandono da religião e da moral cristã. Muitas vezes o trabalho por turnos impediu até que eles observassem os mais graves deveres religiosos dos dias festivos; não houve o cuidado de construir igrejas nas proximidades das fábricas, nem de facilitar a missão do sacerdote; antes pelo contrário, em vez de se lhes pôr embargo, cada dia mais e mais se foram favorecendo as manobras do chamado laicismo. Aí estão, agora, os frutos amargosíssimos dos erros que os Nossos Predecessores e Nós mesmo mais de uma vez temos preanunciado. E assim, por que nos havemos de admirar, ao vermos que tantos povos, largamente descristianizados, vão sendo já pavorosamente inundados e quase submergidos pela vaga comunista?
Propaganda astuta e vastíssima
17. Além disso, a difusão tão rápida das idéias comunistas que se vão sorrateiramente infiltrando por países grandes ou pequenos, cultos ou menos civilizados, e até nas partes mais remotas do globo, tem sem dúvida por causa esse fanatismo de propaganda encarniçada, como talvez nunca se viu no mundo. E essa propaganda, emanada duma fonte única, adapta-se astutamente às condições particulares dos povos; dispõe de grandes meios financeiros, de inúmeras organizações, de congressos internacionais concorridíssimos, de forças compactas e bem disciplinadas; propaganda quer por jornais, revistas e folhas volantes, pelo cinema, pelo teatro, pela radiofonia, pelas escolas enfim e pelas Universidades, pouco a pouco vai invadindo todos os meios ainda os melhores, sem darem talvez pelo veneno, que cada vez mais vai infeccionando os espíritos e os corações.
Conspiração do silêncio na imprensa
18. Outro auxiliar poderoso, que contribui para a avançada do comunismo, é sem dúvida a conspiração do silêncio na maior parte da imprensa mundial, que não se conforma com os princípios católicos. Conspiração dizemos: porque aliás, não se explica facilmente como é que uma imprensa, tão ávida de esquadrinhar e publicar até os mínimos incidentes da vida cotidiana, sobre os horrores perpetrados na Rússia, no México e numa grande parte de Espanha pode guardar, há tanto tempo, absoluto silêncio; e da seita comunista, que domina em Moscou e tão largamente se estende pelo universo em poderosas organizações, fala tão pouco. Mas todos sabem que esse silêncio é em grande parte devido a exigências duma política, que não segue inteiramente os ditames da prudência civil; e é aconselhável e favorecido por diversas forças ocultas que já há muito porfiam por destruir a ordem social cristã.
DEPLORÁVEIS CONSEQÜÊNCIAS
Rússia e México
19. Entretanto, aí estão à vista os deploráveis frutos dessa propaganda fanática. Porque, onde quer que os comunistas conseguiram radicar-se e dominar, - e aqui pensamos com particular afeto paterno nos povos da Rússia e do México, - aí, como eles próprios abertamente o proclamam, por todos os meios se esforçaram por destruir radicalmente os fundamentos da religião e da civilização cristãs, e extinguir completamente a sua memória no coração dos homens, especialmente da juventude. Bispos e sacerdotes foram desterrados, condenados a trabalhos forçados, fuzilados, ou trucidados de modo desumano; simples leigos, tornados suspeitos por terem defendido a religião, foram vexados, tratados como inimigos, e arrastados aos tribunais e às prisões.
Horrores do comunismo em Espanha
20. Até em países, onde - como sucede na Nossa amadíssima Espanha - não conseguiu ainda a peste e o flagelo comunista produzir todas as calamidades dos seus erros, desencadeou contudo, infelizmente, uma violência furibunda e irrompeu em funestíssimos atentados. Não é esta ou aquela igreja destruída, este ou aquele convento arruinado; mas, onde quer que lhes foi possível, todos os templos, todos os claustros religiosos, e ainda quaisquer vestígios da religião cristã, posto que fossem monumentos insignes de arte e de ciência, tudo foi destruído até os fundamentos! E não se limitou o furor comunista a trucidar bispos e muitos milhares de sacerdotes, religiosos e religiosas, alvejando dum modo particular aqueles e aquelas que se ocupavam dos operários e dos pobres; mas fez um número muito maior de vítimas em leigos de todas as classes, que ainda agora vão sendo imolados em carnificinas coletivas, unicamente por professarem a fé cristã, ou ao menos por serem contrários ao ateísmo comunista. E esta horripilante mortandade é perpetrada com tal ódio e tais requintes de crueldade e selvajaria, que não se julgariam possíveis em nosso século.
Ninguém de são critério, quer seja simples particular, quer homem de Estado, cônscio da sua responsabilidade, ninguém absolutamente, repetimos, pode deixar de estremecer de sumo horror, se refletir que tudo quanto hoje está sucedendo na Espanha, pode amanhã repetir-se também em outras nações civilizadas.
Frutos naturais do sistema
21. Nem se pode asseverar que semelhantes atrocidades são conseqüências fatais de todas as grandes revoluções, como excessos esporádicos de exasperação, comuns a qualquer guerra: não, são frutos naturais do sistema, cuja estrutura não obedece a freio algum interno. Um freio é necessário ao homem, tanto individualmente como socialmente considerado; e é por isso que até os povos bárbaros reconheceram o vínculo da lei natural, esculpida por Deus na alma de cada homem. E, quando a observância dessa lei foi tida por todos como um dever sagrado, viram-se nações antigas atingir um tal esplendor de grandeza, que espanta, ainda mais até do que é razão, aqueles que só superficialmente compunham os documentos da história humana. Mas quando se arranca das mentes dos cidadãos a própria idéia de Deus, necessariamente os veremos precipitar-se na crueldade mais selvagem, e na ferocidade dos costumes. Luta contra tudo o que é divino
Luta contra tudo o que se chama Deus
22. É este o espetáculo que atualmente com suma dor contemplamos: pela primeira vez na história estamos assistindo a uma insurreição, cuidadosamente preparada e calculadamente dirigida contra “tudo o que se chama Deus” (cfr. 2 Tess 1, 4). Efetivamente, o comunismo por sua natureza opõe-se a qualquer religião, e a razão por que a considera como o “ópio do povo”, é porque os seus dogmas e preceitos, pregando a vida eterna depois desta vida mortal, apartam os homens da realização daquele futuro paraíso, que são obrigados a conseguir na terra.
O terrorismo
23. Mas não é impunemente que se despreza a lei natural e o seu autor, Deus; a conseqüência é que os esforços dos comunistas, assim como nem sequer no campo econômico puderam até hoje realizar o seu desígnio, assim também no futuro jamais o poderão conseguir. Não negamos que esses esforços na Rússia contribuíram não pouco para sacudir os homens e as suas instituições, daquela longa e secular inércia em que jaziam, e que puderam, empregando todos os meios e processos; ainda mesmo ilegitimamente, fazer alguma coisa para promover o progresso material; mas sabemos por testemunhos absolutamente insuspeitos, e alguns bem recentes ainda, que de fato nem sequer neste ponto se conseguiu o que tanto se prometera. E não se esqueça, que aquela ditadura, toda terrorismo e crueldade, impôs a inumeráveis cidadãos o jugo da escravidão. Porque é de notar que também no terreno econômico é imprescindível alguma norma de probidade a que se conforme, por dever de consciência, quem exerce algum cargo; ora isso é indiscutível que o não podem dar os princípios comunistas, nascidos dos sofismas do materialismo. Por conseguinte, nada mais resta do que aquele pavoroso terrorismo que se está vendo na Rússia, onde os antigos camaradas de conspiração e de luta se vão dando a morte uns aos outros; mas esse terrorismo criminoso, longe de conseguir pôr um dique à corrupção dos costumes, nem sequer pode evitar a dissolução da estrutura social. Um pensamento paternal para os povos oprimidos da Rússia
UM PENSAMENTO PATERNAL AOS POVOS OPRIMIDOS, NA RÚSSIA
24. Com isto, porém, não é nossa intenção condenar em massa os povos da União Soviética, aos quais, pelo contrário, consagramos o mais vivo afeto paterno. É que, de fato, sabemos que muitos deles gemem sob o jugo da mais iníqua escravidão, que lhes foi imposta por homens, pela maior parte estranhos aos verdadeiros interesses daquele povo; e que muitos outros foram enganados por promessas e esperanças falazes. O que Nós condenamos é o sistema e seus autores e fautores que consideraram aquela nação como o terreno mais apto para lançarem a semente do seu sistema, há muito tempo preparada, e de lá a disseminarem por todas as regiões do globo.
III - LUMINOSA DOUTRINA DA IGREJA, OPOSTA AO COMUNISMO
25. Depois de termos focado os erros e os processos sedutores e violentos do comunismo bolchevista e ateu, é já tempo, Veneráveis Irmãos, de opor-lhe sumariamente a verdadeira noção da “Cidade humana”, que é tal como perfeitamente sabeis, qual no-la ensinam a razão humana e a revelação Divina, por intermédio da Igreja, Mestra dos povos.
SUPREMA REALIDADE: DEUS!
26. E antes de mais nada importa observar que acima de todas as demais realidades, está o sumo, único e supremo Espírito, Deus, Criador onipotente de todo o universo, Juiz sapientíssimo e justíssimo de todos os homens. Este Ser supremo, que é Deus, é a refutação e condenação mais absoluta das impudentes e mentirosas falsidades do comunismo. E na verdade, não é porque os homens crêem em Deus, que Deus existe; mas porque Deus existe realmente, por isso crêem nele e lhe dirigem as suas súplicas todos quantos não cerram pertinazmente os olhos do espírito à luz da verdade.
QUE SÃO O HOMEM E A FAMÍLIA, SEGUNDO A RAZÃO E A FÉ
27. Quanto ao homem, o que a fé católica e a nossa razão ensinam, já Nós, ao explanarmos os pontos fundamentais desta doutrina, o propusemos na Encíclica sobre a educação cristã da juventude (Encíclica Divini illius Magistri, 31 de dezembro de 1929: A.A.S., vol. XXII (1930), págs. 49-86). O homem tem uma alma espiritual e imortal; e, assim como é uma pessoa, dotada pelo supremo Criador de admiráveis dons de corpo e de espírito assim se pode chamar, como diziam os antigos, um verdadeiro “microcosmo”, isto é, um pequeno mundo, por isso que de muito longe transcende e supera a imensidade dos seres do mundo inanimado. Não somente nesta vida mortal, mas também na que há de permanecer eternamente, o seu fim supremo é unicamente Deus; e, tendo sido elevado pela graça santificante à dignidade de filho de Deus, é incorporado no Reino de Deus, no corpo místico de Jesus Cristo. Conseqüentemente, dotou-o Deus de múltiplas e variadas prerrogativas, tais como: direito à vida, à integridade do corpo, aos meios necessários à existência; direito de tender ao seu último fim, pelo caminho traçado por Deus; direito enfim de associação, de propriedade particular, e de usar dessa propriedade.
28. Além disso, assim como o matrimônio e o direito ao seu uso natural são de origem divina, assim também a constituição e as prerrogativas fundamentais da família derivam, não do arbítrio humano, nem de fatores econômicos, senão do próprio Criador supremo de todas as coisas. Este assunto tratamo-lo já com suficiente desenvolvimento na Encíclica sobre a santidade do matrimônio (Encíclica Casti Connubii, 31 de dezembro de 1930: A.A.S., vol. XXII (1930), págs. 539-582), e na Encíclica acima citada sobre a educação.
QUE É A SOCIEDADE
Mútuos direitos e deveres entre o homem e a sociedade
29. Mas Deus destinou igualmente o homem para a sociedade civil, que a sua mesma natureza reclama. É que, no plano do Criador, a sociedade é um meio natural, de que todo o cidadão pode e deve servir-se para a consecução do fim que lhe é proposto, pois a sociedade civil existe para o homem e não o homem para a sociedade. Isto, porém, não se deve entender no sentido do liberalismo individualista, que subordina a sociedade à utilidade egoísta do indivíduo, mas sim no sentido que, mediante a união orgânica com a sociedade, todos possam, pela mútua colaboração, alcançar a verdadeira felicidade terrestre; e que, por meio da sociedade, floresçam e prosperem todas as aptidões individuais e sociais, dadas ao homem pela natureza, aptidões que transcendem o imediato interesse do momento, e refletem na sociedade a perfeição divina: o que no homem isolado de modo nenhum se pode verificar. Mas até este último objetivo da sociedade é, em última análise, ordenado ao homem, para que reconheça este reflexo da perfeição divina, e o desenvolva assim em louvor e adoração ao Criador. É que só o homem, e não qualquer sociedade humana por si, é dotado de razão e de vontade moralmente livre.
30. Portanto, assim como o homem não pode furtar-se aos deveres que por vontade de Deus o ligam à sociedade civil, e é por isso que os representantes da autoridade têm direito de o forçar ao cumprimento do próprio dever, caso ele se recusasse ilegitimamente; assim também não pode a sociedade privar o cidadão dos direitos pessoais que o Criador lhe concedeu (os mais importantes apontamo-los acima sumariamente) nem tornar-lhe impossível o seu uso. É, pois, conforme à razão e às suas exigências naturais, que todas as coisas terrenas sejam para serviço e utilidade do homem, e assim, por meio dele, voltem ao Criador. Aqui se aplica perfeitamente o que o Apóstolo das Gentes escreve aos coríntios sobre a economia da salvação cristã: “Tudo... é vosso, mas vós sois de Cristo, e Cristo é de Deus” (1 Cor 3, 23). E assim, enquanto a doutrina comunista de tal maneira diminui a pessoa humana, que inverte os termos das relações entre o homem e a sociedade, a razão, pelo contrário, e a revelação divina elevam-na a tão sublimes alturas.
A ordem econômico-social
31. Sobre a ordem econômico-social e sobre a questão operária já o Nosso Predecessor, de feliz memória, Leão XIII, na EncíclicaRerum Novarum (15 de maio de 1891: Acta Leonis XIII, vol. XI, págs. 97-144) deu normas eficazes: normas que Nós adotamos às condições e exigências dos tempos presentes pela nossa Encíclica sobre a restauração cristã da ordem social (Encíclica Quadragesimo anno, 15 de maio de 1931: A.A.S., vol. XXIII (1931), págs. 177-228). Nessa Encíclica, insistindo de novo com toda a força na secular doutrina da Igreja acerca da natureza peculiar da propriedade privada no seu aspecto individual e social, assinalamos com toda a clareza e precisão os direitos e a dignidade do trabalho humano, as relações do mútuo apoio e auxílio que devem existir entre o capital e o trabalho, e o salário, indispensável ao operário e a sua família, que por justiça lhe é devido.
32. Nessa mesma Encíclica mostramos também que a sociedade humana só então, poderá ser salva da funestíssima ruína, a que é arrastada pelos princípios do liberalismo, alheios a toda a moralidade, quando os preceitos da justiça social e da caridade cristã impregnarem e penetrarem a ordem econômica e a organização civil; o que indubitavelmente não podem conseguir nem a luta de classes, nem os atentados do terror, nem o abuso ilimitado e tirânico do poder do Estado. Advertimos outrossim, que a verdadeira prosperidade do povo se deve procurar segundo os princípios dum são corporativismo, que reconheça e respeite os vários graus da hierarquia social; e que é igualmente necessário que todas as corporações operárias se organizem em harmônica unidade para poderem tender ao bem comum da sociedade; e que, por conseguinte, a função genuína e peculiar do poder público consiste em promover, quanto lhe seja possível, esta harmonia e coordenação de todas as forças sociais.
Hierarquia social e prerrogativas do Estado
33. Para assegurar esta tranqüila harmonia pela colaboração orgânica de todos, a doutrina católica confere aos governantes tanta dignidade e autoridade, quanta é necessária para que eles com vigilante e previdente solicitude salvaguardem os direitos divinos e humanos, que as Sagradas Escrituras e os Padres da Igreja tanto inculcam. E neste passo é necessário observar que erram vergonhosamente os que sem consideração atribuem a todos os homens direitos iguais na sociedade civil e asseveram que não existe legítima hierarquia. Sobre este ponto baste-Nos recordar as Encíclicas do Nosso Predecessor Leão XIII, acima mencionadas, especialmente a que trata do poder do Estado (Encíclica Diuturnum illud, 29 de junho de 1881: Acta Leonis XIII, vol. II, págs. 269-287) e a outra que versa sobre a constituição cristã do Estado (Encíclica Immortale Dei, 1 de novembro de 1885: Acta Leonis XIII, vol. V, págs. 118-150). Nelas encontram os católicos luminosamente expostos os princípios da razão e da fé, que os tornarão aptos para as premunirem contra os erros e perigos da concepção comunista acerca do Estado. A espoliação dos direitos e a escravização do homem, a negação da origem primária e transcendente do Estado e do poder do Estado, o abuso horrível do poder público ao serviço do terrorismo coletivista, são precisamente o contrário do que é conforme à ética natural e à vontade do Criador. Tanto o homem como a sociedade civil têm origem no Criador, e foram por Ele mutuamente ordenados um para a outra; por isso nenhum dos dois pode furtar-se a cumprir os deveres correlativos, nem recusar ou reduzir os direitos. O próprio Criador regulou esta mútua relação nas suas linhas fundamentais, e é injusta a usurpação, que o comunismo se arroga, de impor, em lugar da lei divina baseada nos imutáveis princípios da verdade e da caridade, um programa político de partido, que promana do capricho humano e ressuma ódio.
BELEZA DESTA DOUTRINA DA IGREJA
34. A Igreja ao ensinar esta luminosa doutrina, não tem outro fim mais que realizar o venturoso anúncio cantado pelos Anjos sobre a gruta de Belém, no nascimento Redentor: “Glória a Deus e... paz aos homens” (Lc 2, 14): paz verdadeira e verdadeira felicidade, até mesmo na terra, quanto é possível, encaminhada a preparar a felicidade eterna, mas paz reservada aos homens de boa vontade. Esta doutrina é igualmente distante de todos os extremos do erro como de todas as exagerações dos partidos ou sistemas que a eles aderem, conserva sempre o equilíbrio da verdade e da justiça; reivindica-o na teoria, aplica-o e promove-o na prática, conciliando os direitos e os deveres de um com os dos outros, como a autoridade com a liberdade, a dignidade do indivíduo com a do Estado, a personalidade humana no súdito com a representação divina no superior, e, por conseguinte, a sujeição devida e o amor ordenado de si mesmo, da família e da pátria, com o amor das outras famílias e dos outros povos, fundado no amor de Deus, pai de todos, primeiro princípio e último fim. Nem separa a justa preocupação dos bens temporais a palavra de seu divino Fundador: “Buscai primeiro o reino de Deus e a sua justiça, e tudo o mais vos será dado por acréscimo” (Mt 6, 33), está longe de se desinteressar das coisas humanas, de prejudicar os progressos da sociedade e de impedir os adiantamentos materiais, que pelo contrário sustenta e promove da maneira mais razoável e eficaz. E assim, até mesmo no campo econômico-social, a Igreja, muito embora não tenha jamais apresentado como seu um determinado sistema técnico, por não ser essa a sua missão, fixou contudo claramente princípios e diretivas que, prestando-se a diversas aplicações concretas segundo as várias condições dos tempos, dos lugares e dos povos, assinalam o caminho seguro para obter o feliz progresso da sociedade.
35. A sabedoria e suma utilidade desta doutrina é admitida por quantos verdadeiramente a conhecem. Com justificada razão puderam afirmar eminentes Estadistas que, depois de terem estudado os diversos sistemas sociais, nada haviam encontrado mais sábio que os princípios expostos nas Encíclicas Rerum Novarum e Quadragesimo anno. Até em países não católicos, e nem sequer cristãos, se reconhece quão vantajosas são para a sociedade humana as doutrinas sociais da Igreja; e assim, há apenas um mês, um eminente homem político, não cristão, do Extremo Oriente, não duvidou proclamar que a Igreja com a sua doutrina de paz e fraternidade cristã traz uma altíssima contribuição para o estabelecimento e conservação da paz construtiva entre as nações. Mas ainda: até os próprios comunistas, como sabemos por autênticas relações que afluem de toda a parte a este Centro de Cristandade, se não estão ainda de todo corrompidos, quando se lhes expõe a doutrina social da Igreja, reconhecem a sua superioridade sobre as doutrinas dos seus caudilhos e mestres. Somente os obcecados pela paixão e pelo ódio fecham os olhos à luz da verdade e a combatem obstinadamente.
SERÁ VERDADE QUE A IGREJA NÃO PROCEDEU SEGUNDO A SUA DOUTRINA?
36. Mas os inimigos da Igreja, constrangidos embora a reconhecer a sabedoria da sua doutrina, assacam-lhe o não ter sabido conformar os seus atos com aqueles princípios, e afirmam por isso a necessidade de provocar outros caminhos. Quão falsa e injusta seja esta acusação, demonstra-o toda a história do cristianismo. Para não Nos referirmos senão a um ou outro ponto característico, foi o cristianismo o primeiro a propagar, por uma forma e com uma amplitude e convicção desconhecidas nos séculos precedentes, a verdadeira e universal fraternidade de todos os homens de qualquer condição ou raça, contribuindo assim poderosamente para a abolição da escravatura, não com revoltas sangrentas, senão pela força interna da sua doutrina, que à orgulhosa patrícia romana fazia ver na sua escrava uma irmã em Cristo. Foi o cristianismo, que adora o Filho de Deus feito homem por amor dos homens e convertido em “Filho do carpinteiro”, mais ainda, “carpinteiro” ele próprio (cfr. Mt 13, 55; Mc 6, 3), foi o cristianismo que sublimou à sua verdadeira dignidade o trabalho manual: aquele trabalho manual, antes tão desprezado que até o discreto Marco Túlio Cícero, resumindo a opinião geral do seu tempo, não receou escrever estas palavras, de que hoje se envergonharia qualquer sociólogo: “Todos os operários se ocupam em misteres desprezíveis, pois a oficina nada pode ter de nobre” (M.T. Cícero, De officiis, L. I, c. 42).
37. Fiel a estes princípios, a Igreja regenerou a sociedade humana; sob a sua influência surgiram admiráveis obras de caridade, poderosas corporações de artistas e trabalhadores de todas as categorias. O liberalismo do século passado zombou delas, é certo, como de velharias da Idade Média; elas, porém, impõem-se hoje à admiração dos nossos contemporâneos que em muitos países procuram fazer reviver de algum modo a sua idéia fundamental. E quando outras correntes entravavam a obra e punham obstáculos ao influxo salutar da Igreja, esta até nossos dias não cessou nunca de admoestar os extraviados. Basta recordar com que firmeza, energia e constância o Nosso Predecessor Leão XIII reivindicou para o operário o direito de associação, que o liberalismo dominante nos Estados mais poderosos se obstinava em negar-lhe. E esta influência da doutrina da Igreja ainda atualmente é maior do que parece, porque é grande e certo, posto que invisível e difícil de medir, o predomínio das idéias sobre os fatos.
38. Pode bem dizer-se com toda a verdade que a Igreja à semelhança de Cristo, passa através dos séculos, fazendo bem a todos. Não haveria nem socialismo nem comunismo, se os que governam os povos não tivessem desprezado os ensinamentos e as maternais advertências da Igreja; eles, porém, quiseram, sobre as bases do liberalismo e do laicismo, levantar outros edifícios sociais que à primeira vista pareciam poderosas e magníficas construções, mas bem depressa se viu que careciam de sólidos fundamentos, e se vão miseravelmente desmoronando, um após outro, como tem que desmoronar-se tudo quanto não se apoia sobre a única pedra angular, que é Jesus Cristo.
IV - REMÉDIOS E MEIOS
NECESSIDADE DE RECORRER A MEIOS DE DEFESA
39. Tal é, Veneráveis Irmãos, a doutrina da Igreja, a única que, como em qualquer outro campo, assim também no campo social, pode projetar verdadeira luz, a única doutrina de salvação em face da ideologia comunista. Mas é necessário que esta doutrina se realize cada vez mais na prática da vida, conforme o aviso do Apóstolo São Tiago: “Sede... cumpridores da palavra e não simples ouvintes, enganando-vos a vós mesmos” (Tg 1, 22), porquanto, o que na hora atual há de mais urgente é aplicar com energia os remédios oportunos, para opor-se eficazmente à revolução ameaçadora que se vai preparando. Alimentamos a firme confiança de que ao menos a paixão com que dia e noite trabalham os filhos das trevas na sua propaganda materialista e atéia, logre estimular santamente os filhos da luz a um zelo igual, se não maior, da honra da Majestade divina. 40. Que é, pois, necessário fazer, que remédios empregar, para defender a Cristo e a civilização cristã contra aquele pernicioso inimigo? Como um pai no seio da família, Nós quiséramos conversar, quase na intimidade, sobre os deveres que a grande luta de nossos dias impõe a todos os filhos da Igreja, dirigindo também a Nossa paternal advertência aos filhos que dela se afastaram.
RENOVAÇÃO DA VIDA CRISTÃ
Remédio Fundamental
41. Como em todos os períodos mais tormentosos da história da Igreja, assim hoje também o remédio fundamental é uma sincera renovação da vida privada e pública, segundo os princípios do Evangelho em todos aqueles que se gloriam de pertencer ao Rebanho de Cristo, a fim de serem verdadeiramente o sal da terra, que preserve a sociedade humana de tal corrupção.
42. Com sentimentos de profunda gratidão para com o Pai das luzes, de quem desce “toda a dádiva excelente e todo o dom perfeito” (Tg 1, 17), vemos por toda a parte sinais consoladores dessa renovação espiritual, não só em tantas almas singularmente escolhidas, que nestes últimos anos se têm elevado ao cume da mais sublime santidade, e em tantas outras, cada vez mais numerosa, que generosamente caminham para a mesma luminosa meta, mas também no reflorescimento de uma piedade sentida e vivida, em todas as classes da sociedade, até nas mais cultas, como pusemos em relevo no Nosso recente Motu proprio In multis solaciis, de 28 do passado outubro, por ocasião da reorganização da Pontifícia Academia das Ciências (A.A.S., vol. XXVIII (1936), págs. 421-424).
43. Não podemos, contudo, negar que muito resta ainda por fazer neste caminho da renovação espiritual. Até mesmo em países católicos, demasiados são os que são católicos quase só de nome; demasiados, aqueles que, seguindo embora mais ou menos fielmente as práticas mais essenciais da religião que se ufanam de professar, não se preocupam de melhor a conhecer, nem de adquirir convicções, mais íntimas e profundas, e menos ainda de fazer que ao verniz exterior corresponda o interno esplendor de uma consciência reta e pura, que sente e cumpre todos os seus deveres sob o olhar de Deus. Sabemos quanto o Divino Salvador aborrece esta vã e falaz exterioridade, Ele que queria que todos adorassem o Pai “em espírito e verdade” (Jo 4, 23). Quem não vive verdadeira e sinceramente segundo a fé que professa, não poderá hoje, que tão violento sopra o vento da luta e da perseguição, resistir por muito tempo, mas será miseravelmente submergido por este novo dilúvio que ameaça o mundo; e assim, enquanto se prepara por si mesmo a própria ruína, exporá também ao ludibrio o nome cristão.
Desapego dos bens terrenos
44. E neste passo queremos, Veneráveis Irmãos, insistir mais particularmente sobre dois ensinamentos do Senhor, que têm especial conexão com as atuais condições do gênero humano: o desapego dos bens terrenos e o preceito da caridade. “Bem-aventurados os pobres de espírito” foram as primeiras palavras que saíram dos lábios do Divino Mestre no sermão da Montanha (Mt 5, 3). E esta lição é mais que nunca necessária, nestes tempos de materialismo sedento de bens e prazeres da terra. Todos os cristãos, ricos ou pobres, devem ter sempre fixo o olhar no céu, recordando que “não temos aqui cidade permanente, mas vamos buscando a futura” (Hbr 13, 14). Os ricos não devem pôr nas coisas da terra a sua felicidade, nem dirigir à conquista desses bens os seus melhores esforços; mas, considerando-se apenas como administradores que sabem terão de dar contas ao supremo Senhor, sirvam-se deles como de meios preciosos que Deus lhes concede para fazerem bem; e não deixem de distribuir aos pobres o supérfluo, segundo o preceito evangélico (cfr. Lc 11, 41). Doutra forma verificar-se-á neles e em suas riquezas a severa sentença de São Tiago Apóstolo: “Eia, pois, ó ricos, chorai, soltai gritos por causa das misérias que virão sobre vós. As vossas riquezas apodreceram, e os vossos vestidos foram comidos pela traça. O vosso ouro e a vossa prata enferrujaram-se e a sua ferrugem dará testemunho contra vós, e devorará as vossas carnes como um fogo. Juntastes para vós um tesouro de ira para os últimos dias...” (Tg 5, 1-3).
45. Mas os pobres, por sua vez, esforçando-se muito embora, segundo as leis da caridade e da justiça, por se proverem do necessário e até mesmo por melhorarem de condição, devem também permanecer sempre “pobres de espírito” (Mt 5, 3), estimando mais os bens espirituais que os bens e gozos terrenos. Recordem-se, além disso, que jamais se logrará fazer desaparecer do mundo as misérias, as dores, as tribulações, a que estão sujeitos ainda aqueles que exteriormente parecem mais felizes. E assim, a todos é necessária a paciência, aquela paciência cristã que eleva o coração às divinas promessas de uma felicidade eterna. “Sede, pois, pacientes, irmãos”, vos diremos ainda com São Tiago, “até à vinda do Senhor. Vede como o lavrador espera o precioso fruto da terra, tendo paciência, até que receba o (fruto) temporão e o serôdio. Sede, pois, pacientes também vós, e fortalecei os vossos corações; porque a vinda do Senhor está próxima” (Tg 5, 7-8). Só assim se cumprirá a consoladora promessa do Senhor: “Bem-aventurados os pobres”. E não é esta uma consolação e promessa vã, como são as promessas dos comunistas; mas são palavras de vida, que encerram uma realidade suprema, palavras que se verificam plenamente aqui na terra e depois na eternidade. E na verdade, quantos pobres, nestas palavras e na esperança do reino dos céus, proclamando já propriedade sua: “porque vosso é o reino de Deus” (Lc 6, 20), encontram uma felicidade, que tantos ricos não logram em suas riquezas, sempre inquietos e sempre torturados como andam pela sede de possuir ainda mais.
Caridade cristã
46. Muito mais importante ainda, como remédio do mal de que tratamos, ou pelo menos mais diretamente ordenado a curá-lo, é o preceito da caridade. Queremos referir-Nos àquela caridade cristã “paciente e benigna” (1 Cor 13, 4), que evita todos os ares de proteção humilhante e qualquer aparência de ostentação; aquela caridade, que desde os inícios do cristianismo ganhou para Cristo os mais pobres dentre os pobres, os escravos; e testemunhamos o Nosso reconhecimento a todos quantos nas obras de beneficência, desde as conferências de São Vicente de Paulo até às grandes organizações recentes de assistência social, têm exercido e exercem as obras de misericórdia corporal e espiritual. Quanto mais experimentarem em si mesmos os operários e os pobres o que o espírito de amor, animado pela virtude de Cristo, faz por eles, tanto mais se despojarão do preconceito de que o cristianismo perdeu a sua eficácia e a Igreja está da parte daqueles que exploram o seu trabalho.
47. Mas, quando vemos dum lado uma multidão de indigentes que, por várias causas alheias à sua vontade, estão verdadeiramente oprimidos pela miséria, e do outro lado, junto deles, tantos que se divertem inconsideradamente e esbanjam enormes somas em futilidades, não podemos deixar de reconhecer com dor que não é bem observada a justiça, mas que nem sempre se aprofundou suficientemente o preceito da caridade cristã nem se vive conforme a ele na prática cotidiana. Desejamos, portanto, Veneráveis Irmãos, que seja mais e mais explicado por palavra e por escrito este divino preceito, precioso distintivo deixado por Cristo a seus verdadeiros discípulos, este preceito, que nos ensina a ver nos que sofrem a Jesus em pessoa e nos impõe o dever de amar os nossos irmãos, como o divino Salvador nos amou a nós, isto é, até ao sacrifício de nós mesmos e, se necessário for, até da própria vida. Meditem, pois, todos e muitas vezes aquelas palavras consoladoras, por um lado, mas temerosas por outro, da sentença final que pronunciará o Juiz supremo no último dia: “Vinde benditos de meu Pai...; porque tive fome, e me destes de comer, tive sede e me destes de beber... Em verdade vos digo que todas as vezes que o fizestes a um destes meus irmãos mais pequeninos, foi a mim que o fizestes” (Mt 25, 34-40). E pelo contrário: “Apartai-vos de mim, malditos, para o fogo eterno... porque tive fome, e não me destes de comer; tive sede, e não me destes de beber... Na verdade vos digo: todas as vezes que o não fizestes a um destes mais pequeninos, foi a mim que o não fizestes” (Mt 25, 41-45).
48. Para assegurar, pois, a vida eterna, e poder eficaz mente socorrer os necessitados, é necessário voltar a uma vida mais modesta; renunciar aos prazeres, muitas vezes até pecaminosos, que o mundo hoje em dia oferece em tanta abundância; esquecer-se a si mesmo por amor do próximo. Virtude divina de regeneração se encontra neste “mandamento novo” (como lhe chamava Jesus) da caridade cristã (Jo 13, 34), cuja fiel observância infundirá nos corações uma paz interna desconhecida do mundo, e remediará eficazmente os males que afligem a humanidade.
Deveres de estrita justiça
49. Mas a caridade jamais será verdadeira caridade, se não tiver sempre em conta a justiça. O Apóstolo ensina que “quem ama o próximo cumpre a lei”; e dá a razão: “por quanto não cometerás adultério, não matarás, não furtarás... e qualquer outro preceito se resume nesta fórmula: Amarás o teu próximo como a ti mesmo” (Rom 13, 8-9). Se, pois, segundo o Apóstolo, todos os deveres se reduzem ao único preceito da verdadeira caridade, ainda aqueles que são de estrita justiça, como não matar, não roubar; uma caridade que prive o operário do salário a que tem estrito direito, não é caridade mas um nome vão e uma vã aparência de caridade. Nem o operário precisa de receber como esmola o que lhe pertence por justiça; nem pode ninguém pretender eximir-se dos grandes deveres impostos pela justiça com pequeninas dádivas de misericórdia. A caridade e a justiça impõem deveres, muitas vezes acerca do mesmo objeto, mas sob aspectos diversos; e os operários, a estes deveres que lhes dizem respeito, são juntamente muito sensíveis, em razão da sua própria dignidade.
50. É por isso que de modo especial Nos dirigimos a vós, patrões e industriais cristãos, cuja missão é muitas vezes tão difícil, por carregardes com a herança dos erros de um regime econômico iníquo que exerceu a sua ruinosa influência durante muitas gerações. Lembrai-vos da vossa responsabilidade. Triste é dizê-lo, mas é muito verdade que o modo de proceder de certos meios católicos contribui para abalar a confiança dos trabalhadores na religião de Jesus Cristo. Não queriam eles compreender que a caridade cristã exige o reconhecimento de certos direitos devidos ao operário, e que Igreja explicitamente lhe reconheceu. Como julgar do proceder de patrões católicos, que em algumas partes conseguiram impedir a leitura da Nossa Encíclica Quadragesimo anno em suas igrejas patronais? ou daqueles industriais católicos que até hoje se têm mostrado adversários dum movimento que o direito de propriedade, reconhecido pela Igreja, tenha sido por vezes empregado para defraudar o operário do seu justo salário e dos seus direitos sociais?
Justiça Social
51. Efetivamente, além da justiça comutativa, há a justiça social que impõe, também, deveres a que nem patrões nem operários se podem furtar. E é precisamente próprio da justiça social exigir dos indivíduos quanto é necessário ao bem comum. Mas, assim como no organismo vivo não se provê ao todo, se não se dá a cada parte e a cada membro tudo quanto necessitam para exercerem as suas funções; assim também se não pode prover ao organismo social e ao bem de toda a sociedade, se não se dá a cada parte e a cada membro, isto é, aos homens dotados da dignidade de pessoa, tudo quanto necessitam para desempenharem as suas funções sociais. O cumprimento dos deveres da justiça social terá como fruto uma intensa atividade de toda a vida econômica, desenvolvida na tranqüilidade e na ordem, e se mostrará assim a saúde do corpo social, do mesmo modo que a saúde do corpo humano se reconhece pela atividade inalterada, e ao mesmo tempo plena e frutuosa, de todo o organismo.
52. Não se pode, porém, dizer que se satisfez à justiça social, se os operários não têm assegurada a sua própria sustentação e a de suas famílias com um salário proporcionado a este fim; se não se lhes facilita o ensejo de adquirir uma modesta fortuna, prevenindo assim a praga do pauperismo universal; se não se tomam providências a seu favor, com seguros públicos e privados, para o tempo da velhice, da doença ou do desemprego. Numa palavra, para repetirmos o que dissemos na Nossa Encíclica Quadragesimo anno: “A economia social estará solidamente constituída e obterá seus fins, só quando a todos e a cada um forem subministrados todos os bens que se podem conseguir com as forças e subsídios naturais, com a técnica, com a organização social do fator econômico. Esses bens devem ser em tanta quantidade, quanta é necessária, assim para satisfazer às necessidades e honestas comodidades, como para elevar os homens àquela condição de vida mais feliz, que, obtida e gozada de modo regrado e prudente, não só não é de obstáculo à virtude, mas até a favorece poderosamente” (Encíclica Quadragesimo anno, 15 de maio de 1931: A.A.S., vol. XXIII (1931), pág. 202).
53. Se, pois, como sucede cada vez mais freqüentemente no salariado, a justiça não pode ser observada pelos particulares, a não ser que todos concordem em praticá-la conjuntamente, mediante instituições que unam entre si os patrões, para evitar entre eles uma concorrência incompatível com a justiça devida aos trabalhadores, o dever dos empresários e patrões é sustentar e promover essas instituições necessárias, que se tornam o meio normal para se poderem cumprir os deveres de justiça. Mas lembrem-se também os trabalhadores dos seus deveres de caridade e justiça para com os patrões e estejam persuadidos que assim salvaguardarão melhor até os próprios interesses. 54. Assim, pois, se se considera o conjunto da vida econômica, - como já notamos na Nossa Encíclica Quadragesimo anno - não se conseguirá que nas relações econômico-sociais reine a mútua colaboração da justiça e da caridade, senão por meio dum corpo de instituições profissionais e interprofissionais sobre bases solidamente cristãs, coligadas entre si e que constituam, sob formas diversas e adaptadas aos lugares e circunstâncias, o que se chamava a Corporação.
ESTUDO E DIFUSÃO DA DOUTRINA SOCIAL
55. Para dar a esta ação social mais eficácia, é muito necessário promover o estudo dos problemas sociais à luz da doutrina da Igreja e difundir os seus ensinamentos sob a égide da autoridade de Deus, constituída na mesma Igreja. Se o modo de proceder de alguns católicos deixou a desejar no campo econômico-social, isso aconteceu muitas vezes por não conhecerem suficientemente nem meditarem o ensino dos Sumos Pontífices sobre o assunto. Por isso, é sumamente necessário que em todas as classes da sociedade se promova mais intensa formação social, correspondente ao diverso grau de cultura intelectual, e se procure com toda a solicitude e empenho a mais ampla difusão dos ensinamentos da Igreja também entre a classe operária. Iluminem-se as mentes com a luz segura da doutrina católica e inclinem-se as vontades a segui-la e a aplicá-la como norma reta de vida, pelo cumprimento consciencioso dos múltiplos deveres sociais. Combata-se desse modo aquela incoerência e descontinuidade na vida cristã, por Nós várias vezes deplorada, pela qual alguns, enquanto aparentemente são fiéis no cumprimento dos seus deveres religiosos, no campo do trabalho ou da indústria ou da profissão, ou no comércio, ou no emprego, por um deplorável desdobramento de consciência, levam uma vida muito em desarmonia com as normas tão claras da justiça e da caridade cristã, dando assim grave escândalo aos fracos e oferecendo aos maus fácil pretexto para desacreditarem a própria Igreja.
56. Grandemente pode contribuir para esta renovação a imprensa católica, que pode e deve, de modo variado e atraente, procurar dar a conhecer cada vez melhor a doutrina social, informar com exatidão, mas também com a devida amplidão, acerca da atividade dos inimigos, referir os meios de combate que se mostraram os mais eficazes em diversas regiões, propor idéias úteis e gritar alerta contra as astúcias e enganos com que os comunistas procuram, e com resultado, atrair a si até homens de boa-fé.
PREMUNIR-SE CONTRA AS CILADAS DO COMUNISMO
57. Sobre este ponto insistimos na Nossa Alocução, de 12 de maio do ano passado, mas julgamos necessário, Veneráveis Irmãos, chamar de novo sobre ele, de modo particular, a vossa atenção. Ao princípio, o comunismo mostrou-se tal qual era em toda a sua perversidade; mas bem depressa se capacitou de que desse modo afastava de si os povos; e por isso mudou de tática e procura atrair as multidões com vários enganos, ocultando os seus desígnios sob a máscara de ideais, em si bons e atraentes. Assim, vendo o desejo geral de paz, os chefes do comunismo fingem ser os mais zelosos fautores e propagandistas do movimento a favor da paz mundial; mas ao mesmo tempo excitam a uma luta de classes que faz correr rios de sangue, e, sentindo que não têm garantias internas de paz, recorrem a armamentos ilimitados. Assim, sob vários nomes que nem por sombras aludem ao comunismo, fundam associações e periódicos que servem depois unicamente para fazerem penetrar as suas idéias em meios, que doutra forma lhe não seriam facilmente acessíveis, procuram até com perfídia infiltrar-se em associações católicas e religiosas. Assim, em outras partes, sem renunciarem um ponto a seus perversos princípios, convidam os católicos a colaborar com eles no campo chamado humanitário e caritativo, propondo às vezes, até coisas completamente conformes ao espírito cristão e à doutrina da Igreja. Em outras partes levam a hipocrisia até fazer crer que o comunismo, em países de maior fé e de maior cultura, tomará outro aspecto mais brando, não impedirá o culto religioso e respeitará a liberdade das consciências. Há até quem, reportando-se a certas alterações recentemente introduzidas na legislação soviética, deduz que o comunismo está em vésperas de abandonar o seu programa de luta contra Deus.
58. Procurai, Veneráveis Irmãos, que os fiéis não se deixem enganar! O comunismo é intrinsecamente perverso e não se pode admitir em campo nenhum a colaboração com ele, da parte de quem quer que deseje salvar a civilização cristã. E, se alguns, induzidos em erro, cooperassem para a vitória do comunismo no seu país, seriam os primeiros a cair como vítimas do seu erro; e quanto mais se distinguem pela antiguidade e grandeza da sua civilização cristã as regiões aonde o comunismo consegue penetrar, tanto mais devastador lá se manifesta o ódio dos “sem-Deus”.
ORAÇÃO E PENITÊNCIA
59. Mas, “se o Senhor não guarda a caridade, em vão vigiam aqueles que a guardam” (Sl 126, 1). Por isso, como último e poderosíssimo remédio vos recomendamos, Veneráveis Irmãos, que em vossas dioceses promovais e intensifiqueis, do modo mais eficaz, o espírito de oração unido à penitência cristã. Quando os Apóstolos perguntaram ao Salvador por que é que não tinham podido libertar do espírito maligno a um endemoninhado, respondeu o Senhor: “Demônios desta raça não se expulsam senão com a oração e com o jejum” (Mt 17, 20). Também o mal que hoje atormenta a humanidade não poderá ser vencido senão com uma santa cruzada universal de oração e penitência: e recomendamos singularmente às Ordens contemplativas, masculinas e femininas, que redobrem as suas súplicas e sacrifícios, para 8impetrarem do céu para a Igreja um válido socorro nas lutas presentes, com a poderosa intercessão da Virgem Imaculada, a qual, assim como um dia esmagou a cabeça da antiga serpente, assim também é hoje e sempre segura defesa e invencível “Auxílio dos Cristãos”.
V - MINISTROS E AUXILIARES DESTA OBRA SOCIAL DA IGREJA
OS SACERDOTES
60. Para a obra mundial de salvação que temos vindo traçando, e para a aplicação dos remédios que ficam brevemente apontados, ministros e obreiros evangélicos designados pelo divino Rei Jesus Cristo são em primeira linha os sacerdotes. A eles, por vocação especial, sob a guia dos sagrados Pastores e em união de filial obediência com o Vigário de Cristo na terra, foi confiada a missão de conservar aceso no mundo o facho da fé e de infundir nos fiéis aquela sobrenatural confiança com que a Igreja, em nome de Cristo, tem combatido e vencido tantas outras batalhas: “Esta é a vitória que vence o mundo, a nossa fé” (1 Jo 5, 4).
61. De modo particular recordamos aos sacerdotes a exortação de Nosso Predecessor, Leão XIII, tantas vezes repetida, de ir ao operário; exortação que Nós fazemos Nossa e completamos: “Ide ao operário, especialmente ao operário pobre, e em geral, ide aos pobres”, seguindo nisto os ensinamentos de Jesus Cristo e da sua Igreja. Os pobres, efetivamente são os que se acham mais expostos às ciladas dos agitadores, que exploram a sua mísera condição, para lhes atear no peito a inveja contra os ricos e excitá-los a tomarem pela força o que lhes parece que a fortuna lhes negou injustamente; e, se o Sacerdote não vai aos operários, aos pobres, para os prevenir ou desenganar dos preconceitos e das falsas teorias, chegarão a ser fácil presa dos apóstolos, do comunismo.
62. Não podemos negar que muito se tem feito já neste sentido, especialmente depois das Encíclicas Rerum Novarum e Quadragesimo anno; e com paterna complacência saudamos o industrioso zelo pastoral de tantos bispos e sacerdotes, que vão excogitando e ensaiando, embora com a devida prudência e cautela, novos métodos de apostolado que melhor correspondam às exigências modernas. Mas tudo isto é ainda muito pouco para as presentes necessidades. Assim como, quando a pátria está em perigo, tudo quanto não é estritamente necessário ou não é diretamente ordenado à urgente necessidade da defesa comum, passa a segunda linha; assim também em nosso caso, qualquer outra obra, por mais bela e boa que seja, deve ceder o passo à vital necessidade de salvar as próprias bases da fé e da civilização cristã. E assim, nas paróquias os sacerdotes, dando embora materialmente o que é necessário à cura ordinária dos fiéis, reservem o mais e o melhor das suas forças e da sua atividade à reconquista das massas trabalhadoras para Cristo e para a Igreja e a fazer penetrar o espírito cristão nos meios que lhe são mais refratários. Nas massas populares, encontrarão uma correspondência e uma abundância de frutos inesperada, que os compensará do duro trabalho do primeiro arroteamento; como temos visto e vemos em Roma e em muitas outras metrópoles, onde, à sombra das novas igrejas, que vão surgindo nos bairros periféricos, se vão organizando fervorosas comunidades paroquiais e se operam verdadeiros milagres de conversão entre populações que eram hostis à religião, só porque a não conheciam.
63. Mas o meio mais eficaz de apostolado entre as multidões dos pobres e dos humildes é o exemplo do sacerdote, o exemplo de todas as virtudes sacerdotais quais as descrevemos em Nossa Encíclica Ad Catholici Sacerdotii (20 de dezembro de 1935: A.A.S., vol. XXVIII (1936), págs. 5-53); no presente caso, porém, de modo especial, é necessário um luminoso exemplo de vida humilde, pobre, desinteressada, cópia fiel do Divino Mestre que podia proclamar com divina franqueza: “As raposas têm os seus covis e as aves do céu os seus ninhos; mas o Filho do homem não tem onde reclinar a cabeça” (Mt 8, 20). Um sacerdote verdadeira e evangelicamente pobre e desinteressado faz milagres de bem no meio do povo, como um São Vicente de Paulo, um Cura d’Ars, um Cottolengo, um Dom Bosco e tantos outros; ao passo que um sacerdote avaro e interesseiro, como recordamos na citada Encíclica, ainda quando se não precipite, como judas, no abismo da traição, será pelo menos um oco “bronze a ressoar” e um inútil “címbalo a retinir” (1 Cor 13, 1), e muitas vezes antes obstáculo que instrumento de graça no meio do povo. E, se o sacerdote secular ou regular, por dever de ofício, tem que administrar bens temporais, lembre-se que não somente terá obrigação de observar escrupulosamente tudo quanto prescrevem a caridade e a justiça, senão que de modo particularmente deve mostrar-se verdadeiro pai dos pobres.
A AÇÃO CATÓLICA
64. Depois do clero dirigimos o Nosso paternal convite aos nossos queridíssimos filhos leigos, que militam nas fileiras da Ação Católica, que nos é tão cara e que, como já declaramos em outra ocasião (13 de maio de 1936, A.A.S., vol. XXIX (1937), págs. 139-144), é um “auxílio particularmente providencial”, para a obra da Igreja nestas circunstâncias tão difíceis. De fato, a Ação Católica é também apostolado social, enquanto tende a difundir o Reinado de Jesus Cristo não só nos indivíduos mas também na família e na sociedade. Por isso deve, antes de tudo, atender a formar com especial cuidado os seus membros e a prepará-los, para as santas batalhas do Senhor. A este trabalho formativo, mais que nunca urgente e necessário, que deve preceder a ação direta e efetiva, servirão certamente os círculos de estudos, as semanas sociais, os cursos orgânicos de conferências e todas as demais iniciativas aptas para dar a conhecer a solução dos problemas sociais em sentido cristão.
65. Soldados da Ação Católica tão bem preparados e adestrados serão os primeiros e imediatos apóstolos dos seus companheiros de trabalho e tornar-se-ão os preciosos auxiliares do Sacerdote, para levarem a luz da verdade e aliviarem as graves misérias materiais e espirituais, em inumeráveis zonas refratárias à ação do ministro de Deus, ou por inveterados preconceitos contra o clero ou por deplorável apatia religiosa. Cooperar-se-á desse modo, sob a direção de Sacerdotes particularmente experimentados, naquela assistência religiosa às classes trabalhadoras, que temos tanto a peito, por ser o meio mais apto para preservar aqueles Nossos amados filhos da cilada comunista.
66. Além deste apostolado individual, muitas vezes oculto, mas sobremaneira útil e eficaz, é função da Ação Católica disseminar amplamente, por meio da propaganda oral e escrita, os princípios fundamentais que hão de servir para a construção de uma ordem social cristã, como se depreendem dos documentos pontifícios.
ORGANIZAÇÕES AUXILIARES
67. Em torno da Ação Católica cerram fileiras as organizações que Nós saudamos já como auxiliares da mesma. Com paternal afeto exortamos também estas organizações tão prestimosas a consagrarem-se à grande missão de que tratamos, que atualmente supera a todas as outras pela sua vital importância.
ORGANIZAÇÕES DE CLASSE
68. Pensamos também nas organizações de classe: de operários, de agricultores, de engenheiros, de médicos, de patrões, de homens de estudo e outras semelhantes; homens e mulheres, que vivem nas mesmas condições culturais e quase naturalmente se reuniram em agrupamentos homogêneos. São precisamente estes grupos e estas organizações que estão destinadas a introduzir na sociedade aquela ordem, que tínhamos na mente na Nossa Encíclica Quadragesimo anno, e a difundir assim o reconhecimento da realeza de Cristo nos diversos campos da cultura e do trabalho.
69. E se, pela transformação das condições da vida econômica e social, o Estado julgou dever intervir até o ponto de assistir e regular diretamente tais instituições com particulares disposições legislativas, salvo o respeito devido à liberdade e às iniciativas particulares; também não pode nessas circunstâncias a Ação Católica manter-se estranha à realidade, antes deve com prudência prestar a sua contribuição de pensamento, com o estudo dos novos problemas à luz da doutrina católica, e da atividade, com a participação leal e voluntária dos seus membros nas novas formas e instituições, levando-lhes o espírito cristão, que é sempre princípio de ordem e de mútua e fraterna colaboração.
APELO AOS OPERÁRIOS CATÓLICOS
70. Uma palavra particularmente paterna quiséramos dirigir aos Nossos queridos operários católicos, jovens e adultos, os quais, talvez em prêmio da sua fidelidade por vezes heróica nestes tempos tão difíceis, receberam missão muito nobre e árdua. Sob a direção dos seus Bispos e Sacerdotes, é a eles que cumpre reconduzir à Igreja e a Deus aquelas imensas multidões de irmãos seus de trabalho, os quais, exacerbados por não haverem sido compreendidos nem tratados com a dignidade a que tinham direito, se afastaram de Deus. Demonstrem os operários católicos com seu exemplo, com suas palavras, a esses seus irmãos transviados que a Igreja é Mãe cheia de ternura para todos os que trabalham e sofrem, e que jamais faltou nem faltará a seu sagrado dever materno de defender seus filhos. Se esta missão, que eles devem cumprir nas minas, nas fábricas, nos estaleiros, onde quer que se trabalha, reclama por vezes grandes sacrifícios, lembrem-se que o Salvador do mundo deu não só exemplo do trabalho, senão também o do sacrifício.
NECESSIDADE DE CONCÓRDIA ENTRE OS CATÓLICOS
71. Assim pois, a todos os Nossos filhos, de todas as classes sociais, de todas as nações, de todos os grupos religiosos e leigos da Igreja, quiséramos dirigir um novo e mais urgente apelo à concórdia. Muitas vezes Nosso coração paterno se tem afligido com as divisões, fúteis muitas vezes em suas causas, mas sempre trágicas em suas conseqüências, que põem em luta os filhos duma mesma Mãe, a Igreja. Assim se vê que os agentes da desordem, que não são tão numerosos, aproveitando-se destas discórdias, lhes exasperam o azedume, e acabam por lançar os mesmos católicos uns contra os outros. Depois dos acontecimentos destes últimos meses, deveria parecer supérfluo o Nosso aviso. Repetimo-lo, porém, uma vez mais para aqueles que o não compreenderam, ou talvez não o querem compreender. Os que trabalham por aumentar as distensões entre católicos, tomam sobre si uma tremenda responsabilidade diante de Deus e da Igreja.
APELO A TODOS OS QUE CRÊEM EM DEUS
72. Mas a esta luta, empenhada pelo poder das trevas contra própria idéia da Divindade, é-Nos grato esperar que, além de todos aqueles que se gloriam do nome de Cristo, se oponham também denodadamente todos quantos crêem em Deus e o adoram, que são ainda a imensa maioria da humanidade. Renovamos, por isso, o apelo que já, há cinco anos, lançamos em Nossa Encíclica Caritate Christi, para que também eles leal e cordialmente concorram de sua parte “para afastar da humanidade o grande perigo que a todos ameaça”. Porquanto, - como então dizíamos -, se “a crença em Deus é o fundamento inabalável de toda a ordem social e de toda a responsabilidade na terra, todos os que não querem a anarquia e o terror devem trabalhar energicamente para que os inimigos da religião não alcancem o fim que tão abertamente proclamam” (Encíclica Caritate Christi, 3 de maio de 1932: A.A.S., vol. XXIX (1932), pág. 184).
DEVERES DO ESTADO CRISTÃO
Ajudar a Igreja
73. Temos exposto, Veneráveis Irmãos, a função positiva, de ordem, a um tempo, doutrinal e prática, que a Igreja assume em virtude da mesma missão, que Jesus Cristo lhe confiou, de edificar a sociedade cristã e, em nossos tempos, de combater e desbaratar os esforços do comunismo; e fizemos apelo a todas e a cada uma das classes da sociedade. Para esta mesma empresa espiritual da Igreja deve também concorrer positivamente o Estado cristão, ajudando em seu empenho a Igreja com os meios que lhes são próprios, os quais, embora externos, dizem também respeito, em primeiro lugar, ao bem das almas.
74. Por isso os Estados porão todo o cuidado em impedir que a propaganda atéia, que destrói todos os fundamentos da ordem, faça estragos em seus territórios, porque não poderá haver autoridade na terra, se não se reconhece a autoridade da Majestade divina, nem será firme o juramento, que não se faça em nome do Deus vivo. Repetimos o que tantas vezes e com tanta insistência temos dito, nomeadamente na Nossa Encíclica Caritate Christi: “Como pode sustentar-se um contrato qualquer, e que valor pode ter um tratado, onde falte toda a garantia de consciência? E como pode falar-se de garantia de consciência, onde falte toda a fé em Deus, todo o temor de Deus? Destruída esta base, desmorona-se com ela toda a lei moral, e não haverá já remédio nenhum que possa impedir a gradual, mas inevitável ruína dos povos, da família, do Estado, da própria civilização humana” (Encíclica Caritate Christi, 3 de maio de 1932: A.A.S., vol. XXIV (1932), pág. 190).
Providências do bem comum
75. Além disso, deve o Estado pôr todo o cuidado em criar aquelas condições materiais de vida, sem as quais não pode subsistir uma sociedade ordenada, e em procurar trabalho especialmente aos pais de família e à juventude. Para esse fim induzam-se as classes ricas a que, pela urgente necessidade do bem comum, tomem sobre si aqueles encargos, sem os quais a sociedade humana não pode salvar-se, nem elas próprias poderiam encontrar salvação. Mas as providências, que o Estado toma para esse fim, devem ser tais que atinjam efetivamente os que de fato têm nas mãos os maiores capitais e continuamente os vão aumentando com grave prejuízo dos outros.
Prudente e sóbria administração
76. O próprio Estado, lembrando-se de suas responsabilidades diante de Deus e da sociedade, sirva de exemplo a todos os demais com uma prudente e sóbria administração. Hoje mais que nunca a gravíssima crise mundial exige que aqueles que dispõem de fundos enormes, fruto do trabalho e do suor de milhões de cidadãos, tenham sempre diante dos olhos unicamente o bem comum e procurem promovê-lo o mais possível. Os funcionários do Estado e todos os empregados cumpram também, por dever de consciência os seus deveres com fidelidade e desinteresse, seguindo os luminosos exemplos antigos e recentes de homens insignes, que num trabalho sem descanso sacrificaram toda a sua vida pelo bem da pátria. E no comércio dos povos entre si, procure-se solicitamente remover aqueles obstáculos artificiais da vida econômica, que brotam do sentimento da desconfiança e do ódio, recordando que todos os povos da terra formam uma única família de Deus.
Deixar liberdade à Igreja
77. Mas, ao mesmo tempo, deve o Estado deixar à Igreja plena liberdade de cumprir a sua missão divina e espiritual, para contribuir assim poderosamente para salvar os povos da terrível tormenta da hora presente. Por toda a parte se faz hoje um angustioso apelo às forças morais e espirituais; e com toda a razão, porque o mal que se deve combater é antes de tudo, considerado em sua primeira origem, um mal de natureza espiritual, e desta fonte é que brotam, por uma lógica diabólica, todas as monstruosidades do comunismo. Ora, entre as forças morais e religiosas, sobressai incontestavelmente a Igreja Católica; e por isso o mesmo bem da humanidade exige que não se ponham obstáculos à sua atividade.
78. Proceder de outro modo e pretender ao mesmo tempo alcançar o fim com meios puramente econômicos e políticos, é ficar à mercê de um erro perigoso. E quando se exclui a religião da escola, da educação, da vida pública, e se expõem ao ludíbrio os representantes do Cristianismo e seus sagrados ritos, não se promove porventura aquele materialismo, donde germina o comunismo? Nem a força, ainda a mais bem organizada, nem os ideais terrenos, por mais grandiosos e nobres que sejam, podem dominar um movimento, que tem suas raízes precisamente na demasiada estima dos bens da terra.
79. Confiamos que aqueles que dirigem os destinos das nações, por pouco que sintam o perigo extremo que ameaça hoje os povos, compreenderão cada vez melhor o supremo dever de não impedir à Igreja o cumprimento da sua missão; tanto mais que, ao cumpri-la, enquanto procura a felicidade eterna do homem trabalha também inseparavelmente pela verdadeira felicidade temporal.
APELO PATERNO AOS TRANSVIADOS
80. Mas não podemos pôr termo a esta Carta Encíclica, sem dirigir uma palavra àqueles mesmos filhos Nossos que estão já contagiados ou tocados do mal comunista. Exortamo-los vivamente a que ouçam a voz do Pai que os ama; e rogamos ao Senhor que os ilumine, para que deixem o caminho que os despenha a todos numa imensa e catastrófica ruína, e reconheçam também eles que o único Salvador é Jesus Cristo Senhor Nosso: “porque não há sob o céu nenhum outro nome dado aos homens, pelo qual possamos esperar ser salvos” (At 4, 12).
CONCLUSÃO
SÃO JOSÉ, MODELO E PATRONO
81. E, para apressar a “Paz de Cristo no Reino de Cristo” (Encíclica Ubi Arcano, 23 de dezembro de 1922: A.A.S., vol. XIV (1922), pág. 619), por todos tão desejada, pomos a grande ação da Igreja Católica contra o comunismo ateu mundial sob a égide do poderoso Protetor da Igreja, São José. Ele pertence à classe operária e experimentou o peso da pobreza, em si e na Sagrada Família, de que era chefe vigilante e afetuoso; a ele foi confiado o Deus Menino, quando Herodes mandou contra ele os seus sicários. Com uma vida de fidelíssimo cumprimento do dever cotidiano, deixou um exemplo de vida a todos os que têm de ganhar o pão com o trabalho de suas mãos e mereceu ser chamado o Justo, exemplo vivo daquela justiça cristã, que deve reinar na vida social.
82. Com os olhos no alto, a nossa fé vê os novos céus e a nova terra; de que fala o Nosso primeiro Antecessor, São Pedro (2 Pdr 3, 13; cf. Is 66, 22; Apc 21, 1). Enquanto as promessas dos falsos profetas da terra se desvanecem em sangue e lágrimas, brilha com celeste beleza a grande profecia apocalíptica do Redentor do mundo: “Eis que Eu renovo todas as coisas” (Apc 21, 5).
Não Nos resta, Veneráveis Irmãos, senão elevar as mãos paternas e fazer descer sobre Vós, sobre o vosso Clero e povo, sobre toda a grande Família Católica, a Bênção Apostólica.
Dada em Roma, junto de São Pedro, na festa de São José, Padroeiro da Igreja Universal, no dia 19 de março de 1937, ano XVI do Nosso Pontificado.
PIO XI PP.
http://w2.vatican.va/content/pius-xi/pt/encyclicals/documents/hf_p-xi_enc_19370319_divini-redemptoris.html
[Cópia da Carta Encíclica de 1937 - única escrita em alemão]
Em 14 de março de 1937, o Papa Pio XI publicou uma Carta Encíclica intitulada “Mit Brennender Sorge” (“Com profunda preocupação”),em que condenava o nacional-socialismo alemão e sua ideologia racista. Esta havia sido a primeira crítica oficial ao nazismo feita por um chefe de Estado e contém um ataque a Adolf Hitler, referindo-se a ele como "profeta louco de arrogância repulsiva". É um dos dois únicos documentos da Santa Sé escritos em língua diferente do latim ou grego, juntamente com a Encíclica “Non Abbiamo Bisogno” (1931), que criticava o fascismo italiano.
Como a mensagem era destinada especificamente ao povo germânico, Pio XI optou por redigir a Encíclica em alemão. Pronta, foi enviada clandestinamente para a Alemanha e então reproduzida por membros da Igreja Católica. Cópias foram distribuídas aos bispos, padres e capelães para serem lidas em todas as paróquias alemãs no dia 21 de março, durante a missa de Domingo de Ramos, quando a presença de fiéis costuma ser a maior do ano litúrgico.
A Encíclica atacava o racismo e o “Führer” com uma agressividade raramente vista em documentos papais. Numa época em que Hitler ainda gozava de prestígio junto à opinião pública internacional, a carta surpreendeu pelo tom firme. Foi alvo de críticas da imprensa secular francesa, que ainda defendia uma coexistência pacífica com a Alemanha.
[Pio XI assumiu papado de 1922 até sua morte, em 1937]
“Mit Brennender Sorge”, que condenava os erros do nazismo e sua ideologia racista e pagã, falava de "direitos humanos inalienáveis dados por Deus" e invoca uma "natureza humana" que passa por cima de barreiras nacionais e raciais. No documento, Pio XI advertia: "Todo aquele que tome a raça, o povo ou o Estado (...) e os divinize num culto idolátrico, perverte e falsifica a ordem criada e imposta por Deus".O Papa criticava o que chamava de "mito de sangue e solo", afirmando que o catolicismo é incompatível com a exaltação de uma determinada raça sobre as demais.
Apesar de ainda não se saber à época a extensão real da perseguição contra os judeus, o pontífice também condenou o antissemitismo, reafirmando que a doutrina católica pune com a excomunhão quem promove perseguições contra judeus por motivos raciais ou religiosos. O texto ressalta ainda o caráter indissolúvel da aliança entre Deus e o povo israelita, e lembra que foi tomando uma natureza humana semita que a eternidade irrompeu na história.
Ao se dirigir aos religiosos católicos da Alemanha, a Encíclica dizia: "A todos aqueles que conservaram a fidelidade prometida na ordenação, àqueles que, no cumprimento de seu ofício pastoral, tiveram e têm de suportar dores e perseguições - alguns até serem encarcerados ou mandados a campos de contração, a todos estes chegue à expressão da gratidão e o encômio do Pai da Cristandade".
A leitura da carta nas missas do domingo de Ramos em todos os templos católicos alemães, que eram então mais de 11 mil, constituiu-se numa enorme surpresa para os fiéis, as autoridades e a polícia. Seu impacto entre as elites dirigentes alemãs foi contundente. Em toda a curta história do Terceiro Reich, nunca tinha havido uma contestação tão ampla e com a repercussão que se aproximasse sequer da produzida com a “Mit Brennender Sorge”.
No entanto, o controle rígido que Hitler exercia sobre a imprensa e a falta de liberdade de circulação de informações impediu que o impacto fosse ainda maior entre as massas, sendo seu conteúdo censurado e respondido com uma forte campanha publicitária anticlerical. No dia seguinte à leitura nos pulpitos, todas as paróquias e escritórios das dioceses alemãs foram visitados por oficias da Gestapo, que apreenderam as cópias do documento.
Como era de se esperar, no mesmo dia o órgão oficial nazista, Völkischer Beobachter, publicou uma primeira resposta à Encíclica, mas foi também a última. O ministro alemão da propaganda, Joseph Goebbels, foi suficientemente perspicaz para perceber a força que havia tido a declaração. Com o controle total da imprensa e do rádio, entendeu que o mais conveniente era ignorá-la completamente e censurar tanto seu conteúdo como quaisquer referências a ele.
Após a leitura e publicação da carta, as perseguições anticatólicas tiveram lugar, e as relações diplomáticas entre Berlim e Vaticano ficaram severamente estremecidas. Em maio de 1937, 1100 padres e religiosos foram lançados nas prisões do Reich. No ano seguinte, 304 sacerdotes católicos foram transferidos para o campo de concentração de Dachau. Paralelamente, as organizações católicas foram dissolvidas e as escolas confessionais, interditadas. Até a queda do nazismo, cerca de 11 mil sacerdotes católicos - quase metade do clero alemão dessa época - "foram atingidos por medidas punitivas, política ou religiosamente motivadas".
CARTA ENCÍCLICA
MIT BRENNENDER SORGE
DEL SUMO PONTÍFICE
PÍO XI
SOBRE LA SITUACIÓN
DE LA IGLESIA CATÓLICA EN EL REICH ALEMÁN
1. Con viva preocupación y con asombro creciente venimos observando, hace ya largo tiempo, la vía dolorosa de la Iglesia y la opresión progresivamente agudizada contra los fieles, de uno u otro sexo, que le han permanecido devotos en el espíritu y en las obras; y todo esto en aquella nación y en medio de aquel pueblo al que San Bonifacio llevó un día el luminoso mensaje, la buena nueva de Cristo y del reino de Dios.
2. Esta nuestra inquietud no se ha visto disminuida por los informes que los reverendísimos representantes del episcopado, según su deber, nos dieron, ajustados a la verdad, al visitarnos durante nuestra enfermedad. Junto a muchas noticias muy consoladoras y edificantes sobre la lucha sostenida por sus fieles por causa de la religión, no pudieron pasar en silencio, a pesar de su amor al propio pueblo y a su patria y el cuidado de expresar un juicio bien ponderado, otros innumerables sucesos muy tristes y reprobables. Luego que Nos hubimos escuchado sus relatos, con profunda gratitud a Dios pudimos exclamar con el apóstol del amor: No hay para mi mayor alegría que oír de mis hijos que andan en la verdad (3Jn 4). Pero la sinceridad que corresponde a la grave responsabilidad de nuestro ministerio apostólico y la decisión de presentar ante vosotros y ante todo el mundo cristiano la realidad en toda su crudeza, exigen también que añadamos: No tenemos preocupación mayor ni más cruel aflicción pastoral que cuando oímos: Muchos abandonan el camino de la verdad (cf. 2Pe 2,2).
1. CONCORDATO
3. Cuando Nos, venerables hermanos, en el verano de 1933, a instancia del Gobierno del Reich, aceptamos el reanudar las gestiones para un concordato, tomando por base un proyecto elaborado ya varios años antes, y llegamos así a un acuerdo solemne que satisfizo a todos vosotros, tuvimos por móvil la obligada solicitud de tutelar la libertad de la misión salvadora de la Iglesia en Alemania y de asegurar la salvación de las almas a ella confiadas, y, al mismo tiempo, el sincero deseo de prestar un servicio capital al pacífico desenvolvimiento y al bienestar del pueblo alemán.
4. A pesar de muchas y graves consideraciones, Nos determinamos entonces, no sin una propia violencia, a no negar nuestro consentimiento. Queríamos ahorrar a nuestros fieles, a nuestros hijos y a nuestras hijas de Alemania, en la medida humanamente posible, las situaciones violentas y las tribulaciones que, en caso contrario, se podían prever con toda seguridad según las circunstancias de los tiempos. Y con hechos queríamos demostrar a todos que Nos, buscando únicamente a Cristo y cuanto a Cristo pertenece, no rehusábamos tender a nadie, si él mismo no la rechazaba, la mano pacífica de la madre Iglesia.
5. Si el árbol de la paz, por Nos plantado en tierra alemana con pura intención, no ha producido los frutos por Nos anhelados en interés de vuestro pueblo, no habrá nadie en el mundo entero, con ojos para ver y oídos para oír, que pueda decir, todavía hoy, que la culpa es de la Iglesia y de su Cabeza suprema. La experiencia de los años transcurridos hace patentes las responsabilidades y descubre las maquinaciones que, ya desde el principio, no se propusieron otro fin que una lucha hasta el aniquilamiento. En los surcos donde nos habíamos esforzado por echar la simiente de la verdadera paz, otros esparcieron —como el inimicus homo de la Sagrada Escritura (Mt 13, 25)— la cizaña de la desconfianza, del descontento, de la discordia, del odio, de la difamación, de la hostilidad profunda, oculta o manifiesta, contra Cristo y su Iglesia, desencadenando una lucha que se alimentó en mil fuentes diversas y se sirvió de todos los medios. Sobre ellos, y solamente sobre ellos y sobre sus protectores, ocultos o manifiestos, recae la responsabilidad de que en el horizonte de Alemania no aparezca el arco iris de la paz, sino el nubarrón que presagia luchas religiosas desgarradoras.
6. Venerables hermanos, Nos no nos hemos cansado de hacer ver a los dirigentes, responsables de la suerte de vuestra nación, las consecuencias que se derivan necesariamente de la tolerancia, o peor aún, del favor prestado a aquellas corrientes. A todo hemos recurrido para defender la santidad de la palabra solemnemente dada y la inviolabilidad de los compromisos voluntarios contraídos frente a las teorías y prácticas que, si hubieran llegado a admitirse oficialmente, habrían disipado toda confianza y desvalorizado intrínsecamente toda palabra para lo futuro. Cuando llegue el momento de exponer a los ojos del mundo estos nuestros esfuerzos, todos los hombres de recta intención sabrán dónde han de buscarse los defensores de la paz y dónde sus perturbadores. Todo el que haya conservado en su ánimo un residuo de amor a la verdad, y en su corazón una sombra del sentido de justicia, habrá de admitir que, en los años tan difíciles y llenos de tan graves acontecimientos que siguieron al Concordato, cada una de nuestras palabras y de nuestras acciones tuvo por norma la fidelidad a los acuerdos estipulados. Pero deberá también reconocer con extrañeza y con profunda reprobación cómo por la otra parte se ha erigido en norma ordinaria el desfigurar arbitrariamente los pactos, eludirlos, desvirtuarlos y, finalmente, violarlos más o menos abiertamente.
7. La moderación que, a pesar de todo esto, hemos demostrado hasta ahora no nos ha sido sugerida por cálculos de intereses terrenos, ni mucho menos por debilidad, sino simplemente por la voluntad de no arrancar, junto con la cizaña, alguna planta buena; por la decisión de no pronunciar públicamente un juicio mientras los ánimos no estuviesen bien dispuestos para comprender su ineludible necesidad; por la resolución de no negar definitivamente la fidelidad de otros a la palabra empeñada, antes de que el irrefutable lenguaje de la realidad le hubiese arrancado los velos con que se ha sabido y se pretende aún ahora disfrazar, conforme a un plan predeterminado, el ataque contra la Iglesia. Todavía hoy, cuando la lucha abierta contra las escuelas confesionales, tuteladas por el Concordato, y la supresión de la libertad del voto para aquellos que tienen derecho a la educación católica, manifiestan, en un campo particularmente vital para la Iglesia, la trágica gravedad de la situación y la angustia, sin ejemplo, de las conciencias cristianas, la solicitud paternal por el bien de las almas nos aconseja no dejar de considerar las posibilidades, por escasas que sean, que aún puedan subsistir, de una vuelta a la fidelidad de los pactos y una inteligencia que nuestra conciencia pueda admitir. Secundando los ruegos de los reverendísimos miembros del episcopado, en adelante no nos cansaremos de ser el defensor —ante los dirigentes de vuestro pueblo— del derecho conculcado, y ello, sin preocuparnos del éxito o del fracaso inmediato, obedeciendo sólo a nuestra conciencia y a nuestro ministerio pastoral, y no cesaremos de oponernos a una mentalidad que intenta, con abierta u oculta violencia, sofocar el derecho garantizado por solemnes documentos.
8. Sin embargo, el fin de la presente carta, venerables hermanos, es otro. Como vosotros nos visitasteis amablemente durante nuestra enfermedad, así ahora nos dirigimos a vosotros, y por vuestro conducto, a los fieles católicos de Alemania, los cuales, como todos los hijos que sufren y son perseguidos, están muy cerca del corazón del Padre común. En esta hora en que su fe está siendo probada, como oro de ley, en el fuego de la tribulación y de la persecución, insidiosa o manifiesta, y en que están rodeados por mil formas de una opresión organizada de la libertad religiosa, viviendo angustiados por la imposibilidad de tener noticias fidedignas y de poder defenderse con medios normales, tienen un doble derecho a una palabra de verdad y de estímulo moral por parte de Aquel a cuyo primer predecesor dirigió el Salvador aquella palabra llena de significado: Yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe, y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos (Lc 22,32).
2. GENUINA FE EN DIOS
9. Y ante todo, venerables hermanos, cuidad que la fe en Dios, primer e insustituible fundamento de toda religión, permanezca pura e íntegra en las regiones alemanas. No puede tenerse por creyente en Dios el que emplea el nombre de Dios retóricamente, sino sólo el que une a esta venerada palabra una verdadera y digna noción de Dios.
10. Quien, con una confusión panteísta, identifica a Dios con el universo, materializando a Dios en el mundo o deificando al mundo en Dios, no pertenece a los verdaderos creyentes.
11. Ni tampoco lo es quien, siguiendo una pretendida concepción precristiana del antiguo germanismo, pone en lugar del Dios personal el hado sombrío e impersonal, negando la sabiduría divina y su providencia, la cual se extiende poderosa del uno al otro extremo (Sab 8,1) y lo dirige a buen fin. Ese hombre no puede pretender que sea contado entre los verdaderos creyentes.
12. Si la raza o el pueblo, si el Estado o una forma determinada del mismo, si los representantes del poder estatal u otros elementos fundamentales de la sociedad humana tienen en el orden natural un puesto esencial y digno de respeto, con todo, quien los arranca de esta escala de valores terrenales elevándolos a suprema norma de todo, aun de los valores religiosos, y, divinizándolos con culto idolátrico, pervierte y falsifica el orden creado e impuesto por Dios, está lejos de la verdadera fe y de una concepción de la vida conforme a esta.
13. Vigilad, venerables hermanos, con cuidado contra el abuso creciente, que se manifiesta en palabras y por escrito, de emplear el nombre tres veces santo de Dios como una etiqueta vacía de sentido para un producto más o menos arbitrario de una especulación o aspiración humana; y procurad que tal aberración halle entre vuestros fieles la vigilante repulsa que merece. Nuestro Dios es el Dios personal, trascendente, omnipotente, infinitamente perfecto, único en la trinidad de las personas y trino en la unidad de la esencia divina, creador del universo, señor, rey y último fin de la historia del mundo, el cual no admite, ni puede admitir, otras divinidades junto a sí.
14. Este Dios ha dado sus mandamientos de manera soberana, mandamientos independientes del tiempo y espacio, de región y raza. Como el sol de Dios brilla indistintamente sobre el género humano, así su ley no reconoce privilegios ni excepciones. Gobernantes y gobernados, coronados y no coronados, grandes y pequeños, ricos y pobres, dependen igualmente de su palabra. De la totalidad de sus derechos de Creador dimana esencialmente su exigencia de una obediencia absoluta por parte de los individuos y de toda la sociedad. Y esta exigencia de una obediencia absoluta se extiende a todas las esferas de la vida, en las que cuestiones de orden moral reclaman la conformidad con la ley divina y, por esto mismo, la armonía de los mudables ordenamientos humanos con el conjunto de los inmutables ordenamientos divinos.
15. Solamente espíritus superficiales pueden caer en el error de hablar de un Dios nacional, de una religión nacional, y emprender la loca tarea de aprisionar en los límites de un pueblo solo, en la estrechez étnica de una sola raza, a Dios, creador del mundo, rey y legislador de los pueblos, ante cuya grandeza las naciones son como gotas de agua en el caldero (Is 40, 5).
16. Los obispos de la Iglesia de Cristo encargados de las cosas que miran a Dios (Heb 5,1), deben vigilar para que no arraiguen entre los fieles esos perniciosos errores, a los que suelen seguir prácticas aun más perniciosas. Es propio de su sagrado ministerio hacer todo lo posible para que los mandamientos de Dios sean considerados y practicados como obligaciones inconcusas de una vida moral y ordenada, tanto privada como pública; para que los derechos de la majestad divina, el nombre y la palabra de Dios no sean profanados (cf. Tit 2,5); para que las blasfemias contra Dios en palabras, escritos e imágenes, numerosas a veces como la arena del mar, sean reducidas a silencio, y para que frente al espíritu tenaz e insidioso de los que niegan, ultrajan y odian a Dios, no languidezca nunca la plegaria reparadora de los fieles, que, como el incienso, suba continuamente al Altísimo, deteniendo su mano vengadora.
17. Nos os damos gracias, venerables hermanos, a vosotros, a vuestros sacerdotes y a todos los fieles que, defendiendo los derechos de la Divina Majestad contra un provocador neopaganismo, apoyado, desgraciadamente con frecuencia, por personalidades influyentes, habéis cumplido y cumplís vuestro deber de cristianos. Esta gratitud es particularmente íntima y llena de reconocida admiración para todos los que en el cumplimiento de este su deber se han hecho dignos de sufrir por la causa de Dios sacrificios y dolores.
3. GENUINA FE EN JESUCRISTO
18. La fe en Dios no se mantendrá por mucho tiempo pura e incontaminada si no se apoya en la fe de Jesucristo. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo (Lc 10,22). Esta es la vida eterna, que te reconozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo (Jn 17,3). A nadie, por lo tanto, es lícito decir: Yo creo en Dios, y esto es suficiente para mi religión. La palabra del Salvador no deja lugar a tales escapatorias: El que niega al Hijo tampoco tiene al Padre; el que confiesa al Hijo tiene también al Padre (1Jn 2,23).
19. En Jesucristo, Hijo encarnado de Dios, apareció la plenitud de la revelación divina: Muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo (Heb 1,1-2). Los libros santos del Antiguo Testamento son todos palabra de Dios, parte sustancial de su revelación. Conforme al desarrollo gradual de la revelación, en ellos aparece el crepúsculo del tiempo que debía preparar el pleno mediodía de la Redención. En algunas partes se habla de la imperfección humana, de su debilidad y del pecado, como no puede suceder de otro modo cuando se trata de libros de historia y legislación. Aparte de otros innumerables rasgos de grandeza y de nobleza, hablan de la tendencia superficial y materialista que se manifestaba reiteradamente a intervalos en el pueblo de la Antigua Alianza, depositario de la revelación y de las promesas de Dios. Pero cualquiera que no esté cegado por el prejuicio o por la pasión no puede menos de notar que lo que más luminosamente resplandece, a pesar de la debilidad humana de que habla la historia bíblica, es la luz divina del camino de la salvación, que triunfa al fin sobre todas las debilidades y pecados. Y precisamente sobre este fondo, con frecuencia sombrío, la pedagogía de la salvación eterna se ensancha en perspectivas, las cuales a un tiempo dirigen, amonestan, sacuden, consuelan y hacen felices. Sólo la ceguera y el orgullo pueden hacer cerrar los ojos ante los tesoros de saludables enseñanzas encerrados en el Antiguo Testamento. Por eso, el que pretende desterrar de la Iglesia y de la escuela la historia bíblica y las sabias enseñanzas del Antiguo Testamento, blasfema la palabra de Dios, blasfema el plan de la salvación dispuesto por el Omnipotente y erige en juez de los planes divinos un angosto y mezquino pensar humano. Ese tal niega la fe en Jesucristo, nacido en la realidad de su carne, el cual tomó la naturaleza humana de un pueblo que más tarde había de crucificarle. No comprende nada del drama mundial del Hijo de Dios, el cual al crimen de quienes le crucificaban opuso, en calidad de Sumo Sacerdote, la acción divina de la muerte redentora, dando de esta forma al Antiguo Testamento su cumplimiento, su fin y su sublimación en el Nuevo Testamento.
20. La revelación, que culminó en el Evangelio de Jesucristo, es definitiva y obligatoria para siempre, no admite complementos de origen humano, y mucho menos sucesiones o sustituciones por revelaciones arbitrarias, que algunos corifeos modernos querrían hacer derivar del llamado mito de la sangre y de la raza. Desde que Cristo, el Ungido del Señor, consumó la obra de la redención, quebrantando el dominio del pecado y mereciéndonos la gracia de llegar a ser hijos de Dios, desde aquel momento no se ha dado a los hombres ningún otro nombre bajo el cielo, para conseguir la bienaventuranza, sino el nombre de Jesucristo (Hech 4,12). Por más que un hombre encarnara en sí toda la sabiduría, todo el poder y toda la pujanza material de la tierra, no podría asentar fundamento diverso del que Cristo ha puesto (1Cor 3,11). En consecuencia, aquel que con sacrílego desconocimiento de la diferencia esencial entre Dios y la criatura, entre el Hombre-Dios y el simple hombre, osase poner al nivel de Cristo, o peor aún, sobre El o contra El, a un simple mortal, aunque fuese el más grande de todos los tiempos, sepa que es un profeta de fantasías a quien se aplica espantosamente la palabra de la Escritura: El que mora en los cielos se burla de ellos (Sal 2,4).
4. GENUINA FE EN LA IGLESIA
21. La fe en Jesucristo no permanecerá pura e incontaminada si no está sostenida y defendida por la fe en la Iglesia, columna y fundamento de la verdad (1Tim 3,15). Cristo mismo, Dios eternamente bendito, ha erigido esta columna de la fe; su mandato de escuchar a la Iglesia (cf. Mt 18,17) y recibir por las palabras y los mandatos de la Iglesia sus mismas palabras y sus mismos mandatos (cf. Lc 10,16), tiene valor para todos los hombres de todos los tiempos y de todas las regiones. La Iglesia, fundada por el Salvador, es única para todos los pueblos y para todas las naciones: y bajo su bóveda, que cobija, como el firmamento, al universo entero, hallan puesto y asilo todos los pueblos y todas las lenguas, y pueden desarrollarse todas las propiedades, cualidades, misiones y cometidos, que han sido señalados por Dios creador y salvador a los individuos y a las sociedades humanas. El corazón materno de la Iglesia es tan generoso, que ve en el desarrollo de tales peculiaridades y cometidos particulares, conforme al querer de Dios, la riqueza de la variedad, más bien que el peligro de escisiones: se goza con el elevado nivel espiritual de los individuos y de los pueblos, descubre con alegría y santo orgullo materno en sus genuinas actuaciones los frutos de educación y de progreso, que bendice y promueve siempre que lo puede hacer en conciencia. Pero sabe también que a esta libertad le han sido señalados límites por disposición de la Divina Majestad, que ha querido y ha fundado esta Iglesia como unidad inseparable en sus partes esenciales. El que atenta contra esta intangible unidad, quita a la esposa de Cristo una de las diademas con que Dios mismo la ha coronado; somete el edificio divino, que descansa en cimientos eternos, a la revisión y a la transformación por parte de arquitectos a quienes el Padre celestial no ha concedido poder alguno.
22. La divina misión que la Iglesia cumple entre los hombres y debe cumplir por medio de hombres, puede ser dolorosamente oscurecida por el elemento humano, quizás demasiado humano que en determinados tiempos vuelve a retoñar, como la cizaña en medio del trigo del reino de Dios. El que conozca la frase del Salvador acerca de los escándalos y de quienes los dan, sabe cómo la Iglesia y cada individuo deben juzgar sobre lo que fue y es pecado. Pero quien, fundándose en estos lamentables desacuerdos entre la fe y la vida, entre las palabras y los actos, entre la conducta exterior y los pensamientos interiores de algunos —aunque éstos fuesen muchos—, echa en olvido o conscientemente pasa en silencio la enorme suma de genuina actividad para llegar a la virtud, el espíritu de sacrificio, el amor fraternal, el heroísmo de santidad, en tantos miembros de la Iglesia, manifiesta una ceguera injusta y reprobable. Y cuando luego se ve que la rígida medida con que juzga a la odiada Iglesia se deja al margen cuando se trata de otras sociedades que le son cercanas por sentimiento o interés, entonces se evidencia que, al mostrarse lastimado en su pretencioso sentido de pureza, se revela semejante a aquellos que, según la tajante frase del Salvador, ven la paja en el ojo ajeno y no se dan cuenta la viga en el propio. También es menos pura la intención de aquellos que ponen por fin de su vocación lo que hay de humano en la Iglesia, hasta hacer quizás de ello un negocio bastardo, y si bien la potestad de quien está investido de la dignidad eclesiástica, fundada en Dios, no depende de su nivel humano y moral, sin embargo, no hay época alguna, ni individuo, ni sociedad que no deba examinar sinceramente su conciencia, purificarse inexorablemente, renovarse profundamente en el sentir y en el obrar. En nuestra encíclica sobre el sacerdocio y en la de la Acción Católica hemos llamado insistentemente la atención de todos los pertenecientes a la Iglesia, y particularmente la de los eclesiásticos, religiosos y seglares, que colaboran en el apostolado, sobre el sagrado deber de poner su fe y su conducta en aquella armonía exigida por la ley de Dios y reclamada con incansable insistencia por la Iglesia. También hoy Nos repetimos con gravedad profunda: No basta ser contados en la Iglesia de Cristo, es preciso ser en espíritu y en verdad miembros vivos de esta Iglesia. Y lo son solamente los que están en gracia de Dios y caminan continuamente en su presencia, o por la inocencia o por la penitencia sincera y eficaz. Si el Apóstol de las Gentes, el vaso de elección, sujetaba su cuerpo al látigo de la mortificación, no fuera que, después de haber predicado a los otros (cf 1Cor 9,27), fuese él reprobado, ¿habrá, por ventura, para aquellos en cuyas manos está la custodia y el incremento del reino de Dios, otro camino que el de la íntima unión del apostolado con la santificación propia? Sólo así se demostrará a los hombres de hoy, y en primer lugar a los detractores de la Iglesia, que la sal de la tierra y la levadura del cristianismo no se ha vuelto ineficaz, sino que es poderosa y capaz de renovar espiritualmente y rejuvenecer a los que están en la duda y en el error, en la indiferencia y en el descarrío espiritual, en la relajación de la fe y en el alejamiento de Dios, de quien ellos —lo admitan o lo nieguen— están más necesitados que nunca. Una cristiandad en la que todos los miembros vigilen sobre sí mismos, que deseche toda tendencia a lo puramente exterior y mundano, que se atenga seriamente a los preceptos de Dios y de la Iglesia y se mantenga, por consiguiente, en el amor de Dios y en la solícita caridad para el prójimo, podrá y deberá ser ejemplo y guía para el mundo profundamente enfermo, que busca sostén y dirección, si es que no se quiere que sobrevenga una enorme catástrofe o una decadencia indescriptible.
23. Toda reforma genuina y duradera ha tenido propiamente su origen en el santuario, en hombres inflamados e impulsados por amor de Dios y del prójimo, los cuales, gracias a su gran generosidad en corresponder a cualquier inspiración de Dios y a ponerla en práctica ante todo en sí mismos, profundizando en humildad y con la seguridad de quien es llamado por Dios, llegaron a iluminar y renovar su época. Donde el celo de reformas no derivó de la pura fuente de la integridad personal, sino que fue efecto de la explosión de impulsos pasionales, en vez de iluminar oscureció, en vez de construir destruyó, y fue frecuentemente punto de partida para errores todavía más funestos que los daños que se quería o se pretendía remediar. Es cierto que el espíritu de Dios sopla donde quiere (Jn 3,8), de las piedras puede suscitar los cumplidores de sus designios (cf. Mt 3,9; Lc 3,8), y escoge los instrumentos de su voluntad según sus planes, no según los de los hombres. Pero El, que ha fundado la Iglesia y la llamó a la vida en Pentecostés, no quiebra la estructura fundamental de la salvadora institución por El mismo querida. Quien está movido por el espíritu de Dios observa, por esto mismo, una actitud exterior e interior de respeto hacia la Iglesia, noble fruto del árbol de la Cruz, don del Espíritu Santo en Pentecostés al mundo necesitado de guía.
24.. En vuestras regiones, venerables hermanos, se alzan voces, en coro cada vez más fuerte, que incitan a salir de la Iglesia; y entre los voceadores hay algunos que, por su posición oficial, intentan producir la impresión de que tal alejamiento de la Iglesia, y consiguientemente la infidelidad a Cristo Rey, es testimonio particularmente convincente y meritorio de su fidelidad al actual régimen. Con presiones ocultas y manifiestas, con intimidaciones, con perspectivas de ventajas económicas, profesionales, cívicas o de otro género, la adhesión de los católicos a su fe —y singularmente la de algunas clases de funcionarios católicos— se halla sometida a una violencia tan ilegal como inhumana. Nos, con paterna emoción, sentimos y sufrimos profundamente con los que han pagado a tan caro precio su adhesión a Cristo y a la Iglesia; pero se ha llegado ya a tal punto, que está en juego el último fin y el más alto, la salvación, o la condenación; y en este caso, como único camino de salvación para el creyente, queda la senda de un generoso heroísmo. Cuando el tentador o el opresor se le acerque con las traidoras insinuaciones de que salga de la Iglesia, entonces no habrá más remedio que oponerle, aun a precio de los más graves sacrificios terrenos, la palabra del Salvador: Apártate de mí, Satanás, porque está escrito: al Señor tu Dios adorarás y a El sólo darás culto (Mt 4,10; Lc 4,8). A la Iglesia, por el contrario, deberá dirigirle estas palabras: ¡Oh tú, que eres mi madre desde los días de mi infancia primera, mi fortaleza en la vida, mi abogada en la muerte, que la lengua se me pegue al paladar si yo, cediendo a terrenas lisonjas o amenazas, llegase a traicionar las promesas de mi bautismo! Finalmente, aquellos que se hicieron la ilusión de poder conciliar con el abandono exterior de la Iglesia la fidelidad interior a ella, adviertan la severa palabra del Señor: El que me negare delante de los hombres, será negado ante los ángeles de Dios (Lc 12,9).
5. GENUINA FE EN EL PRIMADO
25. La fe en la Iglesia no se mantendrá pura e incontaminada si no está apoyada por la fe en el primado del obispo de Roma. En el mismo momento en que Pedro, adelantándose a los demás apóstoles y discípulos, profesó su fe en Cristo, Hijo de Dios vivo, la respuesta de Cristo, que le premiaba por su fe y por haberla profesado, fue el anuncio de la fundación de su Iglesia, de la única Iglesia, sobre la roca de Pedro (Mt 1,18). Por esto la fe en Cristo, en la Iglesia y en el Primado, están en sagrada trabazón de mutua dependencia. Una autoridad genuina y legal es en todas partes un vínculo de unidad y un manantial de fuerza, una defensa contra la división y la ruina, una garantía para el porvenir. Y esto se verifica en un sentido más alto y noble donde, como en el caso de la Iglesia, y sólo en la Iglesia, a tal autoridad se le ha prometido la asistencia sobrenatural del Espíritu Santo y su apoyo invencible. Si personas, que ni siquiera están unidas por la fe de Cristo, os atraen y lisonjean con la seductora imagen de una iglesia nacional alemana, sabed que esto no es otra cosa que renegar de la única Iglesia de Cristo, una apostasía manifiesta del mandato de Cristo de evangelizar a todo el mundo, lo que sólo puede llevar a la práctica una Iglesia universal. El desarrollo histórico de otras iglesias nacionales, su entumecimiento espiritual, su opresión y servidumbre por parte de los poderes laicos, muestran la desoladora esterilidad, que denuncia con irremediable certeza ser un sarmiento desgajado de la cepa vital de la Iglesia. Quien, ya desde el principio, opone a estos erróneos desarrollos un no vigilante e inconmovible, presta un servicio no solamente a la pureza de la fe, sino también a la salud y fuerza vital de su pueblo.
6. NINGUNA ADULTERACIÓN
DE NOCIONES Y TÉRMINOS SAGRADOS
26. Venerables hermanos, ejerced particular vigilancia cuando conceptos religiosos fundamentales son vaciados de su contenido genuino y son aplicados a significados profanos.
27. Revelación, en sentido cristiano, significa la palabra de Dios a los hombres. Usar este término para indicar las sugestiones que provienen de la sangre y de la raza o la irradiaciones de la historia de un pueblo es, en todo caso, causar desorientaciones. Estas monedas falsas no merecen pasar al tesoro lingüístico de un fiel cristiano.
28. La fe consiste en tener por verdadero lo que Dios ha revelado y que por medio de la Iglesia manda creer: es demostración de las cosas que vemos (Heb 11,1). La confianza, risueña y altiva, sobre el porvenir del propio pueblo, cosa grata a todos, significa algo bien distinto de la fe en sentido religioso. El usar una por otra, el querer sustituir la una por la otra y pretender con esto ser considerado como «creyente» por un cristiano convencido, es un mero juego de palabras, una confusión de términos a sabiendas, o incluso algo peor.
29. La inmortalidad, en sentido cristiano, es la sobrevivencia del hombre después de la muerte terrena, como individuo personal, para la eterna recompensa o para el eterno castigo. Quien con la palabra inmortalidad no quiere expresar más que una supervivencia colectiva en la continuidad del propio pueblo, para un porvenir de indeterminada duración en este mundo, pervierte y falsifica una de las verdades fundamentales de la fe cristiana y conmueve los cimientos de cualquier concepción religiosa, la cual requiere un ordenamiento moral universal. Quien no quiere ser cristiano debería al menos renunciar a enriquecer el léxico de su incredulidad con el patrimonio lingüístico cristiano.
30. El pecado original es la culpa hereditaria, propia, aunque no personal, de cada uno de los hijos de Adán, que en él pecaron (cf. Rom 5,12); es pérdida de la gracia —y, consiguientemente, de la vida eterna— con la propensión al mal, que cada cual ha de sofocar por medio de la gracia, de la penitencia, de la lucha y del esfuerzo moral. La pasión y muerte del Hijo de Dios redimió al mundo de la maldita herencia del pecado y de la muerte. La fe en estas verdades, hechas hoy objeto de vil escarnio por parte de los enemigos de Cristo en vuestra patria, pertenece al inalienable depósito de la religión cristiana.
31. La cruz de Cristo, aunque que su solo nombre haya llegado a ser para muchos locura y escándalo (cf 1Cor 1,23), sigue siendo para el cristiano la señal sacrosanta de la redención, la bandera de la grandeza y de la fuerza moral. A su sombra vivimos, besándola morimos; sobre nuestro sepulcro estará como pregonera de nuestra fe, testigo de nuestra esperanza, aspiración hacia la vida eterna.
32. La humildad en el espíritu del Evangelio y la impetración del auxilio divino se compaginan bien con la propia dignidad, con la seguridad de sí mismo y con el heroísmo. La Iglesia de Cristo, que en todos los tiempos, hasta en los más cercanos a nosotros, cuenta más confesores y heroicos mártires que cualquier otra sociedad moral, no necesita, ciertamente, recibir de algunos campos enseñanzas sobre el heroísmo de los sentimientos y de los actos. En su necio afán de ridiculizar la humildad cristiana como una degradación de sí mismo y como una actitud cobarde, la repugnante soberbia de estos innovadores no consigue más que hacerse ella misma ridícula.
33. Gracia, en sentido lato, puede llamarse todo lo que el Creador otorga a la criatura. Pero la gracia, en el propio sentido cristiano de la palabra, comprende solamente los dones gratuitos sobrenaturales del amor divino, la dignación y la obra por la que Dios eleva al hombre a aquella íntima comunicación de su vida, que en el Nuevo Testamento se llama filiación de Dios. Ved qué amor nos ha mostrado el Padre: que seamos llamados hijos de Dios, y lo seamos en realidad (1Jn 3,1). Rechazar esta elevación sobrenatural a la gracia por una pretendida peculiaridad del carácter alemán, es un error, una abierta declaración de guerra a una verdad fundamental del cristianismo. Equiparar la gracia sobrenatural a los dones de la naturaleza equivale a violentar el lenguaje creado y santificado por la religión. Los pastores y guardianes del pueblo de Dios harán bien en oponerse a este hurto sacrílego y a este empeño por confundir los espíritus.
7. DOCTRINA Y ORDEN MORAL
34. Sobre la fe en Dios, genuina y pura, se funda la moralidad del género humano. Todos los intentos de separar la doctrina del orden moral de la base granítica de la fe, para reconstruirla sobre la arena movediza de normas humanas, conducen, pronto o tarde, a los individuos y a las naciones a la decadencia moral. El necio que dice en su corazón: No hay Dios, se encamina a la corrupción moral (Sal 13[14],1). Y estos necios, que presumen separar la moral de la religión, constituyen hoy legión. No se percatan, o no quieren percatarse, de que, el desterrar de las escuelas y de la educación la enseñanza confesional, o sea, la noción clara y precisa del cristianismo, impidiéndola contribuir a la formación de la sociedad y de la vida pública, es caminar al empobrecimiento y decadencia moral. Ningún poder coercitivo del Estado, ningún ideal puramente terreno, por grande y noble que en sí sea, podrá sustituir por mucho tiempo a los estímulos tan profundos y decisivos que provienen de la fe en Dios y en Jesucristo. Si al que es llamado a las empresas más arduas, al sacrificio de su pequeño yo en bien de la comunidad, se le quita el apoyo moral que le viene de lo eterno y de lo divino, de la fe ennoblecedora y consoladora en Aquel que premia todo bien y castiga todo mal, el resultado final para innumerables hombres no será ya la adhesión al deber, sino más bien la deserción. La observancia concienzuda de los diez mandamientos de la ley de Dios y de los preceptos de la Iglesia —estos últimos, en definitiva, no son sino disposiciones derivadas de las normas del Evangelio—, es para todo individuo una incomparable escuela de disciplina orgánica, de vigorización moral y de formación del carácter. Es una escuela que exige mucho, pero no más de lo que podemos. Dios misericordioso, cuando ordena como legislador: «Tú debes», da con su gracia la posibilidad de ejecutar su mandato. El dejar, por consiguiente, inutilizadas las energías morales de tan poderosa eficacia o el obstruirles a sabiendas el camino en el campo de la instrucción popular, es obra de irresponsables, que tiende a producir una depauperación religiosa en el pueblo. El solidarizar la doctrina moral con opiniones humanas, subjetivas y mudables en el tiempo, en lugar de cimentarla en la santa voluntad de Dios eterno y en sus mandamientos, equivale a abrir de par en par las puertas a las fuerzas disolventes. Por lo tanto, fomentar el abandono de las normas eternas de una doctrina moral objetiva, para la formación de las conciencias y para el ennoblecimiento de la vida en todos sus planos y ordenamientos, es un atentado criminal contra el porvenir del pueblo, cuyos tristes frutos serán muy amargos para las generaciones futuras.
8. RECONOCIMIENTO DEL DERECHO NATURAL
35. Es una nefasta característica del tiempo presente querer desgajar no solamente la doctrina moral, sino los mismos fundamentos del derecho y de su aplicación, de la verdadera fe en Dios y de las normas de la relación divina. Fíjase aquí nuestro pensamiento en lo que se suele llamar derecho natural, impreso por el dedo mismo del Creador en las tablas del corazón humano (cf. Rom 2,14-15), y que la sana razón humana no obscurecida por pecados y pasiones es capaz de descubrir. A la luz de las normas de este derecho natural puede ser valorado todo derecho positivo, cualquiera que sea el legislador, en su contenido ético y, consiguientemente, en la legitimidad del mandato y en la obligación que implica de cumplirlo. Las leyes humanas, que están en oposición insoluble con el derecho natura, adolecen de un vicio original, que no puede subsanarse ni con las opresiones ni con el aparato de la fuerza externa. Según este criterio, se ha de juzgar el principio: «Derecho es lo que es útil a la nación». Cierto que a este principio se le puede dar un sentido justo si se entiende que lo moralmente ilícito no puede ser jamás verdaderamente ventajoso al pueblo. Hasta el antiguo paganismo reconoció que, para ser justa, esta frase debía ser cambiada y decir: «Nada hay que sea ventajoso si no es al mismo tiempo moralmente bueno; y no por ser ventajoso es moralmente bueno, sino que por ser moralmente bueno es también ventajoso [Cicerón, De officiis III, 30). Este principio, desvinculado de la ley ética, equivaldría, por lo que respecta a la vida internacional, a un eterno estado de guerra entre las naciones; además, en la vida nacional, pasa por alto, al confundir el interés y el derecho, el hecho fundamental de que el hombre como persona tiene derechos recibidos de Dios, que han de ser defendidos contra cualquier atentado de la comunidad que pretendiese negarlos, abolirlos o impedir su ejercicio. Despreciando esta verdad se pierde de vista que, en último término, el verdadero bien común se determina y se conoce mediante la naturaleza del hombre con su armónico equilibrio entre derecho personal y vínculo social, como también por el fin de la sociedad, determinado por la misma naturaleza humana. El Creador quiere la sociedad como medio para el pleno desenvolvimiento de las facultades individuales y sociales, del cual medio tiene que valerse el hombre, ora dando, ora recibiendo, para el bien propio y el de los demás. Hasta aquellos valores más universales y más altos que solamente pueden ser realizados por la sociedad, no por el individuo, tienen, por voluntad del Creador, como fin último el hombre, así como su desarrollo y perfección natural y sobrenatural. El que se aparte de este orden conmueve los pilares en que se asienta la sociedad y pone en peligro la tranquilidad, la seguridad y la existencia de la misma.
36. El creyente tiene un derecho inalienable a profesar su fe y a practicarla en la forma más conveniente a aquélla. Las leyes que suprimen o dificultan la profesión y la práctica de esta fe están en oposición con el derecho natural.
37. Los padres, conscientes y conocedores de su misión educadora, tienen, antes que nadie, derecho esencial a la educación de los hijos, que Dios les ha dado, según el espíritu de la verdadera fe y en consecuencia con sus principios y sus prescripciones. Las leyes y demás disposiciones semejantes que no tengan en cuenta la voluntad de los padres en la cuestión escolar, o la hagan ineficaz con amenazas o con la violencia, están en contradicción con el derecho natural y son íntima y esencialmente inmorales.
38. La Iglesia, que tiene como misión guardar e interpretar el derecho natural, divino en su origen, tiene el deber de declarar que son efecto de la violencia, y, por lo tanto, sin valor jurídico alguno, las inscripciones escolares hechas en un pasado reciente en una atmósfera de notoria carencia de libertad.
9. A LA JUVENTUD
39. Representantes de Aquel que en el Evangelio dijo a un joven: Si quieres entrar en la vida eterna, guarda los mandamientos (Mt19,17), Nos dirigimos una palabra particularmente paternal a la juventud.
40. Por mil voces se os repite al oído un Evangelio que no ha sido revelado por el Padre celestial; miles de plumas escriben al servicio de una sombra de cristianismo, que no es el cristianismo de Cristo. La prensa y la radio os inundan a diario con producciones de contenido opuesto a la fe y a la Iglesia y, sin consideración y respeto alguno, atacan lo que para vosotros debe ser sagrado y santo.
41. Sabemos que muchísimos de vosotros, por ser fieles a la fe y a la Iglesia y por pertenecer a asociaciones religiosas, tuteladas por el Concordato, habéis tenido y tenéis que soportar trances duros de desprecio, de sospechas, de vituperios, acusados de antipatriotismo, perjudicados en vuestra vida profesional y social. Y bien sabemos que se cuentan en vuestras filas muchos desconocidos soldados de Cristo que, con el corazón dolorido, pero con la frente erguida, sobrellevan su suerte y buscan alivio solamente en la consideración de que sufren afrentas por el nombre de Jesús (cf Hech 5,41).
42. Y hoy, cuando amenazan nuevos peligros y nuevas tensiones, Nos decimos a esta juventud: «Si alguno os quisiere anunciar un Evangelio distinto del que recibisteis» sobre el regazo de una madre piadosa, de los labios de un padre creyente, por las instrucciones de un educador fiel a Dios y a su Iglesia, ese tal sea anatema (Gál 1,9). Si el Estado organiza a la juventud en asociación nacional obligatoria para todos, en ese caso, dejando a salvo siempre los derechos de las asociaciones religiosas, los jóvenes tienen el derecho obvio e inalienable, y con ellos sus padres, responsables de ellos ante Dios, de exigir que esta asociación esté libre de toda tendencia hostil a la fe cristiana y a la Iglesia; tendencia que hasta un pasado muy reciente y aun hasta el presente angustia a los padres creyentes con un insoluble conflicto de conciencia, por cuanto no pueden dar al Estado lo que se les pide en nombre del Estado, sin quitar a Dios lo que a Dios pertenece.
43. Nadie piensa en poner tropiezos a la juventud alemana en el camino que debiera conducirla a la realización de una verdadera unidad nacional y a fomentar un noble amor por la libertad y una inquebrantable devoción a la patria. A lo que Nos nos oponemos y nos debemos oponer es al antagonismo voluntaria y sistemáticamente suscitado entre las preocupaciones de la educación nacional y de las propias del deber religioso. Por esto, Nos decimos a esta juventud: Cantad vuestros himnos de libertad, mas no olvidéis que la verdadera libertad es la libertad de los hijos de Dios. No permitáis que la nobleza de esta insustituible libertad desaparezca en los grilletes serviles del pecado y de la concupiscencia. No es lícito a quien canta el himno de la fidelidad a la patria terrena convertirse en tránsfuga y traidor con la infidelidad a su Dios, a su Iglesia y a su patria eterna. Os hablan mucho de grandeza heroica, contraponiéndola osada y falsamente a la humildad y a la paciencia evangélica, pero ¿por qué os ocultan que se da también un heroísmo en la lucha moral, y que la conservación de la pureza bautismal representa una acción heroica, que debería ser apreciada como merece, tanto en el campo religioso como en el natural? Os hablan de las fragilidades humanas en la historia de la Iglesia, pero ¿por qué os ocultan las grandes gestas que la acompañan a lo largo de los siglos, los santos que ha producido, los beneficios que la civilización occidental recibió de la unión vital entre la Iglesia y vuestro pueblo? Os hablan mucho de ejercicios deportivos, los cuales, si se usan en una bien entendida medida, dan gallardía física, que es un beneficio para la juventud. Pero hoy se les señala, con frecuencia, una extensión que no tiene en cuenta ni la formación integral y armónica del cuerpo y del espíritu, ni el conveniente cuidado de la vida de familia, ni el mandamiento de santificar el día del Señor. Con una indiferencia rayana en el desprecio, se despoja al día del Señor de su carácter sagrado y de su recogimiento que corresponde a la mejor tradición alemana. Esperamos confiados que los jóvenes alemanes católicos reivindicarán explícitamente, en el difícil ambiente de las organizaciones obligatorias del Estado, su derecho a santificar cristianamente el día del Señor; que el cuidado de robustecer el cuerpo no les hará olvidar su alma inmortal; que no se dejarán vencer por el mal, sino que más bien procurarán ahogar el mal con el bien (Rom 12,21); que seguirán considerando como meta altísima suya la corona de la victoria en el estadio de la vida eterna (1Cor 9,24-25).
10. SACERDOTES Y RELIGIOSOS
44. Dirigimos una palabra de particular gratitud y de exhortación a los sacerdotes de Alemania, a los cuales, con sumisión a sus Obispos, corresponde mostrar a la grey de Cristo los rectos senderos, en tiempos difíciles y en circunstancias duras, con la solicitud diaria, con la paciencia apostólica. No os canséis, amados hijos y partícipes de los divinos misterios, de seguir al eterno Sumo Sacerdote Jesucristo en su amor y oficio de buen samaritano. Caminad de continuo en una conducta inmaculada ante Dios, en una incesante autodisciplina y perfeccionamiento, en un amor misericordioso para todos los que os han sido confiados, especialmente para con los que peligran, los débiles y los vacilantes. Sed guías para los fieles, apoyo para los que titubean, maestros para los que dudan, consoladores para los afligidos, bienhechores desinteresados y consejeros para todos. Las pruebas y los sufrimientos por que ha pasado vuestro pueblo en el periodo de la posguerra, no pasaron sin dejar huellas en su alma. Os han dejado angustias y amarguras, que sólo paulatinamente podrán curarse y ser superadas por un espíritu de amor desinteresado y operante. Este amor, que es la armadura indispensable al apóstol, especialmente en el mundo presente, agitado y trastornado, Nos lo deseamos y lo imploramos de Dios para vosotros en medida copiosa. El amor apostólico, si no logra haceros olvidar, por lo menos os hará perdonar muchas amarguras inmerecidas que, en vuestro camino de sacerdotes y de pastores de almas, son hoy más numerosas que nunca. Por lo demás, este amor inteligente y misericordioso para con los descarriados y para con los mismos que os ultrajan no significa, ni en manera alguna puede significar, renuncia a proclamar, a hacer valer y a defender con valentía la verdad, y a aplicarla a la realidad que os rodea. El primero y más obvio don amoroso del sacerdote al mundo es servirle la verdad, la verdad toda entera; desenmascarar y refutar el error, cualquiera que sea su forma o su disfraz. La renuncia a esto sería no solamente una traición a Dios y a vuestra santa vocación, sino un delito en lo tocante al verdadero bienestar de vuestro pueblo y de vuestra patria. A todos aquellos, que han conservado para con sus obispos la fidelidad prometida en la ordenación, a aquellos que en el cumplimiento de su oficio pastoral han tenido y tienen que soportar dolores y persecuciones —algunos hasta ser encarcelados o mandados a campos de concentración—, a todos ellos llegue la expresión de la gratitud y el encomio del Padre de la Cristiandad.
45. Y Nuestra gratitud paterna se extiende igualmente a los religiosos de ambos sexos; una gratitud unida a una participación íntima por el hecho de que, a consecuencia de medidas contra las Ordenes y Congregaciones religiosas, muchos han sido arrancados del campo de una actividad bendita y para ellos gratísima. Si algunos han sucumbido y se han mostrado indignos de su vocación, sus yerros, condenados también por la Iglesia, no disminuyen el mérito de la grandísima mayoría que con desinterés y pobreza voluntaria se han esforzado por servir con plena entrega a su Dios y a su pueblo. El celo, la fidelidad, el esfuerzo en perfeccionarse, la solícita caridad para con el prójimo y la prontitud bienhechora de aquellos religiosos cuya actividad se desenvuelve en los cuidados pastorales, en los hospitales y en la escuela, son y siguen siendo gloriosa aportación al bienestar privado y público; un futuro tiempo más tranquilo les hará justicia más que el turbulento que atravesamos. Nos tenemos confianza de que los superiores de las comunidades religiosas tomarán pie de las dificultades y pruebas presentes para implorar del Omnipotente nueva lozanía y nueva fertilidad sobre el duro campo de su trabajo por medio de un redoblado celo, de una vida espiritual profunda, de una santa gravedad conforme a su vocación y de una genuina disciplina regular.
11. A LOS FIELES SEGLARES
46. Se ofrecen a nuestra vista, en inmenso desfile, nuestros amados hijos e hijas, a quienes los sufrimientos de la Iglesia en Alemania y los suyos nada han quitado de su entrega a la causa de Dios, nada de su tierno afecto hacia el Padre de la Cristiandad, nada de su obediencia a los obispos y sacerdotes, nada de su alegre prontitud en permanecer en lo sucesivo, pase lo que pase, fieles a lo que han creído y a lo que han recibido como preciosa herencia de sus antepasados. Con corazón conmovido les enviamos nuestro paternal saludo.
47. Y en prime lugar, a los miembros de las asociaciones católicas, que con valentía y a costa de sacrificios, a menudo dolorosos, se han mantenido fieles a Cristo y no han estado jamás dispuestos a ceder en aquellos derechos que un solemne pacto había auténticamente garantizado a la Iglesia y a ellos.
48. Un saludo particularmente cordial va también a los padres católicos. Sus derechos y sus deberes en la educación de los hijos que Dios les ha dado están en el punto agudo de una lucha tal que no se puede imaginar otra mayor. La Iglesia de Cristo no puede comenzar a gemir y a lamentarse solamente cuando se destruyen los altares y manos sacrílegas incendian los santuarios. Cuando se intenta profanar, con una educación anticristiana, el tabernáculo del alma del niño, santificada por el bautismo; cuando se arranca de este templo vivo de Dios la antorcha de la fe y en su lugar se coloca la falsa luz de un sustitutivo de la fe, que no tiene nada que ver con la fe de la cruz, entonces ya está inminente la profanación espiritual del templo, y es deber de todo creyente separar claramente su responsabilidad de la parte contraria, y su conciencia de toda pecaminosa colaboración en tan nefasta destrucción. Y cuanto más se esfuercen los enemigos en negar o disimular sus turbios designios, tanto más necesaria es una avisada desconfianza y una vigilancia precavida, estimulada por una amarga experiencia. La conservación meramente formularia de una instrucción religiosa —por otra parte controlada y sojuzgada por gente incompetente— en el ambiente de una escuela que en otros ramos de la instrucción trabaja sistemática y rencorosamente contra la misma religión, no puede nunca ser título justificativo para que un cristiano consienta libremente en tal clase de escuela, destructora para la religión. Sabemos, queridos padres católicos, que no es el caso de hablar, con respecto a vosotros, de un semejante consentimiento, y sabemos que una votación libre y secreta entre vosotros equivaldría a un aplastante plebiscito en favor de la escuela confesional. Y por esto no nos cansaremos tampoco en lo futuro de echar en cara francamente a las autoridades responsables la ilegalidad de las medidas violentas que hasta ahora se han tomado, y el deber que tienen de permitir la libre manifestación de la voluntad. Entretanto, no os olvidéis de esto: ningún poder terreno puede eximiros del vínculo de responsabilidad, impuesto por Dios, que os une con vuestros hijos. Ninguno de los que hoy oprimen vuestro derecho a la educación y pretenden sustituiros en vuestros deberes de educadores podrá responder por vosotros al Juez eterno, cuando le dirija la pregunta: ¿Dónde están los que yo te di? Que cada uno de vosotros pueda responder: No he perdido a ninguno de los que me diste (Jn 18,9).
49. Venerables hermanos, estamos ciertos de que las palabras que Nos os dirigimos, y por vuestro conducto a los católicos del Reich alemán, encontrarán, en esta hora decisiva, en el corazón y en las acciones de nuestros fieles hijos un eco correspondiente a la solicitud amorosa del Padre común. Si hay algo que Nos imploramos del Señor con particular fervor, es que nuestras palabras lleguen también a los oídos y al corazón de aquellos que han empezado a dejarse prender por las lisonjas y por las amenazas de los enemigos de Cristo y de su santo Evangelio y que les hagan reflexionar.
50. Hemos pesado cada palabra de esta encíclica en la balanza de la verdad y, al mismo tiempo, del amor. No queríamos, con un silencio inoportuno, ser culpables de no haber aclarado la situación, ni de haber endurecido con un rigor excesivo el corazón de aquellos que, estando confiados a nuestra responsabilidad pastoral, no nos son menos amados porque caminen ahora por las vías del error y porque se hayan alejado de la Iglesia. Aunque muchos de éstos, acostumbrados a los modos del nuevo ambiente, no tienen sino palabras de ingratitud y hasta de injuria para la casa paterna y para el Padre mismo; aunque olvidan cuán precioso es lo que ellos han despreciado, vendrá el día en que el espanto que sentirán por su alejamiento de Dios y por su indigencia espiritual pesará sobre estos hijos hoy perdidos, y la añoranza nostálgica los conducirá de nuevo al Dios que alegró su juventud (Sal42[43],4), y a la Iglesia, cuya mano materna les enseñó el camino hacia el Padre celestial. Acelerar esta hora es el objeto de nuestras incesantes plegarias.
51. Como otras épocas de la Iglesia, también ésta será precursora de nuevos progresos y de purificación interior, cuando la fortaleza en la profesión de la fe y la prontitud en afrontar los sacrificios por parte de los fieles de Cristo sean lo bastante grandes para contraponer a la fuerza material de los opresores de la Iglesia la adhesión incondicional a la fe, la inquebrantable esperanza, anclada en lo eterno, la fuerza arrolladora de una caridad activa. El sagrado tiempo a la Cuaresma y de Pascua, que invita al recogimiento y a la penitencia y hace al cristiano volver los ojos más que nunca a la cruz, así como también al esplendor del Resucitado, sea para todos y para cada uno de vosotros una ocasión, que acogeréis con gozo y aprovecharéis con ardor, para llenar toda el alma con el espíritu heroico, paciente y victorioso que irradia de la cruz de Cristo. Entonces los enemigos de Cristo —estamos seguros de ello—, que en vano sueñan con la desaparición de la Iglesia, reconocerán que se han alegrado demasiado pronto y que han querido sepultarla demasiado deprisa. Entonces vendrá el día en que, en vez de prematuros himnos de triunfo de los enemigos de Cristo, se elevará al cielo, de los corazones y de los labios de los fieles el Te Deum de la liberación, un Te Deum de acción de gracias al Altísimo, un Te Deum de júbilo, porque el pueblo alemán, hasta en sus mismos miembros descarriados, habrá encontrado el camino de la vuelta a la religión; con una fe purificada por el dolor, doblará nuevamente su rodilla en presencia del Rey del tiempo y de la eternidad, Jesucristo, y se dispondrá a luchar —contra los que niegan a Dios y destruyen el Occidente cristiano— en armonía con todos los hombres bienintencionados de las otras naciones y a cumplir la misión que le han asignado los planes del Eterno.
52. Aquel, que sondea los corazones y los deseos (Sal 7,10) nos es testigo de que Nos no tenemos aspiración más íntima que la del restablecimiento de una paz verdadera entre la Iglesia y el Estado en Alemania. Pero si la paz, sin culpa nuestra, no viene, la Iglesia de Dios defenderá sus derechos y sus libertades, en nombre del Omnipotente, cuyo brazo aun hoy no se ha abreviado. Llenos de confianza en El, no cesamos de rogar y de invocar (Col 1,9) por vosotros, hijos de la Iglesia, para que se acorten los días de la tribulación, y para que seáis hallados fieles en el día de la prueba, y para que aun a los mismos perseguidores y opresores les conceda el Padre de toda luz y de toda misericordia la hora del arrepentimiento para sí y para muchos que con ellos han errado y yerran.
Con esta plegaria en el corazón y en los labios, Nos impartimos, como prenda de la ayuda divina, como apoyo en vuestras decisiones difíciles y llenas de responsabilidad, como lenitivo en el dolor, a vosotros, obispos, pastores de vuestro pueblo fiel, a los sacerdotes, a los religiosos, a los apóstoles seglares de la Acción Católica y a todos vuestros diocesanos, y en señalado lugar a los enfermos y prisioneros, con amor paternal la Bendición Apostólica.
Dado en el Vaticano, en la dominica de Pasión, 14 de marzo de 1937.
PIUS PP.XI
http://w2.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_p-xi_enc_14031937_mit-brennender-sorge.html
CARTA ENCÍCLICA
QUADRAGESIMO ANNO
DE SU SANTIDAD
PÍO XI
SOBRE LA RESTAURACIÓN DEL ORDEN SOCIAL EN PERFECTA
CONFORMIDAD CON LA LEY EVANGÉLICA
AL CELEBRARSE EL 40º ANIVERSARIO DE LA ENCÍCLICA
"RERUM NOVARUM" DE LEÓN XIII
A LOS VENERABLES HERMANOS PATRIARCAS,
Venerables hermanos y queridos hijos:
1. En el cuadragésimo aniversario de publicada la egregia encíclica Rerum novarum, debida a León XIII, de feliz recordación, todo el orbe católico se siente conmovido por tan grato recuerdo y se dispone a conmemorar dicha carta con la solemnidad que se merece.
2. Y con razón, ya que, aun cuando a este insigne documento de pastoral solicitud le habían preparado el camino, en cierto modo, las encíclicas de este mismo predecesor nuestro sobre el fundamento de la sociedad humana, que es la familia, y el venerando sacramento del matrimonio (Enc. Arcanum, 10 de febrero de 1880), sobre el origen del poder civil (Enc. Diuturnum, 29 de junio de 1881) y sus relaciones con la Iglesia (Enc. Immortale Dei, 1 de noviembre de 1885), sobre los principales deberes de los ciudadanos cristianos (Enc. Sapientiae christianae, 10 de enero de 1890), contra los errores de los «socialistas» (Enc. Quod apostolici muneris, 28 de diciembre de 1878) y la funesta doctrina sobre la libertad humana ((Enc. Libertas, 20 de junio de 1888), y otras de este mismo orden, que habían expresado ampliamente el pensamiento de León XIII, la encíclica Rerum novarum tiene de peculiar entre todas las demás el haber dado al género humano, en el momento de máxima oportunidad e incluso de necesidad, normas las más seguras para resolver adecuadamente ese difícil problema de humana convivencia que se conoce bajo el nombre de «cuestión social».
Ocasión
3. Pues, a finales del siglo XIX, el planteamiento de un nuevo sistema económico y el desarrollo de la industria habían llegado en la mayor parte de las naciones al punto de que se viera a la sociedad humana cada vez más dividida en dos clases: una, ciertamente poco numerosa, que disfrutaba de casi la totalidad de los bienes que tan copiosamente proporcionaban los inventos modernos, mientras la otra, integrada por la ingente multitud de los trabajadores, oprimida por angustiosa miseria, pugnaba en vano por liberarse del agobio en que vivía.
4. Soportaban fácilmente la situación, desde luego, quienes, abundando en riquezas, juzgaban que una tal situación venía impuesta por leyes necesarias de la economía y pretendían, por lo mismo, que todo afán por aliviar las miserias debía confiarse exclusivamente a la caridad, cual si la caridad estuviera en el deber de encubrir una violación de la justicia, no sólo tolerada, sino incluso sancionada a veces por los legisladores.
Los obreros, en cambio, afligidos por una más dura suerte, soportaban esto con suma dificultad y se resistían a vivir por más tiempo sometidos a un tan pesado yugo, recurriendo unos, arrebatados por el ardor de los malos consejos, al desorden y aferrándose otros, a quienes su formación cristiana apartaba de tan perversos intentos, a la idea de que había muchos puntos en esta materia que estaban pidiendo una reforma profunda y urgente.
5. Y no era otra la convicción de muchos católicos, sacerdotes y laicos, a quienes una admirable caridad venía impulsando ya de tiempo a aliviar la injusta miseria de los proletarios, los cuales no alcanzaban a persuadirse en modo alguno que una tan enorme y tan inicua diferencia en la distribución de los bienes temporales pudieran estar efectivamente conforme con los designios del sapientísimo Creador.
6. Éstos, en efecto, buscaban sinceramente el remedio inmediato para el lamentable desorden de los pueblos y una firme defensa contra males peores; pero —debilidad propia de las humanas mentes, aun de las mejores—, rechazados aquí cual perniciosos innovadores, obstaculizados allá por los propios compañeros de la buena obra partidarios de otras soluciones, inciertos entre pareceres encontrados, se quedaban perplejos sin saber a dónde dirigirse.
7. En medio de tan enorme desacuerdo, puesto que las discusiones no se desarrollaban siempre pacíficamente, como ocurre con frecuencia en otros asuntos, los ojos de todos se volvía a la Cátedra de Pedro, a este sagrado depósito de toda verdad, del que emanan palabras de salvación para todo el orbe, y, afluyendo con insólita frecuencia a los pies del Vicario de Cristo en la tierra, no sólo los peritos en materia social y los patronos, sino incluso los mismos obreros, las voces de todos se confundían en la demanda de que se les indica, finalmente, el camino seguro.
8. El prudentísimo Pontífice meditó largamente acerca de todo esto ante la presencia de Dios, solicitó el asesoramiento de los más doctos, examinó atentamente la importancia del problema en todos sus aspectos y, por fin, urgiéndole «la conciencia de su apostólico oficio» (Rerum novarum, 1), para que no pareciera que, permaneciendo en silencio, faltaba a su deber (Rerum novarum, 13), resolvió dirigirse, con la autoridad del divino magisterio a él confiado, a toda la Iglesia de Cristo y a todo el género humano.
9. Resonó, pues, el día 15 de mayo de 1891 aquella tan deseada voz, sin aterrarse por la dificultad del tema ni debilitada por la vejez, enseñando con renovada energía a toda la humana familia a emprender nuevos caminos en materia social.
Puntos capitales
10. Conocéis, venerables hermanos y amados hijos, y os hacéis cargo perfectamente de la admirable doctrina que hizo siempre célebre la encíclica Rerum novarum. En ella, el óptimo Pastor, doliéndose de que una parte tan grande de los hombres "se debatiera inmerecidamente en una situación miserable y calamitosa", tomó a su cargo personalmente, con toda valentía, la causa de los obreros, a quienes "el tiempo fue insensiblemente entregando, aislados e indefensos, a la inhumanidad de los empresarios y a la desenfrenada codicia de los competidores" (Rerum novarum, 9), sin recurrir al auxilio ni del liberalismo ni del socialismo, el primero de los cuales se había mostrado impotente en absoluto para dirimir adecuadamente la cuestión social, y el segundo, puesto que propone un remedio mucho peor que el mal mismo, habría arrojado a la humanidad a más graves peligros.
11. El Pontífice, en cambio, haciendo uso de su pleno derecho y sosteniendo con toda rectitud que la custodia de la religión y la dispensación de aquellas cosas a ella estrechamente vinculadas le han sido confiadas principalísimamente a él, puesto que se trataba de una cuestión "cuya solución aceptable sería verdaderamente nula si no se buscara bajo los auspicios de la religión y de la Iglesia" (Rerum novarum, 13), fundado exclusivamente en los inmutables principios derivados de la recta razón y del tesoro de la revelación divina, indicó y proclamó con toda firmeza y "como teniendo potestad" (Mt 7,29) "los derechos y deberes a que han de atenerse los ricos y los proletarios, los que aportan el capital y los que ponen el trabajo" (Rerum novarum, 1), así como también lo que corresponde hacer a la Iglesia, a los poderes públicos y a los mismos interesados directamente en el problema.
12. Y no resonó en vano la voz apostólica, pues la escucharon, estupefactos, y le prestaron el máximo apoyo no sólo los hijos sumisos de la Iglesia, sino también muchos de entre los más distanciados de la verdad y de la unidad de la fe, así como casi todos los que posteriormente se han ocupado, sea como investigadores particulares o como legisladores, de materia social y económica.
13. Pero sobre todo recibieron con júbilo esta encíclica los trabajadores cristianos, que se sintieron reivindicados y defendidos por la suprema autoridad sobre la tierra, e igualmente aquellos generosos varones que, dedicados ya de mucho tiempo a aliviar la condición de los trabajadores, apenas habían logrado hasta la fecha otra cosas que indiferencia en muchos y odiosas sospechas en la mayor parte, cuando no una abierta hostilidad. Con razón, por consiguiente, todos ellos han distinguido siempre con tantos honores esta encíclica, celebrándose en todas partes el aniversario de su aparición con diversas manifestaciones de gratitud, según los diversos lugares.
14. No faltaron, sin embargo, en medio de tanta concordia, quienes mostraron cierta inquietud; de lo que resultó que una tan noble y elevada doctrina como la de León XIII, totalmente nueva para los oídos mundanos, fuera considerada sospechosa para algunos, incluso católicos, y otros la vieran hasta peligrosa. Audazmente atacados por ella, en efecto, los errores del liberalismo se vinieron abajo, quedaron relegados los inveterados prejuicios y se produjo un cambio que no se esperaba; de forma de los tardos de corazón tuvieron a menos aceptar esta nueva filosofía social y los cortos de espíritu temieron remontarse a tales alturas. Hubo quienes admiraron esa luz, pero juzgándola más como un ideal de perfección utópico, capaz, sí, de despertar anhelos, pero imposible de realizar.
Finalidad de esta encíclica
15. Por ello, hemos considerado oportuno, venerables hermanos y amados hijos, puesto que todos por doquiera, y especialmente los obreros católicos, que desde todas partes se reúnen en esta ciudad santa de Roma, conmemoran con tanto fervor de alma y tanta solemnidad el cuadragésimo aniversario de la encíclica Rerum novarum, aprovechar esta ocasión para recordar los grandes bienes que de ella se han seguido, tanto para la Iglesia católica como para toda la sociedad humana; defender de ciertas dudas la doctrina de un tan gran maestro en materia social y económica, desarrollando más algunos puntos de la misma, y, finalmente, tras un cuidadoso examen de la economía contemporánea y del socialismo, descubrir la raíz del presente desorden social y mostrar el mismo tiempo el único camino de restauración salvadora, es decir, la reforma cristiana de las costumbres. Todo esto que nos proponemos tratar comprenderá tres capítulos, cuyo desarrollo ocupará por entero la presente encíclica.
I. Beneficios de la encíclica "Rerum novarum"
16. Comenzando por lo que hemos propuesto tratar en primer término, fieles al consejo de San Ambrosio, según el cual "ningún deber mayor que el agradecimiento", no podemos menos de dar las más fervorosas gracias a Dios omnipotente por los inmensos beneficios que de la encíclica León XIII se han seguido para la Iglesia y para la sociedad humana.
Beneficios que, de querer recordarlos siquiera superficialmente, tendríamos que repasar toda la historia de las cuestiones sociales de estos últimos cuarenta años. Pueden, sin embargo, reducirse fácilmente a tres puntos principales, según los tres tipos de ayuda que nuestro predecesor deseaba para realizar su gran obra de restauración.
1. La obra de la Iglesia
17. El propio León XIII había enseñado ya claramente qué se debía esperar de la Iglesia: "En efecto, es la Iglesia la que saca del Evangelio las enseñanzas en virtud de las cuales se puede resolver por completo el conflicto o, limando sus asperezas, hacerlo más soportable; ella es la que trata no sólo de instruir las inteligencias, sino también de encauzar la vida y las costumbres de cada uno con sus preceptos; ella la que mejora la situación de los proletarios con muchas utilísimas instituciones" (Rerum novarum, 13).
En materia doctrinal
18. Ahora bien, la Iglesia no dejó, en modo alguno, que estos manantiales quedaran estancados en su seno, sino que bebió copiosamente de ellos para bien común de la tan deseada paz.
La doctrina sobre materia social y económica de la encíclica Rerum novarum había sodio ya proclamada una y otra vez, de palabra y por escrito, por el mismo León XIII y por sus sucesores, que no dejaron de insistir sobre ella y adaptarla convenientemente a las circunstancias de los tiempos cuando se presentó la ocasión, poniendo siempre por delante, en la defensa de los pobres y de los débiles, una caridad de padres y una constancia de pastores; y no fue otro el comportamiento de tantos obispos, que, interpretando asidua y prudentemente la misma doctrina, la ilustraron con comentarios y procuraron acomodarla a las circunstancias de las diversas regiones, según la mente y las enseñanzas de la Santa Sede.
19. Nada de extraño, por consiguiente, que, bajo la dirección y el magisterio de la Iglesia, muchos doctos varones, así eclesiásticos como seglares, se hayan consagrado con todo empeño al estudio de la ciencia social y económica, conforme a las exigencias de nuestro tiempo, impulsados sobre todo por el anhelo de que la doctrina inalterada y absolutamente inalterable de a Iglesia saliera eficazmente al paso a las nuevas necesidades.
20. De este modo, mostrando el camino y llevando la luz que trajo la encíclica de León XIII, surgió una verdadera doctrina social de la Iglesia, que esos eruditos varones, a los cuales hemos dado el nombre de cooperadores de la Iglesia, fomentan y enriquecen de día en día con inagotable esfuerzo, y no la ocultan ciertamente en las reuniones cultas, sino que la sacan a la luz del sol y a la calle, como claramente lo demuestran las tan provechosas y celebradas escuelas instituidas en universidades católicas, en academias y seminarios, las reuniones o "semanas sociales, tan numerosas y colmadas de los mejores frutos; los círculos de estudios y, por último, tantos oportunos y sanos escritos divulgados por doquiera y por todos los medios.
21. Y no queda reducido a estos límites el beneficio derivado de la encíclica de León XIII, pues la doctrina enseñada en la Rerum novarum ha sido insensiblemente adueñándose incluso de aquellos que, apartados de la unidad católica, no reconocen la potestad de la Iglesia; con lo cual, los principios católicos en materia social han pasado poco a poco a ser patrimonio de toda periódicos y libros, incluso acatólicos, sino también en los organismos legislativos o en los tribunales de justicia.
22. ¿Qué más que, después de una guerra, terrible, los gobernantes de las naciones más poderosas, restaurando la paz y luego de haber restablecido las condiciones sociales, entre las normas dictadas para atemperar a la justicia y a la equidad el trabajo de los obreros, dictaron muchas cosas que están tan de acuerdo con los principios y admoniciones de León XIII, que parecen deducidas de éstos?
La encíclica Rerum novarum ha quedado, en efecto, consagrada como un documento memorable, pudiendo aplicársele con justicia las palabras de Isaías: ¡Levantó una bandera entre las naciones! (Is 11, 12)
En la aplicación de la doctrina
23. Entre tanto, mientras con el avance de las investigaciones científicas los preceptos de León XIII se difundían ampliamente entre los hombres, se procedió a la puesta en práctica de los mismos.
Ante todo, se dedicaron con diligente benevolencia los más solícitos cuidados a elevar esa clase de hombres que, a consecuencia del enorme progreso de las industrias modernas, no habían logrado todavía un puesto o grado equitativo en el consorcio humano y permanecía, por ello, poco menos que olvidada y menospreciada: nos referimos a los obreros, a quienes no pocos sacerdotes del clero tanto secular como regular, aun cuando ocupados en otros menesteres pastorales, siguiendo el ejemplo de los obispos, tendieron inmediatamente la mano para ayudarlos, con gran fruto de esas almas.
Labor constante emprendida para imbuir los ánimos de los obreros en el espíritu cristiano, que ayudó mucho también para darles a conocer su verdadera dignidad y capacitarlos, mediante la clara enseñanza de los derechos y deberes de su clase, para progresar legítima y prósperamente y aun convertirlos en guías de los demás.
24. De ello obtuvieron con mayor seguridad más exuberantes ayudas en todos los aspectos de la vida, pues no sólo comenzaron a multiplicarse, conforme a las exhortaciones del Pontífice, las obras de beneficencia y de caridad, sino que de día en día fueron surgiendo por todas partes nuevas y provechosas instituciones, mediante las cuales, bajo el consejo de la Iglesia y de la mayor parte de los sacerdotes, los obreros, los artesanos, los agricultores y los asalariados de toda índole se prestan mutuo auxilio y ayuda.
2. Labor del Estado
25. Por lo que se refiere al poder civil, León XIII, desbordando audazmente los límites impuestos por el liberalismo, enseña valientemente que no debe limitarse a ser un mero guardián del derecho y del recto orden, sino que, por el contrario, debe luchar con todas sus energías para que "con toda la fuerza de las leyes y de las instituciones, esto es, haciendo que de la ordenación y administración misma del Estado brote espontáneamente la prosperidad, tanto de la sociedad como de los individuos" (Rerum novarum, 26).
Lo mismo a los individuos que a las familias debe permitírseles una justa libertad de acción, pero quedando siempre a salvo el bien común y sin que se produzca injuria para nadie. A los gobernantes de la nación compete la defensa de la comunidad y de sus miembros, pero en la protección de esos derechos de los particulares deberá sobre todo velarse por los débiles y los necesitados.
Puesto que "la gente rica, protegida por sus propios recursos, necesita menos de la tutela pública, la clase humilde, por el contrario, carente de todo recurso, se confía principalmente al patrocinio del Estado. Éste deberá, por consiguiente, rodear de singulares cuidados y providencia a los asalariados, que se cuentan entre la muchedumbre desvalida" (Rerum novarum, 29).
26. No negamos, desde luego, que algunos gobernantes, aun antes de la encíclica de León XIII, atendieron algunas necesidades de los trabajadores y reprimieron atroces injurias a ellos inferidas. Pero, una vez que hubo resonado desde la Cátedra de Pedro para todo el orbe la voz apostólica, los gobernantes, con una más clara conciencia de su cometido, pusieron el pensamiento y el corazón en promover una política social más fecunda.
27. La encíclica Rerum novarum, efectivamente, a vacilar los principios del liberalismo, que desde hacía mucho tiempo venían impidiendo una labor eficaz de los gobernantes, impulsó a los pueblos mismos a fomentar más verdadera e intensamente una política social e incitó a algunos óptimos varones católicos a prestar una valiosa colaboración en esta materia a los dirigentes del Estado, siendo con frecuencia ellos los más ilustres promotores de esta nueva política en los parlamentos; más aún, esas mismas leyes sociales recientemente dictadas fueron no pocas veces sugeridas por los sagrados ministros de la Iglesia, profundamente imbuidos en la doctrina de León XIII, a la aprobación de los oradores populares, exigiendo y promoviendo después enérgicamente la ejecución de las mismas.
28. De esta labor ininterrumpida e incansable surgió una nueva y con anterioridad totalmente desconocida rama del derecho, que con toda firmeza defiende los sagrados derechos de los trabajadores, derechos emanados de su dignidad de hombres y de cristianos: el alma, la salud, el vigor, la familia, la casa, el lugar de trabajo, finalmente, a la condición de los asalariados, toman bajo su protección estas leyes y, sobre todo, cuanto atañe a las mujeres y a los niños.
Y si estas leyes no se ajustan estrictamente en todas partes y en todo a las enseñanzas de León XIII, no puede, sin embargo, negarse que en ellas se advierten muchos puntos que saben fuertemente a Rerum novarum, encíclica a la que debe sobremanera el que haya mejorado tanto la condición de los trabajadores.
3. Labor de las partes interesadas
29. Finalmente, el providentísimo Pontífice demuestra que los patronos y los mismos obreros pueden mucho en este campo, "esto es, con esas instituciones, mediante las cuales puedan atender convenientemente a las necesidades y acercar más una clase a la otra" (Rerum novarum, 36).
Y afirma que el primer lugar entre estas instituciones debe atribuirse a las asociaciones que comprenden, ya sea a sólo obreros, ya juntamente a obreros y patronos, y se detiene largamente en exponerlas y recomendarlas, explicando, con una sabiduría verdaderamente admirable, su naturaleza, su motivo, su oportunidad, sus derechos, sus deberes y sus leyes.
30. Enseñanzas publicadas muy oportunamente, pues en aquel tiempo los encargados de regir los destinos públicos de muchas naciones, totalmente adictos al liberalismo, no prestaban apoyo a tales asociaciones, sino que más bien eran opuestos a ellas y, reconociendo sin dificultades asociaciones similares de otras clases de personas, patrocinándolas incluso, denegaban a los trabajadores, con evidente injusticia, el derecho natural de asociarse, siendo ellos los que más lo necesitaban para defenderse de los abusos de los poderosos; y no faltaban aun entre los mismos católicos quienes miraran con recelo este afán de los obreros por constituir tales asociaciones, como si éstas estuvieran resabiadas de socialismo y sedición.
Asociaciones de obreros
31. Deben tenerse, por consiguiente, en la máxima estimación las normas dadas por León XIII en virtud de su autoridad, que han podido superar estas contrariedades y desvanecer tales sospechas; pero su mérito principal radica en que incitaron a los trabajadores a la constitución de asociaciones profesionales, les enseñaron el modo de llevar esto a cabo y confirmaron en el camino del deber a muchísimos, a quienes atraían poderosamente las instituciones de los socialistas, que, alardeando de redentoras, se presentaban a sí mismas como la única defensa de los humildes y de los oprimidos.
32. Con una gran oportunidad declaraba la encíclica Rerum novarum que estas asociaciones "se han de constituir y gobernar de tal modo que proporcionen los medios más idóneos y convenientes para el fin que se proponen, consistente en que cada miembro consiga de la sociedad, en la medida de lo posible, un aumento de los bienes del cuerpo, del alma y de la familia. Pero es evidente que se ha de tender, como a fin principal, a la perfección de la piedad y de las costumbres y, asimismo, que a este fin habrá de encaminarse toda la disciplina social" (Rerum novarum, 42).
Ya que "puesto el fundamento de las leyes sociales en la religión, el camino queda expedito para establecer las mutuas relaciones entre los asociados, para llegar a sociedades pacíficas y a un florecimiento del bienestar" (Rerum novarum, 43).
33. Con una ciertamente laudable diligencia se han consagrado por todas partes a la constitución de estas asociaciones tanto el clero como los laicos, deseosos de llevar íntegramente a su realización el proyecto de León XIII.
Asociaciones de esta índole han formado trabajadores verdaderamente cristianos, que, uniendo amigablemente el diligente ejercicio de su oficio con los saludables preceptos religiosos, fueran capaces de defender eficaz y decididamente sus propios asuntos temporales y derechos, con el debido respeto a la justicia y el sincero anhelo de colaborar con otras clases de asociaciones en la total renovación de la vida cristiana.
34. Los consejos y advertencias de León XIII han sido llevados a la práctica de manera diferente, conforme a las exigencias de cada lugar. En algunas partes asumió la realización de todos los fines indicados por el Pontífice una asociación única; en cambio, en otras, por aconsejarlo o imponerlo así las circunstancias, se crearon asociaciones diferentes: unas, que dedicaran su atención a la defensa de los derechos y a los legítimos intereses de los asociados en el mercado del trabajo; otras, que cuidaran de las prestaciones de ayuda mutua en materia económica; otras, finalmente, que se ocuparan sólo de los deberes religiosos y morales y demás obligaciones de este tipo.
35. Este segundo procedimiento se siguió principalmente allí donde las leyes nacionales, determinadas instituciones económicas o ese lamentable desacuerdo de ánimos y voluntades, tan difusamente extendido en nuestra sociedad contemporánea, así como la urgente necesidad de resistir en bloque cerrado de anhelos y de fuerzas contra los apretados escuadrones de los deseosos de novedades, constituían un impedimento para la formación de sindicatos católicos.
En tales circunstancias es poco menos que obligado adscribirse a los sindicatos neutros, los cuales, no obstante, profesan siempre la equidad y la justicia y dejan a sus socios católicos en plena libertad de cumplir con su conciencia y obedecer los mandatos de la Iglesia.
Pero toca a los obispos aprobar, allí donde vean que las circunstancias hacen necesarias estas asociaciones y no peligrosas para la religión, que los obreros católicos se inscriban en ellas, teniendo siempre ante los ojos, sin embargo, los principios y cautelas que recomendaba nuestro predecesor Pío X, de santa memoria (Pío X, Enc. Singulari quadam, 24 de septiembre de 1912); de las cuales cautelas la primer ay principal es ésta: que haya, simultáneamente con dichos sindicatos, asociaciones que se ocupen afanosamente en imbuir y formar a los socios en la disciplina de la religión y de las costumbres, a fin de que éstos puedan entrar luego en las asociaciones sindicales con ese buen espíritu con que deben gobernarse en todas sus acciones; de donde resultará que tales asociaciones fructifiquen incluso fuera del ámbito de sus seguidores.
36. Debe atribuirse a la encíclica de León XIII, por consiguiente, que estas asociaciones de trabajadores hayan prosperado por todas partes, hasta el punto de que ya ahora, aun cuando lamentablemente las asociaciones de socialistas y de comunistas las superan en número, engloban una gran multitud de obreros y son capaces, tanto dentro de las fronteras de cada nación cuanto en un terreno más amplio, de defender poderosamente los derechos y los legítimos postulados de los obreros católicos e incluso imponer a la sociedad los saludables principios cristianos.
Asociaciones de otros tipos
37. Lo que tan sabiamente enseñó y tan valientemente defendió León XIII sobre el derecho natural de asociación, comenzó a aplicarse fácilmente a otras asociaciones, no ya sólo a los obreros; por ello debe atribuirse igualmente a la encíclica de León XIII un no pequeño influjo en el hecho de que aun entre los agricultores y otras gentes de condición media hayan florecido tanto y prosperen de día en día unas tan ventajosas asociaciones de esta índole y otras instituciones de este género, en que felizmente se hermana el beneficio económico con el cuidado de las almas.
Asociaciones de patronos
38. Si no puede afirmarse lo mismo de las asociaciones que nuestro mismo predecesor deseaba tan vehementemente que se instituyeran entre patronos y los jefes de industria, y que ciertamente lamentamos que sean tan pocas, esto no debe atribuirse exclusivamente a la voluntad de los hombres, sino a las dificultades muchos mayores que obstaculizan estas asociaciones, y que Nos conocemos perfectamente y estimamos en su justo valor.
Abrigamos, no obstante, la firme esperanza de que dentro de muy poco estos estorbos desaparecerán, y ya saludamos con íntimo gozo de nuestro ánimo ciertos no vanos ensayos de este campo, cuyos copiosos frutos prometen ser mucho más exuberantes en el futuro.
Conclusión: La "Rerum novarum", carta magna del orden social
39. Pero, venerables hermanos y amados hijos, todos estos beneficios de la encíclica de León XIII, que, apuntando más que describiendo, hemos recordado, son tantos y son tan grandes, que prueban plenamente que en ese inmortal documento no se pinta un ideal quimérico, por más que bellísimo, de la sociedad humana, sino que, por el contrario, nuestro predecesor bebió del Evangelio, y por tanto de una fuente siempre viva y vivificante, las doctrinas que pueden, si no acabar en el acto, por lo menos suavizar grandemente esa ruinosa e intestina lucha que desgarra la familia humana.
Que parte de esta buena semilla, tan copiosamente sembrada hace ya cuarenta años, ha caído en tierra buena, lo atestiguan los ricos frutos que la Iglesia de Cristo y el género humano, con el favor de Dios, cosechan de ella para bien de todos.
No es temerario afirmar, por consiguiente, que la encíclica de León XIII, por la experiencia de largo tiempo, ha demostrado ser la carta magna que necesariamente deberá tomar como base toda la actividad cristiana en material social.
Y quienes parecen despreciar dicha carta pontificia y su conmemoración, o blasfeman de lo que ignoran, o nada entienden de lo que de cualquier modo han conocido, o, si lo entienden, habrán de reconocerse reos de injuria y de ingratitud.
40. Ahora bien, como en el curso de estos años no sólo han ido surgiendo algunas dudas sobre la interpretación de algunos puntos de la encíclica de León XIII o sobre las consecuencias que de ella pueden sacarse, lo que ha dado pie incluso entre los católicos a controversias no siempre pacíficas, sino que también, por otro lado, las nuevas necesidades de nuestros tiempos y la diferente condición de las cosas han hecho necesaria una más cuidadosa aplicación de la doctrina de León XIII e incluso algunas ediciones, hemos aprovechado con sumo agrado la oportunidad de satisfacer, en cuanto esté de nuestra parte, estas dudas y estas exigencias de nuestras edad, conforme a nuestro ministerio apostólico, por el cual a todos somos deudores (cf. Rom 1, 14).
II. Doctrina económica y social de la Iglesia
41. Pero antes de entrar en la explicación de estos puntos hay que establecer lo que hace ya tiempo confirmó claramente León XIII: que Nos tenemos el derecho y el deber de juzgar con autoridad suprema sobre estas materias sociales y económicas (Rerum novarum, 13).
Cierto que no se le impuso a la Iglesia la obligación de dirigir a los hombres a la felicidad exclusivamente caduca y temporal, sino a la eterna; más aún, "la Iglesia considera impropio inmiscuirse sin razón en estos asuntos terrenos" (Ubi arcano, 23 de diciembre de 1922). Pero no puede en modo alguno renunciar al cometido, a ella confiado por Dios, de interponer su autoridad, no ciertamente en materias técnicas, para las cuales no cuenta con los medios adecuados ni es su cometido, sino en todas aquellas que se refieren a la moral.
En lo que atañe a estas cosas, el depósito de la verdad, a Nos confiado por Dios, y el gravísimo deber de divulgar, de interpretar y aun de urgir oportuna e importunamente toda la ley moral, somete y sujeta a nuestro supremo juicio tanto el orden de las cosas sociales cuanto el de las mismas cosas económicas.
42. Pues, aun cuando la economía y la disciplina moral, cada cual en su ámbito, tienen principios propios, a pesar de ello es erróneo que el orden económico y el moral estén tan distanciados y ajenos entre sí, que bajo ningún aspecto dependa aquél de éste.
Las leyes llamadas económicas, fundadas sobre la naturaleza de las cosas y en la índole del cuerpo y del alma humanos, establecen, desde luego, con toda certeza qué fines no y cuáles sí, y con qué medios, puede alcanzar la actividad humana dentro del orden económico; pero la razón también, apoyándose igualmente en la naturaleza de las cosas y del hombre, individual y socialmente considerado, demuestra claramente que a ese orden económico en su totalidad le ha sido prescrito un fin por Dios Creador.
43. Una y la misma es, efectivamente, la ley moral que nos manda buscar, así como directamente en la totalidad de nuestras acciones nuestro fin supremo y ultimo, así también en cada uno de los órdenes particulares esos fines que entendemos que la naturaleza o, mejor dicho, el autor de la naturaleza, Dios, ha fijado a cada orden de cosas factibles, y someterlos subordinadamente a aquél.
Obedeciendo fielmente esta ley, resultará que los fines particulares, tanto individuales como sociales, perseguidos por la economía, quedan perfectamente encuadrados en el orden total de los fines, y nosotros, ascendiendo a través de ellos como por grados, conseguiremos el fin ultimo de todas las cosas, esto es, Dios, bien sumo e inexhausto de sí mismo y nuestro.
1. Del dominio o derecho de propiedad
44. Y para entrar ya en los temas concretos, comenzamos por el dominio o derecho de propiedad. Bien sabéis, venerables hermanos y amados hijos, que nuestro predecesor, de feliz recordación, defendió con toda firmeza el derecho de propiedad contra los errores de los socialistas de su tiempo, demostrando que la supresión de la propiedad privada, lejos de redundar en beneficio de la clase trabajadora, constituiría su más completa ruina contra los proletarios, lo que constituye la más atroz de las injusticias, y, además, los católicos no se hallan de acuerdo en torno al auténtico pensamiento de León XIII, hemos estimado necesario no sólo refutar las calumnias contra su doctrina, que es la de la Iglesia en esta materia, sino también defenderla de falsas interpretaciones.
Su carácter individual y social
45. Ante todo, pues, debe tenerse por cierto y probado que ni León XIII ni los teólogos que han enseñado bajo la dirección y magisterio de la Iglesia han negado jamás ni puesto en duda ese doble carácter del derecho de propiedad llamado social e individual, según se refiera a los individuos o mire al bien común, sino que siempre han afirmado unánimemente que por la naturaleza o por el Creador mismo se ha conferido al hombre el derecho de dominio privado, tanto para que los individuos puedan atender a sus necesidades propias y a las de su familia, cuanto para que, por medio de esta institución, los medios que el Creador destinó a toda la familia humana sirvan efectivamente para tal fin, todo lo cual no puede obtenerse, en modo alguno, a no ser observando un orden firme y determinado.
46. Hay, por consiguiente, que evitar con todo cuidado dos escollos contra los cuales se puede chocar. Pues, igual que negando o suprimiendo el carácter social y publico del derecho de propiedad se cae o se incurre en peligro de caer en el "individualismo", rechazando o disminuyendo el carácter privado e individual de tal derecho, se va necesariamente a dar en el "colectivismo" o, por lo menos, a rozar con sus errores.
Si no se tiene en cuanta esto, se irá lógicamente a naufragar en los escollos del modernismo moral, jurídico y social, denunciado por Nos en la encíclica dada a comienzos de nuestro pontificado (Ubi arcano, 23 de diciembre de 1992); y de esto han debido darse perfectísima cuenta quienes, deseosos de novedades, no temen acusar a la Iglesia con criminales calumnias, cual si hubiera consentido que en la doctrina de los teólogos se infiltrara un concepto pagano del dominio, que sería preciso sustituir por otro, que ellos, con asombrosa ignorancia, llaman "cristiano".
Obligaciones inherentes al dominio
47. Y, para poner límites precisos a las controversias que han comenzado a suscitarse en torno a la propiedad y a los deberes a ella inherentes, hay que establecer previamente como fundamento lo que ya sentó León XIII, esto es, que el derecho de propiedad se distingue de su ejercicio (Rerum novarum, 19).
La justicia llamada conmutativa manda, es verdad, respetar santamente la división de la propiedad y no invadir el derecho ajeno excediendo los límites del propio dominio; pero que los dueños no hagan uso de los propio si no es honestamente, esto no atañe ya dicha justicia, sino a otras virtudes, el cumplimiento de las cuales "no hay derecho de exigirlo por la ley" (Ibíd.).
Afirman sin razón, por consiguiente, algunos que tanto vale propiedad como uso honesto de la misma, distando todavía mucho más de ser verdadero que el derecho de propiedad perezca o se pierda por el abuso o por el simple no uso.
48. Por ello, igual que realizan una obra saludable y digna de todo encomio cuantos trata, a salvo siempre la concordia de los espíritus y la integridad de la doctrina tradicional de la Iglesia, de determinar la íntima naturaleza de estos deberes y los límites dentro de los cuales deben hallarse circunscritos por las necesidades de la convivencia social tanto el derecho de propiedad cuanto el uso o ejercicio del dominio, así, por el contrario, se equivocan y yerran quienes pugnan por limitar tanto el carácter individual del dominio, que prácticamente lo anulan.
Atribuciones del Estado
49. De la índole misma individual y social del dominio, de que hemos hablado, se sigue que los hombres deben tener presente en esta materia no sólo su particular utilidad, sino también el bien común. Y puntualizar esto, cuando la necesidad lo exige y la ley natural misma no lo determina, es cometido del Estado.
Por consiguiente, la autoridad pública puede decretar puntualmente, examinada la verdadera necesidad el bien común y teniendo siempre presente la ley tanto natural como divina, qué es lícito y qué no a los poseedores en el uso de sus bienes. El propio León XIII había enseñado sabiamente que "Dios dejó la delimitación de las posesiones privadas a la industria de los individuos y a las instituciones de los pueblos" (Rerum novarum, 7).
Nos mismo, en efecto, hemos declarado que, como atestigua la historia, se comprueba que, del mismo modo que los demás elementos de la vida social, el dominio no es absolutamente inmutable, con estas palabras: "Cuán diversas formas ha revestido la propiedad desde aquella primitiva de los pueblos rudos y salvajes, que aún nos es dado contemplar en nuestros días en algunos países, hasta la forma de posesión de la era patriarcal, y luego en las diversas formas tiránicas (y usamos este término en su sentido clásico), así como bajo los regímenes feudales y monárquicos hasta los tiempos modernos" (Discurso al Comité de Acción Católica de Italia, 16 de mayo de 1926).
Ahora bien, está claro que al Estado no le es lícito desempeñar este cometido de una manera arbitraria, pues es necesario que el derecho natural de poseer en privado y de transmitir los bienes por herencia permanezca siempre intacto e inviolable, no pudiendo quitarlo el Estado, porque "el hombre es anterior al Estado" (Rerum novarum, 6), y también "la familia es lógica y realmente anterior a la sociedad civil" (Rerum novarum, 10).
Por ello, el sapientísimo Pontífice declaró ilícito que el Estado gravara la propiedad privada con exceso de tributos e impuestos. Pues "el derecho de poseer bienes en privado no ha sido dado por la ley, sino por la naturaleza, y, por tanto, la autoridad pública no puede abolirlo, sino solamente moderar su uso y compaginarlo con el bien común" (Rerum novarum, 35).
Ahora bien, cuando el Estado armoniza la propiedad privada con las necesidades del bien común, no perjudica a los poseedores particulares, sino que, por el contrario, les presta un eficaz apoyo, en cuanto que de ese modo impide vigorosamente que la posesión privada de los bienes, que el providentísimo Autor de la naturaleza dispuso para sustento de la vida humana, provoque daños intolerables y se precipite en la ruina: no destruye la propiedad privada, sino que la defiende; no debilita el dominio particular, sino que lo robustece.
Obligaciones sobre la renta libre
50. Tampoco quedan en absoluto al arbitrio del hombre los réditos libres, es decir, aquellos que no le son necesarios para el sostenimiento decoroso y conveniente de su vida, sino que, por el contrario, tanto la Sagrada Escritura como los Santos Padres de la Iglesia evidencian con un lenguaje de toda claridad que los ricos están obligados por el precepto gravísimo de practicar la limosna, la beneficencia y la liberalidad.
51. Ahora bien, partiendo de los principios del Doctor Angélico (cf. Sum. Theol. II-II q. 134), Nos colegimos que el empleo de grandes capitales para dar más amplias facilidades al trabajo asalariado, siempre que este trabajo se destine a la producción de bienes verdaderamente útiles, debe considerarse como la obra más digna de la virtud de la liberalidad y sumamente apropiada a las necesidades de los tiempos.
Títulos de dominio
52. Tanto la tradición universal cuanto la doctrina de nuestro predecesor León XIII atestiguan claramente que son títulos de dominio no sólo la ocupación de una cosa de nadie, sino también el trabajo o, como suele decirse, la especificación. A nadie se le hace injuria, en efecto, cuando se ocupa una cosa que está al paso y no tiene dueño; y el trabajo, que el hombre pone de su parte y en virtud del cual la cosa recibe una nueva forma o aumenta, es lo único que adjudica esos frutos al que los trabaja.
2. Riqueza ("capital") y trabajo
53. Carácter muy diferente tiene el trabajo que, alquilado a otros, se realiza sobre cosa ajena. A éste se aplica principalmente lo dicho por León XIII: "es verdad incuestionable que la riqueza nacional proviene no de otra cosa que del trabajo de los obreros" (Rerum novarum, 27).
¿No vemos acaso con nuestros propios ojos cómo los incalculables bienes que constituyen la riqueza de los hombres son producidos y brotan de las manos de los trabajadores, ya sea directamente, ya sea por medio de máquinas que multiplican de una manera admirable su esfuerzo?
Más aún, nadie puede ignorar que jamás pueblo alguno ha llegado desde la miseria y la indigencia a una mejor y más elevada fortuna, si no es con el enorme trabajo acumulado por los ciudadanos —tanto de los que dirigen cuanto de los que ejecutan—.Pero está no menos claro que todos esos intentos hubieran sido nulos y vanos, y ni siquiera habrían podido iniciarse, si el Creador de todas las cosas, según su bondad, no hubiera otorgado generosamente antes las riquezas y los instrumentos naturales, el poder y las fuerzas de la naturaleza.
¿Qué es, en efecto, trabajar, sino aplicar y ejercitar las energías espirituales y corporales a los bienes de la naturaleza o por medio de ellos? Ahora bien, la ley natural, es decir, la voluntad de Dios promulgada por medio de aquélla, exige que en la aplicación de las cosas naturales a los usos humanos se observe el recto orden, consistente en que cada cosa tenga su dueño.
De donde se deduce que, a no ser que uno realice su trabajo sobre cosa propia, capital y trabajo deberán unirse en una empresa común, pues nada podrán hacer el uno sin el otro. Lo que tuvo presente, sin duda, León XIII cuando escribió: "Ni el capital puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital" (Rerum novarum, 15).
Por lo cual es absolutamente falso atribuir únicamente al capital o únicamente al trabajo lo que es resultado de la efectividad unida de los dos, y totalmente injusto que uno de ellos, negada la eficacia del otro, trate de arrogarse para sí todo lo que hay en el efecto.
Injustas pretensiones del capital
54. Durante mucho tiempo, en efecto, las riquezas o "capital" se atribuyeron demasiado a sí mismos. El capital reivindicaba para sí todo el rendimiento, la totalidad del producto, dejando al trabajador apenas lo necesario para reparar y restituir sus fuerzas.
Pues se decía que, en virtud de una ley económica absolutamente incontrastable, toda acumulación de capital correspondía a los ricos, y que, en virtud de esa misma ley, los trabajadores estaban condenados y reducidos a perpetua miseria o a un sumamente escaso bienestar. Pero es lo cierto que ni siempre ni en todas partes la realidad de los hechos estuvo de acuerdo con esta opinión de los liberales vulgarmente llamados manchesterianos, aun cuando tampoco pueda negarse que las instituciones económico-sociales se inclinaban constantemente a este principio.
Por consiguiente, nadie deberá extrañarse que esas falsas opiniones, que tales engañosos postulados haya sido atacados duramente y no sólo por aquellos que, en virtud de tales teorías, se veían privados de su natural derecho a conseguir una mejor fortuna.
Injustas reivindicaciones del trabajo
55. Fue debido a esto que se acercaran a los oprimidos trabajadores los llamados "intelectuales", proponiéndoles contra esa supuesta ley un principio moral no menos imaginario que ella, es decir, que, quitando únicamente lo suficiente para amortizar y reconstruir el capital, todo el producto y el rendimiento restante corresponde en derecho a los obreros.
El cual error, mientras más tentador se muestra que el de los socialistas, según los cuales todos los medios de producción deben transferirse al Estado, esto es, como vulgarmente se dice, "socializarse", tanto es más peligroso e idóneo para engañar a los incautos: veneno suave que bebieron ávidamente muchos, a quienes un socialismo desembozado no había podido seducir.
Principio regulador de la justa distribución
56. Indudablemente, para que estas falsas doctrinas no cerraran el paso a la paz y a la justicia, unos y otros tuvieron que ser advertidos por las palabras de nuestro sapientísimo predecesor: "A pesar de que se halle repartida entre los particulares, la tierra no deja por ello de servir a la común utilidad de todos".
Y Nos hemos enseñado eso mismo también poco antes, cuando afirmamos que esa participación de los bienes que se opera por medio de la propiedad privada, para que las cosas creadas pudieran prestar a los hombres esa utilidad de un modo seguro y estable, ha sido establecida por la misma naturaleza. Lo que siempre se debe tener ante los ojos para no apartarse del recto camino de la verdad.
57. Ahora bien, no toda distribución de bienes y riquezas entre los hombres es idónea para conseguir, o en absoluto o con la perfección requerida, el fin establecido por Dios. Es necesario, por ello, que las riquezas, que se van aumentando constantemente merced al desarrollo económico-social, se distribuyan entre cada una de las personas y clases de hombres, de modo que quede a salvo esa común utilidad de todos, tan alabada por León XIII, o, con otras palabras, que se conserve inmune el bien común de toda la sociedad.
Por consiguiente, no viola menos está ley la clase rica cuando, libre de preocupación por la abundancia de sus bienes, considera como justo orden de cosas aquel en que todo va a parar a ella y nada al trabajador; que la viola la clase proletaria cuando, enardecida por la conculcación de la justicia y dada en exceso a reivindicar inadecuadamente el único derecho que a ella le parece defendible, el suyo, lo reclama todo para sí en cuanto fruto de sus manos e impugna y trata de abolir, por ello, sin más razón que por se tales, el dominio y réditos o beneficios que no se deben al trabajo, cualquiera que sea el género de éstos y la función que desempeñen en la convivencia humana.
Y no deben pasarse por alto que a este propósito algunos apelan torpe e infundadamente al Apóstol, que decía: Si alguno no quiere trabajar, que no coma (2Tes 3, 10); pues el Apóstol se refiere en esa frase a quienes, pudiendo y debiendo trabajar, no lo hacen, y nos exhorta a que aprovechemos diligentemente el tiempo, así como las energías del cuerpo y del espíritu, para nos ser gravosos a los demás, pudiendo valernos por nosotros mismos. Pero el Apóstol no enseña en modo alguno que el único título que da derecho a alimento o a rentas sea el trabajo (Ibíd., 3,8-10).
58. A cada cual, por consiguiente, debe dársele lo suyo en la distribución de los bienes, siendo necesario que la partición de los bienes creados se revoque y se ajuste a las normas del bien común o de la justicia social, pues cualquier persona sensata ve cuán gravísimo trastorno acarrea consigo esta enorme diferencia actual entre unos pocos cargados de fabulosas riquezas y la incontable multitud de los necesitados.
3. La redención del proletariado
59. He aquí el fin que nuestro predecesor manifestó que debía conseguirse necesariamente: la redención del proletariado. Y esto debemos afirmarlo tanto más enérgicamente y repetirlo con tanta mayor insistencia cuanto que estos saludables mandatos del Pontífice fueron no pocas veces echados en olvido, ya con un estudiado silencio, ya por estimar que eran irrealizables, siendo así que no sólo pueden, sino que deben llevarse a la práctica.
Y no cabe decir que, por haber disminuido aquel pauperismo que León XIII veía en todos sus horrores, tales preceptos han perdido en nuestro tiempo su vigor y su sabiduría. Es cierto que ha mejorado y que se ha hecho más equitativa la condición de los trabajadores, sobre todo en las naciones más cultas y populosas, en que los obreros no pueden ser ya considerados por igual afligidos por la miseria o padeciendo escasez.
Pero luego que las artes mecánicas y la industria del hombre han invadido extensas regiones, tanto en las llamadas tierras nuevas cuanto en los reinos del Extremo Oriente, de tan antigua civilización, ha crecido hasta la inmensidad el número de los proletarios necesitados, cuyos gemidos llegan desde la tierra hasta el cielo; añádase a éstos el ejército enorme de los asalariados rurales, reducidos a las más ínfimas condiciones de vida y privados de toda esperanza de adquirir jamás "algo vinculado por el suelo" (Rerum novarum, 35), y, por tanto, si no se aplican los oportunos y eficaces remedios, condenados para siempre a la triste condición de proletarios.
60. Y aun siendo muy verdad que la condición de proletario debe distinguirse en rigor del pauperismo, no obstante, de un lado, la enorme masa de proletarios, y, de otro, los fabulosos recursos de unos pocos sumamente ricos, constituyen argumento de mayor excepción de que las riquezas tan copiosamente producidas en esta época nuestra, llamada del "industrialismo", no se hallan rectamente distribuidas ni aplicadas con equidad a las diversas clases de hombres.
61. Hay que luchar, por consiguiente, con todo vigor y empeño para que, al menos en el futuro, se modere equitativamente la acumulación de riquezas en manos de los ricos, a fin de que se repartan también con la suficiente profusión entre los trabajadores, no para que éstos se hagan remisos en el trabajo —pues que el hombre ha nacido para el trabajo, como el ave para volar—, sino para que aumenten con el ahorro el patrimonio familiar; administrando prudentemente estos aumentados ingresos, puedan sostener más fácil y seguramente las cargas familiares, y, liberados de la incierta fortuna de la vida, cuya inestabilidad tiene en constante inquietud a los proletarios, puedan no sólo soportar las vicisitudes de la existencia, sino incluso confiar en que, al abandonar este mundo, quedarán convenientemente provistos los que dejan tras sí.
62. Todo esto, que no sólo insinúa, sino que clara y abiertamente proclama nuestro predecesor, Nos lo inculcamos más y más en esta nuestra encíclica, pues, sí no se pone empeño en llevarlo varonilmente y sin demora a su realización, nadie podrá abrigar la convicción de que quepa defender eficazmente el orden público, la paz y la tranquilidad de la sociedad humana contra los promotores de la revolución.
4. El salario justo
63. Mas no podrá tener efectividad si los obreros no llegan a formar con diligencia y ahorro su pequeño patrimonio, como ya hemos indicado, insistiendo en las consignas de nuestro predecesor. Pero ¿de dónde, si no es del pago por su trabajo, podrá ir apartando algo quien no cuenta con otro recurso para ganarse la comida y cubrir sus otras necesidades vitales fuera del trabajo?
Vamos, pues, a acometer esta cuestión del salario, que León XIII consideró "de la mayor importancia" (Rerum novarum, 34), explicando y, donde fuere necesario, ampliando su doctrina y preceptos.
El salario no es injusto de suyo
64. Y, en primer lugar, quienes sostienen que el contrato de arriendo y alquiler de trabajo es de por sí injusto y que, por tanto, debe ser sustituido por el contrato de sociedad, afirman indudablemente una inexactitud y calumnian gravemente a nuestro predecesor, cuya encíclica no sólo admite el "salariado", sino que incluso se detiene largamente a explicarlo según las normas de la justicia que han de regirlo.
65. De todos modos, estimamos que estaría más conforme con las actuales condiciones de la convivencia humana que, en la medida de lo posible, el contrato de trabajo se suavizara algo mediante el contrato de sociedad, como ha comenzado a efectuarse ya de diferentes manera, con no poco provecho de patronos y obreros. De este modo, los obreros y empleados se hacen socios en el dominio o en la administración o participan, en cierta medida, de los beneficios percibidos.
66. Ahora bien, la cuantía del salario habrá de fijarse no en función de uno solo, sino de diversos factores, como ya expresaba sabiamente León XIII con aquellas palabras: "Para establecer la medida del salario con justicia, hay que considerar muchas razones" (Rerum novarum, 17).
67. Declaración con que queda rechazada totalmente la ligereza de aquellos según los cuales esta dificilísima cuestión puede resolverse con el fácil recurso de aplicar una regla única, y ésta nada conforme con la verdad.
68. Se equivocan de medio a medio, efectivamente, quienes no vacilan en divulgar el principio según el cual el valor del trabajo y su remuneración debe fijarse en lo que se tase el valor del fruto por él producido y que, por lo mismo, asiste al trabajo el derecho de reclamar todo aquello que ha sido producido por su trabajo, error que queda evidenciado sólo con lo que antes dijimos acerca del capital y del trabajo.
Carácter individual y social del trabajo
69. Mas, igual que en el dominio, también en el trabajo, sobre todo en el que se alquila a otro por medio de contrato, además del carácter personal o individual, hay que considerar evidentemente el carácter social, ya que, si no existe un verdadero cuerpo social y orgánico, si no hay un orden social y jurídico que garantice el ejercicio del trabajo, si los diferentes oficios, dependientes los unos de los otros, no colaboran y se completan entre sí y, lo que es más todavía, no se asocian y se funden como en una unidad la inteligencia, el capital y el trabajo, la eficiencia humana no será capaz de producir sus frutos. Luego el trabajo no puede ser valorado justamente ni remunerado equitativamente si no se tiene en cuanta su carácter social e individual.
Tres puntos que se deben considerar
70. De este doble carácter, implicado en la naturaleza misma del trabajo humano, se siguen consecuencias de la mayor gravedad, que deben regular y determinar el salario.
a) Sustento del obrero y de su familia
71. Ante todo, el trabajador hay que fijarle una remuneración que alcance a cubrir el sustento suyo y el de su familia (cf. Casti connubii). Es justo, desde luego, que el resto de la familia contribuya también al sostenimiento común de todos, como puede verse especialmente en las familias de campesinos, así como también en las de muchos artesanos y pequeños comerciantes; pero no es justo abusar de la edad infantil y de la debilidad de la mujer.
Las madres de familia trabajarán principalísimamente en casa o en sus inmediaciones, sin desatender los quehaceres domésticos. Constituye un horrendo abuso, y debe ser eliminado con todo empeño, que las madres de familia, a causa de la cortedad del sueldo del padre, se vean en la precisión de buscar un trabajo remunerado fuera del hogar, teniendo que abandonar sus peculiares deberes y, sobre todo, la educación de los hijos.
Hay que luchar denodadamente, por tanto, para que los padres de familia reciban un sueldo lo suficientemente amplio para tender convenientemente a las necesidades domésticas ordinarias. Y si en las actuales circunstancias esto no siempre fuera posible, la justicia social postula que se introduzcan lo más rápidamente posible las reformas necesarias para que se fije a todo ciudadano adulto un salario de este tipo.
No está fuera de lugar hacer aquí el elogio de todos aquellos que, con muy sabio y provechoso consejo, han experimentado y probado diversos procedimientos para que la remuneración del trabajo se ajuste a las cargas familiares, de modo que, aumentando éstas, aumente también aquél; e incluso, si fuere menester, que satisfaga a las necesidades extraordinarias.
b) Situación de la empresa
72. Para fijar la cuantía del salario deben tenerse en cuanta también las condiciones de la empresa y del empresario, pues sería injusto exigir unos salarios tan elevados que, sin la ruina propia y la consiguiente de todos los obreros, la empresa no podría soportar. No debe, sin embargo, reputarse como causa justa para disminuir a los obreros el salario el escaso rédito de la empresa cuando esto sea debido a incapacidad o abandono o a la despreocupación por el progreso técnico y económico.
Y cuando los ingresos no son lo suficientemente elevados para poder atender a la equitativa remuneración de los obreros, porque las empresas se ven gravadas por cargas injustas o forzadas a vender los productos del trabajo a un precio no remunerador, quienes de tal modo las agobian son reos de un grave delito, ya que privan de su justo salario a los obreros, que, obligados por la necesidad, se ven compelidos a aceptar otro menor que el justo.
73. Unidos fuerzas y propósitos, traten todos, por consiguiente, obreros y patronos, de superar las dificultades y obstáculos y présteles su ayuda en una obra tan beneficiosa la sabia previsión de la autoridad pública.
Y si la cosa llegara a una dificultad extrema, entonces habrá llegado, por fin, el momento de someter a deliberación si la empresa puede continuar o si se ha de mirar de alguna otra manera por los obreros. En este punto, verdaderamente gravísimo, conviene que actúe eficazmente una cierta unión y una concordia cristiana entre patronos y obreros.
c) Necesidad del bien común
74. Finalmente, la cuantía del salario debe acomodarse al bien público económico. Ya hemos indicado lo importante que es para el bien común que los obreros y empleados apartando algo de su sueldo, una vez cubiertas sus necesidades, lleguen a reunir un pequeño patrimonio; pero hay otro punto de no menor importancia y en nuestros tiempos sumamente necesario, o sea, que se dé oportunidad de trabajar a quienes pueden y quieren hacerlo.
Y esto depende no poco de la determinación del salario, el cual, lo mismo que, cuando se lo mantiene dentro de los justos límites, puede ayudar, puede, por el contrario, cuando los rebasa, constituir un tropiezo. ¿Quién ignora, en efecto, que se ha debido a los salarios o demasiado bajos o excesivamente elevados el que los obreros se hayan visto privados de trabajo?
Mal que, por haberse desarrollado especialmente en el tiempo de nuestro pontificado, Nos mismo vemos que ha perjudicado a muchos, precipitando a los obreros en la miseria y en las más duras pruebas, arruinando la prosperidad de las naciones y destruyendo el orden, la paz y la tranquilidad de todo el orbe de la tierra.
Es contrario, por consiguiente, a la justicia social disminuir o aumentar excesivamente, por la ambición de mayores ganancias y sin tener en cuanta el bien común, los salarios de los obreros; y esa misma justicia pide que, en unión de mentes y voluntades y en la medida que fuere posible, los salarios se rijan de tal modo que haya trabajo para el mayor número y que puedan percibir una remuneración suficiente para el sostenimiento de su vida.
75. A esto contribuye grandemente también la justa proporción entre los salarios, con la cual se relaciona estrechamente la proporción de los precios a que se venden los diversos productos agrícolas, industriales, etc. Si tales proporciones se guardan de una manera conveniente, los diversos ramos de la producción se complementarán y ensamblarán, aportándose, a manera de miembros, ayuda y perfección mutua.
Ya que la economía social logrará un verdadero equilibrio y alcanzará sus fines sólo cuando a todos y a cada uno les fueren dados todos los bienes que las riquezas y los medios naturales, la técnica y la organización pueden aportar a la economía social; bienes que deben bastar no sólo para cubrir las necesidades y un honesto bienestar, sino también para llevar a los hombres a una feliz condición de vida, que, con tal de que se lleven prudentemente las cosas, no sólo no se pone a la virtud, sino que la favorece notablemente (cf. Santo Tomás, De regimine principium I, 15; (Rerum novarum, 27).
5. Restauración del orden social
76. Todo cuanto llevamos dicho hasta aquí sobre la equitativa distribución de los bienes y sobre el justo salario se refiere a las personas particulares y sólo indirectamente toca al orden social, a cuya restauración, en conformidad con los principios de la sana filosofía y con los altísimos preceptos de la ley evangélica, dirigió todos sus afanes y pensamientos nuestro predecesor León XIII.
77. Mas para dar consistencia a lo felizmente iniciado por él, perfeccionar lo que aún queda por hacer y conseguir frutos aún más exuberantes y felices para la humana familia, se necesitan sobre todo dos cosas: la reforma de las instituciones y la enmienda de las costumbres.
78. Y, al hablar de la reforma de las instituciones, se nos viene al pensamiento especialmente el Estado, no porque haya de esperarse de él la solución de todos los problemas, sino porque, a causa del vicio por Nos indicado del "individualismo", las cosas habían llegado a un extremo tal que, postrada o destruida casi por completo aquella exuberante y en otros tiempos evolucionada vida social por medio de asociaciones de la más diversa índole, habían quedado casi solos frente a frente los individuos y el Estado, con no pequeño perjuicio del Estado mismo, que, perdida la forma del régimen social y teniendo que soportar todas las cargas sobrellevadas antes por las extinguidas corporaciones, se veía oprimido por un sinfín de atenciones diversas.
79. Pues aun siendo verdad, y la historia lo demuestra claramente, que, por el cambio operado en las condiciones sociales, muchas cosas que en otros tiempos podían realizar incluso las asociaciones pequeñas, hoy son posibles sólo a las grandes corporaciones, sigue, no obstante, en pie y firme en la filosofía social aquel gravísimo principio inamovible e inmutable: como no se puede quitar a los individuos y dar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, así tampoco es justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar y dárselo a una sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y absorberlos.
80. Conviene, por tanto, que la suprema autoridad del Estado permita resolver a las asociaciones inferiores aquellos asuntos y cuidados de menor importancia, en los cuales, por lo demás perdería mucho tiempo, con lo cual logrará realizar más libre, más firme y más eficazmente todo aquello que es de su exclusiva competencia, en cuanto que sólo él puede realizar, dirigiendo, vigilando, urgiendo y castigando, según el caso requiera y la necesidad exija.
Por lo tanto, tengan muy presente los gobernantes que, mientras más vigorosamente reine, salvado este principio de función "subsidiaria", el orden jerárquico entre las diversas asociaciones, tanto más firme será no sólo la autoridad, sino también la eficiencia social, y tanto más feliz y próspero el estado de la nación.
Mutua colaboración de las "profesiones"
81. Tanto el Estado cuanto todo buen ciudadano deben tratar y tender especialmente a que, superada la pugna entre las "clases" opuestas, se fomente y prospere la colaboración entre las diversas "profesiones".
82. La política social tiene, pues, que dedicarse a reconstruir las profesiones. Hasta ahora, en efecto, el estado de la sociedad humana sigue aun violento y, por tanto, inestable y vacilante, como basado en clases de tendencias diversas, contrarias entre sí, y por lo mismo inclinadas a enemistades y luchas.
83. Efectivamente, aun cuando el trabajo, como claramente expone nuestro predecesor en su encíclica (cf. Rerum novarum, 16), no es una vil mercancía, sino que es necesario reconocer la dignidad humana del trabajador y, por lo tanto, no puede venderse ni comprarse al modo de una mercancía cualquiera, lo cierto es que, en la actual situación de cosas, la contratación y locación de la mano de obra, en lo que llaman mercado del trabajo, divide a los hombres en dos bancos o ejércitos, que con su rivalidad convierten dicho mercado como en un palenque en que esos dos ejércitos se atacan rudamente.
Nadie dejará de comprender que es de la mayor urgencia poner remedio a un mal que está llevando a la ruina a toda la sociedad humana. La curación total no llegará, sin embargo, sino cuando, eliminada esa lucha, los miembros del cuerpo social reciban la adecuada organización, es decir, cuando se constituyan unos "órdenes" en que los hombres se encuadren no conforme a la categoría que se les asigna en el mercado del trabajo, sino en conformidad con la función social que cada uno desempeña.
Pues se hallan vinculados por la vecindad de lugar constituyen municipios, así ha ocurrido que cuantos se ocupan en un mismo oficio o profesión —sea ésta económica o de otra índole— constituyeran ciertos colegios o corporaciones, hasta el punto de que tales agrupaciones, regidas por un derecho propio, llegaran a ser consideradas por muchos, si no como esenciales, sí, al menos, como connaturales a la sociedad civil.
84. Ahora bien, siendo el orden, como egregiamente enseña Santo Tomás (cf Santo Tomás, Contra Genes III 71; Sum. Theol. I q.65 a.2), una unidad que surge de la conveniente disposición de muchas cosas, el verdadero y genuino orden social postula que los distintos miembros de la sociedad se unan entre sí por algún vínculo fuerte.
Y ese vínculo se encuentra ya tanto en los mismos bienes a producir o en los servicios a prestar, en cuya aportación trabajan de común acuerdo patronos y obreros de un mismo "ramo", cuanto en ese bien común a que debe colaborar en amigable unión, cada cual dentro de su propio campo, los diferentes "ramos".Unión que será tanto más fuerte y eficaz cuanto con mayor exactitud tratan, así los individuos como los "ramos" mismos, de ejercer su profesión y de distinguirse en ella.
85. De donde se deduce fácilmente que es primerísima misión de estos colegios velar por los intereses comunes de todo el "ramo", entre los cuales destaca el de cada oficio por contribuir en la mayor medida posible al bien común de toda la sociedad.
En cambio, en los negocios relativos al especial cuidado y tutela de los peculiares intereses de los patronos y de los obreros, si se presentara el caso, unos y otros podrán deliberar o resolver por separado, según convenga.
86. Apenas es necesario recordar que la doctrina de León XIII acerca del régimen político puede aplicarse, en la debida proporción, a los colegios o corporaciones profesionales; esto es, que los hombres son libres para elegir la forma de gobierno que les plazca, con tal de que queden a salvo la justicia y las exigencias del bien común (cf Immortale Dei, 1 de noviembre de 1885).
87. Ahora bien, así como los habitantes de un municipio suelen crear asociaciones con fines diversos con la más amplia libertad de inscribirse en ellas o no, así también los que profesan un mismo oficio pueden igualmente constituir unos con otros asociaciones libres con fines en algún modo relacionados con el ejercicio de su profesión.
Y puesto que nuestro predecesor, de feliz memoria, describió con toda claridad tales asociaciones, Nos consideramos bastante con inculcar sólo esto: que el hombre es libre no sólo para fundar asociaciones de orden y derecho privado, sino también para "elegir aquella organización y aquellas leyes que estime más conducentes al fin que se ha propuesto" (Rerum novarum, 42).
Y esa misma libertad ha de reivindicarse para constituir asociaciones que se salgan de los límites de cada profesión. Las asociaciones libres que ya existen y disfrutan de saludables beneficios dispónganse a preparar el camino a esas asociaciones u "órdenes" más amplios, de que hablamos, y a llevarlas a cabo decididamente conforme a la doctrina social cristiana.
Restauración del principio rector de la economía
88. Queda por tratar otro punto estrechamente unido con el anterior. Igual que la unidad del cuerpo social no puede basarse en la lucha de "clases", tampoco el recto orden económico puede dejarse a la libre concurrencia de las fuerzas.
Pues de este principio, como de una fuente envenenada, han manado todos los errores de la economía "individualista", que, suprimiendo, por olvido o por ignorancia, el carácter social y moral de la economía, estimó que ésta debía ser considerada y tratada como totalmente independiente de la autoridad del Estado, ya que tenía su principio regulador en el mercado o libre concurrencia de los competidores, y por el cual podría regirse mucho mejor que por la intervención de cualquier entendimiento creado.
Mas la libre concurrencia, aun cuando dentro de ciertos límites es justa e indudablemente beneficiosa, no puede en modo alguno regir la economía, como quedó demostrado hasta la saciedad por la experiencia, una vez que entraron en juego los principios del funesto individualismo.
Es de todo punto necesario, por consiguiente, que la economía se atenga y someta de nuevo a un verdadero y eficaz principio rector. Y mucho menos aún pueda desempeñar esta función la dictadura económica, que hace poco ha sustituido a la libre concurrencia, pues tratándose de una fuerza impetuosa y de una enorme potencia, para ser provechosa a los hombres tiene que ser frenada poderosamente y regirse con gran sabiduría, y no puede ni frenarse ni regirse por sí misma.
Por tanto, han de buscarse principios más elevados y más nobles, que regulen severa e íntegramente a dicha dictadura, es decir, la justicia social y la caridad social. Por ello conviene que las instituciones públicas y toda la vida social estén imbuidas de esa justicia, y sobre todo es necesario que sea suficiente, esto es, que constituya un orden social y jurídico, con que quede como informada toda la economía.
Y la caridad social debe ser como el alma de dicho orden, a cuya eficaz tutela y defensa deberá atender solícitamente la autoridad pública, a lo que podrá dedicarse con mucha mayor facilidad si se descarga de esos cometidos que, como antes dijimos, no son de su incumbencia.
89. Más aún: es conveniente que las diversas naciones, uniendo sus afanes y trabajos, puesto que en el orden económico dependen en gran manera unas de otras y mutuamente se necesitan, promuevan, por medio de sabios tratados e instituciones, una fecunda y feliz cooperación de la economía internacional.
90. Por consiguiente, si los miembros del cuerpo social se restauran del modo indicado y se restablece el principio rector del orden económico-social, podrán aplicarse en cierto modo a este cuerpo también las palabras del Apóstol sobre el cuerpo místico de Cristo: «Todo el cuerpo compacto y unido por todos sus vasos, según la proporción de cada miembro, opera el aumento del cuerpo para su edificación en la caridad» (Ef 4,16).
91. Como todos saben, recientemente se ha iniciado una especial manera de organización sindical y corporativa, que, dada la materia de esta encíclica, debe ser explicada aquí brevemente, añadiendo algunas oportunas observaciones.
92. La propia potestad civil constituye al sindicato en persona jurídica, de tal manera, que al mismo tiempo le otorga cierto privilegio de monopolio, puesto que sólo el sindicato, aprobado como tal, puede representar (según la especie de sindicato) los derechos de los obreros o de los patronos, y sólo él estipular las condiciones sobre la conducción y locación de mano de obra, así como garantizar los llamados contratos de trabajo.
Inscribirse o no a un sindicato es potestativo de cada uno, y sólo en este sentido puede decirse libre un sindicato de esta índole, puesto que, por lo demás, son obligatorias no sólo la cuota sindical, sino también algunas otras peculiares aportaciones absolutamente para todos los miembros de cada oficio o profesión, sean éstos obreros o patronos, igual que todos están ligados por los contratos de trabajo estipulados por el sindicato jurídico.
Si bien es verdad que ha sido oficialmente declarado que este sindicato no se opone a la existencia de otras asociaciones de la misma profesión, pero no reconocidas en derecho.
93. Los colegios o corporaciones están constituidos por delegados de ambos sindicatos (es decir, de obreros y patronos) de un mismo oficio o profesión y, como verdaderos y propios instrumentos e instituciones del Estado, dirigen esos mismos sindicatos y los coordinan en las cosas de interés común.
94. Quedan prohibidas las huelgas; si las partes en litigio no se ponen de acuerdo, interviene la magistratura.
95. Con poco que se medite sobre ello, se podrá fácilmente ver cuántos beneficios reporta esta institución, que hemos expuesto muy sumariamente: la colaboración pacífica de las diversas clases, la represión de las organizaciones socialistas, la supresión de desórdenes, una magistratura especial ejerciendo una autoridad moderadora.
No obstante, para no omitir nada en torno a un asunto de tanta importancia, y de acuerdo con los principios generales anteriormente expuestos y con los que añadiremos después, nos vemos en la precisión de reconocer que no faltan quienes teman que el Estado, debiendo limitarse a prestar una ayuda necesaria y suficiente, venga a reemplazar a la libre actividad, o que esa nueva organización sindical y corporativa sea excesivamente burocrática y política, o que (aun admitiendo esos más amplios beneficios) sirva más bien a particulares fines políticos que a la restauración y fomento de un mejor orden social.
96. Mas para conseguir este nobilísimo fin y beneficiar al máximo, de una manera estable y segura, al bien común, juzgamos en primer lugar y, ante todo, absolutamente necesario que Dios asista propicio y luego que aporten su colaboración a dicho fin todos los hombres de buena voluntad.
Estamos persuadidos, además, y lo deducimos de los anterior, que ese fin se logrará con tanto mayor seguridad cuanto más copioso sea el número de aquellos que estén dispuestos a contribuir con su pericia técnica, profesional y social, y también (cosa más importante todavía) cuanto mayor sea la importancia concedida a la aportación de los principios católicos y su práctica, no ciertamente por la Acción Católica (que no se permite a sí misma actividad propiamente sindical o política) sino por parte de aquellos hijos nuestros que esa misma Acción Católica forma en esos principios y a los cuales prepara para el ejercicio del apostolado bajo la dirección y el magisterio de la Iglesia; de la Iglesia, decimos, que también en este campo de que hablamos, como dondequiera que se plantean cuestiones y discusiones sobre moral, jamás puede olvidar ni descuidar el mandato de vigilancia y de magisterio que le ha sido impuesto por Dios.
97. Cuanto hemos enseñado sobre la restauración y perfeccionamiento del orden social no puede llevarse a cabo, sin embargo, sin la reforma de las costumbres, como con toda claridad demuestra la historia.
Existió, efectivamente, en otros tiempos un orden social que, aun no siendo perfecto ni completo en todos sus puntos, no obstante, dadas las circunstancias y las necesidades de la época, estaba de algún modo conforme con la recta razón.
Y si aquel orden cayó, es indudable que no se debió a que no pudiera, evolucionando y en cierto modo ampliándose, adaptarse a las nuevas circunstancias y necesidades, sino más bien a que los hombres, o, endurecidos por el exceso de egoísmo, rehusaron ampliar los límites de ese orden en la medida que hubiera convenido al número creciente de la muchedumbre, o, seducidos por una falsa apariencia de libertad y por otros errores, rebeldes a cualquier potestad, trataron de quitarse de encima todo yugo.
98. Queda, pues, una vez llamados de nuevo a juicio tanto el actual régimen económico cuanto el socialismo, su acérrimo acusador, y dictado acerca de ellos una clara y justa sentencia, por investigar profundamente cuál sea la raíz de tantos males y por indicar que el primero y más necesario remedio consiste en la reforma de las costumbres.
III. Cambio profundo operado después de León XIII
99. Grandes cambios han sufrido tanto la economía como el socialismo desde los tiempos de León XIII.
1. En la economía
100. En primer lugar, está a los ojos de todos que la estructura de la economía ha sufrido una transformación profunda. Sabéis, venerables hermanos y amados hijos, que nuestro predecesor, de feliz recordación, se refirió especialmente en su encíclica a ese tipo de economía en que se procede poniendo unos el capital y otros el trabajo, cual lo definía él mismo sirviéndose de una frase feliz: "Ni el capital puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital" (Rerum novarum, 52).
101. León XIII puso todo su empeño en ajustar este tipo de economía a las normas del recto orden, de lo que se deduce que tal economía no es condenable por sí misma. Y realmente no es viciosa por naturaleza, sino que viola el recto orden sólo cuando el capital abusa de los obreros y de la clase proletaria con la finalidad y de tal forma que los negocios e incluso toda la economía se plieguen a su exclusiva voluntad y provecho, sin tener en cuanta para nada ni la dignidad humana de los trabajadores, ni el carácter social de la economía, ni aun siquiera la misma justicia social y bien común.
102. Es verdad que ni aun hoy es éste el único régimen económico vigente en todas partes: existe otro, en efecto, bajo el cual vive todavía una ingente multitud de hombres, poderosa no sólo por su número, sino también por su peso, como, por ejemplo, la clase agrícola, en que la mayor parte del género humano se gana honesta y honradamente lo necesario para su sustento y bienestar.
También éste tiene sus estrecheces y dificultades, que nuestro predecesor toca en no pocos lugares de su encíclica, y Nos mismo tocamos en esta nuestra más de una vez.
103. De todos modos, el régimen "capitalista" de la economía, por haber invadido el industrialismo todo el orbe de la tierra, se ha extendido tanto también, después de publicada la encíclica de León XIII, por todas partes, que ha llegado a invadir y penetrar la condición económica y social incluso de aquellos que viven fuera de su ámbito, imponiéndole y en cierto modo informándola con sus ventajas o desventajas, lo mismo que con sus vicios.
104. Así, pues, atendemos al bien no sólo de aquellos que viven en regiones dominadas por el "capital" y la industria, sino en absoluto de todos los hombres, cuando dedicamos nuestra atención de una manera especial a los cambios que ha experimentado a partir de los tiempos de León XIII el régimen económico capitalista.
A la libre concurrencia sucede la dictadura económica
105. Salta a los ojos de todos, en primer lugar, que en nuestros tiempos no sólo se acumulan riquezas, sino que también se acumula una descomunal y tiránica potencia económica en manos de unos pocos, que la mayor parte de las veces no son dueños, sino sólo custodios y administradores de una riqueza en depósito, que ellos manejan a su voluntad y arbitrio.
106. Dominio ejercido de la manera más tiránica por aquellos que, teniendo en sus manos el dinero y dominando sobre él, se apoderan también de las finanzas y señorean sobre el crédito, y por esta razón administran, diríase, la sangre de que vive toda la economía y tienen en sus manos así como el alma de la misma, de tal modo que nadie puede ni aun respirar contra su voluntad.
107. Esta acumulación de poder y de recursos, nota casi característica de la economía contemporánea, es el fruto natural de la limitada libertad de los competidores, de la que han sobrevivido sólo los más poderosos, lo que con frecuencia es tanto como decir los más violentos y los más desprovistos de conciencia.
108. Tal acumulación de riquezas y de poder origina, a su vez, tres tipos de lucha: se lucha en primer lugar por la hegemonía económica; es entable luego el rudo combate para adueñarse del poder público, para poder abusar de su influencia y autoridad en los conflictos económicos; finalmente, pugnan entre sí los diferentes Estados, ya porque las naciones emplean su fuerza y su política para promover cada cual los intereses económicos de sus súbditos, ya porque tratan de dirimir las controversias políticas surgidas entre las naciones, recurriendo a su poderío y recursos económicos.
Consecuencias funestas
109. Ultimas consecuencias del espíritu individualista en economía, venerables hermanos y amados hijos, son esas que vosotros mismos no sólo estáis viendo, sino también padeciendo: la libre concurrencia se ha destruido a sí misma; la dictadura económica se ha adueñado del mercado libre; por consiguiente, al deseo de lucro ha sucedido la desenfrenada ambición de poderío; la economía toda se ha hecho horrendamente dura, cruel, atroz.
A esto se añaden los daños gravísimos que han surgido de la deplorable mezcla y confusión entre las atribuciones y cargas del Estado y las de la economía, entre los cuales daños, uno de los más graves, se halla una cierta caída del prestigio del Estado, que, libre de todo interés de partes y atento exclusivamente al bien común a la justicia debería ocupar el elevado puesto de rector y supremo árbitro de las cosas; se hace, por el contrario, esclavo, entregado y vendido a la pasión y a las ambiciones humanas.
Por lo que atañe a las naciones en sus relaciones mutuas, de una misma fuente manan dos ríos diversos: por un lado, el "nacionalismo" o también el "imperialismo económico"; del otro, el no menos funesto y execrable "internacionalismo" o "imperialismo" internacional del dinero, para el cual, donde el bien, allí la patria.
Remedios
110. Los remedios para unos males tan enormes han sido indicados en la segunda parte de esta encíclica, donde hemos tratado doctrinalmente la materia, de modo que consideramos suficiente recordarla aquí brevemente.
Puesto que el sistema actual descansa principalmente sobre el capital y el trabajo, es necesario que se conozcan y se lleven a la práctica los principios de la recta razón o de la filosofía social cristiana sobre el capital y el trabajo y su mutua coordinación.
Ante todo, para evitar los escollos tanto del individualismo como del colectivismo, debe sopesarse con toda equidad y rigor el doble carácter, esto es, individual y social, del capital o dominio y del trabajo.
Las relaciones mutuas entre ambos deben ser reguladas conforme a las leyes de la más estricta justicia, llamada conmutativa, con la ayuda de la caridad cristiana. La libre concurrencia, contenida dentro de límites seguros y justos, y sobre todo la dictadura económica, deben estar imprescindiblemente sometidas de una manera eficaz a la autoridad pública en todas aquellas cosas que le competen.
Las instituciones públicas deben conformar toda la sociedad humana a las exigencias del bien común, o sea, a la norma de la justicia social, con lo cual ese importantísimo sector de la vida social que es la economía no podrá menos de encuadrarse dentro de un orden recto y sano.
2. Transformación del socialismo
111. No menos profundamente que la estructura de la economía ha cambiado, después de León XIII, el propio socialismo, con el cual hubo principalmente de luchas nuestro predecesor.
El que entonces podía considerarse, en efecto, casi único y propugnaba unos principios doctrinales definidos y en un cuerpo compacto, se fraccionó después principalmente en dos bloques de ordinario opuestos y aún en la más enconada enemistad, pero de modo que ninguno de esos dos bloques renunciara al fundamento anticristiano propio del socialismo.
Bloque violento o comunismo
112. Uno de esos bloques del socialismo sufrió un cambio parecido al que antes hemos indicado respecto de la economía capitalista, y fue a dar en el "comunismo", que enseña y persigue dos cosas, y no oculta y disimuladamente, sino clara y abiertamente, recurriendo a todos los medios, aun los más violentos: la encarnizada lucha de clases y la total abolición de la propiedad privada.
Para lograr estas dos cosas no hay nada que no intente, nada que lo detenga; y con el poder en sus manos, es increíble y hasta monstruoso lo atroz e inhumano que se muestra. Ahí están pregonándolo las horrendas matanzas y destrucciones con que han devastado inmensas regiones de la Europa oriental y de Asia; y cuán grande y declarado enemigo de la santa Iglesia y de Dios sea, demasiado, ¡oh dolor!, demasiado lo aprueban los hechos y es de todos conocido.
Por ello, aun cuando estimamos superfluo prevenir a los hijos buenos y fieles de la Iglesia acerca del carácter impío e inicuo del comunismo, no podemos menos de ver, sin embargo, con profundo dolor la incuria de aquellos que parecen despreciar estos inminentes peligros y con cierta pasiva desidia permiten que se propaguen por todas partes unos principios que acabarán destrozando por la violencia y la muerte a la sociedad entera; ya tanto más condenable es todavía la negligencia de aquellos que nos e ocupan de eliminar o modificar esas condiciones de cosas, con que se lleva a los pueblos a la exasperación y se prepara el camino a la revolución y ruina de la sociedad.
Bloque moderado, que ha conservado el nombre de socialismo
113. Más moderado es, indudablemente, el otro bloque, que ha conservado el nombre de "socialismo".No sólo profesa éste la abstención de toda violencia, sino que, aun no rechazando la lucha de clases ni la extinción de la propiedad privada, en cierto modo la mitiga y la modera.
Diríase que, aterrado de sus principios y de las consecuencias de los mismos a partir del comunismo, el socialismo parece inclinarse y hasta acercarse a las verdades que la tradición cristiana ha mantenido siempre inviolables: no se puede negar, en efecto, que sus postulados se aproximan a veces mucho a aquellos que los reformadores cristianos de la sociedad con justa razón reclaman.
Se aparta algo de la lucha de clases y de la abolición de la propiedad
114. La lucha de clases, efectivamente, siempre que se abstenga de enemistades y de odio mutuo, insensiblemente se convierte en una honesta discusión, fundada en el amor a la justicia, que, si no es aquella dichosa paz social que todos anhelamos, puede y debe ser el principio por donde se llegue a la mutua cooperación "profesional".
La misma guerra contra la propiedad privada, cada vez más suavizada, se restringe hasta el punto de que, por fin, algunas veces ya no se ataca la posesión en sí de los medios de producción, sino cierto imperio social que contra todo derecho se ha tomado y arrogado la propiedad.
Ese imperio realmente no es propio de los dueños, sino del poder público. Por este medio puede llegarse insensiblemente a que estos postulados del socialismo moderado no se distingan ya de los anhelos y postulados de aquellos que, fundados en los principios cristianos, tratan de reformar la humana sociedad.
Con razón, en efecto, se pretende que se reserve a la potestad pública ciertos géneros de bienes que comportan consigo una tal preponderancia, que no pueden dejarse en manos de particulares sin peligro para el Estado.
115. Estos justos postulados y apetencias de esta índole ya nada tienen contrario a la verdad cristiana ni mucho menos son propios del socialismo. Por lo cual, quienes persiguen sólo esto no tienen por qué afiliarse a este sistema.
¿Cabe un camino intermedio?
116. No vaya, sin embargo, a creer cualquiera que las sectas o facciones socialistas que no son comunistas se contenten de hecho o de palabra solamente con esto. Por lo general, no renuncian ni a la lucha de clases ni a la abolición de la propiedad, sino que sólo las suavizan un tanto.
Ahora bien, si los falsos principios pueden de este modo mitigarse y de alguna manera desdibujarse, surge o más bien se plantea indebidamente por algunos la cuestión de si no cabría también en algún aspecto mitigar y amoldar los principios de la verdad cristiana, de modo que se acercaran algo al socialismo y encontraran con él como un camino intermedio.
Hay quienes se ilusionan con la estéril esperanza de que por este medio los socialistas vendrían a nosotros. ¡Vana esperanza! Los que quieran ser apóstoles entre los socialistas es necesario que profesen abierta y sinceramente la verdad cristiana plena e íntegra y no estén en connivencia bajo ningún aspecto con los errores.
Si de verdad quieren ser pregoneros del Evangelio, esfuércense ante todo en mostrar a los socialistas que sus postulados, en la medida en que sean justos, pueden ser defendidos con mucho más vigor en virtud de los principios de la fe y promovidos mucho más eficazmente en virtud de la caridad cristiana.
117. Pero ¿qué decir si, en lo tocante a la lucha de clases y a la propiedad privada, el socialismo se suaviza y se enmienda hasta el punto de que, en cuanto a eso, ya nada haya de reprensible en él? ¿Acaso abdicó ya por eso de su naturaleza, contraria a la religión cristiana?
Es ésta una cuestión que tiene perplejos los ánimos de muchos. Y son muchos los católicos que, sabiendo perfectamente que los principios cristianos jamás pueden abandonarse ni suprimirse, parecen volver los ojos a esta Santa Sede y pedir con insistencia que resolvamos si un tal socialismo se ha limpiado de falsas doctrinas lo suficientemente, de modo que pueda ser admitido y en cierta manera bautizado sin quebranto de ningún principio cristiano.
Para satisfacer con nuestra paternal solicitud a estos deseos, declaramos los siguiente: considérese como doctrina, como hecho histórico o como "acción" social, el socialismo, si sigue siendo verdadero socialismo, aun después de haber cedido a la verdad y a la justicia en los puntos indicados, es incompatible con los dogmas de la Iglesia católica, puesto que concibe la sociedad de una manera sumamente opuesta a la verdad cristiana.
Concibe la sociedad y la naturaleza humana de un modo contrario a la verdad cristiana
118. El hombre, en efecto, dotado de naturaleza social según la doctrina cristiana, es colocado en la tierra para que, viviendo en sociedad y bajo una autoridad ordenada por Dios (cf Rom 13,1), cultive y desarrolle plenamente todas sus facultades para alabanza y gloria del Creador y, desempeñando fielmente los deberes de su profesión o de cualquiera vocación que sea la suya, logre para sí juntamente la felicidad temporal y la eterna.
El socialismo, en cambio, ignorante y despreocupado en absoluto de este sublime fin tanto del hombre como de la sociedad, pretende que la sociedad humana ha sido instituida exclusivamente para el bien terreno.
119. Del hecho de que la ordenada división del trabajo es mucho más eficaz en orden a la producción de los bienes que el esfuerzo aislado de los particulares, deducen, en efecto, los socialistas que la actividad económica, en la cual consideran nada más que los objetos materiales, tiene que proceder socialmente por necesidad.
En lo que atañe a la producción de los bienes, estiman ellos que los hombres están obligados a entregarse y someterse por entero a esta necesidad. Más aún, tan grande es la importancia que para ellos tiene poseer la abundancia mayor posible de bienes para servir a las satisfacciones de esta vida, que, ante las exigencias de la más eficaz producción de bienes, han de preterirse y aún inmolarse los más elevados bienes del hombre, sin excluir ni siquiera la libertad.
Sostienen que este perjuicio de la dignidad humana, necesario en el proceso de producción "socializado", se compensará fácilmente por la abundancia de bienes socialmente producidos, los cuales se derramarán profusamente entre los individuos, para que cada cual pueda hacer uso libremente y a su beneplácito de ellos para atender a las necesidades y al bienestar de la vida.
Pero la sociedad que se imagina el socialismo ni puede existir ni puede concebirse sin el empleo de una enorme violencia, de un lado, y por el otro supone una no menos falsa libertad, al no existir en ella una verdadera autoridad social, ya que ésta no puede fundarse en bienes temporales y materiales, sino que proviene exclusivamente de Dios, Creador y fin último de todas las cosas (Diuturnum, 29 de junio de 1881).
Socialista y católico son términos contradictorios
120. Aun cuando el socialismo, como todos los errores, tiene en sí algo de verdadero (cosa que jamás han negado los Sumos Pontífices), se funda sobre una doctrina de la sociedad humana propia suya, opuesta al verdadero cristianismo. Socialismo religioso, socialismo cristiano, implican términos contradictorios: nadie puede ser a la vez buen católico y verdadero socialista
Socialismo educador
121. Cuanto hemos recordado y confirmado con nuestra solemne autoridad debe aplicarse de igual modo a una nueva forma de socialismo, poco conocido hasta ahora, pero que se está extendiendo entre diferentes núcleos socialistas. Se dedica ante todo a la educación de los espíritus y de las costumbres; se atrae especialmente a los niños, bajo capa de amistad, y los arrastra consigo, pero hace también a toda clase de personas, para formar hombres socialistas, que amolden a sus principios de la sociedad humana.
122. Habiendo tratado ampliamente en nuestra encíclica Divini illius Magistri sobre qué principios descansa y qué fines persigue la pedagogía cristiana, es tan claro y evidente cuán opuesto a ello es lo que hace y pretende este socialismo invasor de las costumbres y de la educación que no hace falta declararlo.
Parecen, no obstante, o ignorar o no conceder importancia a los gravísimos peligros que tal socialismo trae consigo quienes no se toman ningún interés por combatirlo con energía y decisión, dada la gravedad de las cosas. Corresponde a nuestra pastoral solicitud advertir a éstos sobre la inminencia de un mal tan grave; tengan presente todos que el padre de este socialismo educador es el liberalismo, y su heredero, el bolchevismo.
Desertores católicos al socialismo
123. Siendo las cosas así, venerables hermanos, bien podéis entender con qué dolor veremos que, sobre todo en algunas regiones, no pocos de nuestros hijos, los cuales no podemos persuadirnos de que hayan abandonado la verdadera fe ni su recta voluntad, han desertado del campo de la Iglesia y volado a las filas del socialismo: unos, para gloriarse abiertamente del nombre de socialistas y profesar los principios del socialismo; otros, indolentes o incluso contra su voluntad, para adherirse a asociaciones que ideológicamente o de hecho son socialistas.
124. Nos, angustiados por nuestra paternal solicitud, examinamos y tratamos de averiguar qué ha podido ocurrir para llevarlos a tal aberración, y nos parece oír que muchos de ellos responden y se excusan con que la Iglesia y los que se proclaman adictos a ella favorecen a los ricos, desprecian a los trabajadores y que para nada se cuidan de ellos, y que ha sido la necesidad de velar por sí mismos lo que los ha llevado a encuadrarse y alistarse en las filas del socialismo.
125. Es verdaderamente lamentable, venerables hermanos, que haya habido y siga habiendo todavía quienes, confesándose católicos, apenas si se acuerdan de esa sublime ley de justicia y de caridad, en virtud de la cual estamos obligados no sólo a dar a cada uno lo que es suyo, sino también a socorrer a nuestros hermanos necesitados como si fuera al propio Cristo Nuestro Señor (cf. Sant c.2), y, lo que es aún más grave, no temen oprimir a los trabajadores por espíritu de lucro.
No faltan incluso quienes abusan de la religión misma y tratan de encubrir con el nombre de ella sus injustas exacciones, para defenderse de las justas reclamaciones de los obreros. Conducta que no dejaremos jamás de reprochar enérgicamente.
Ellos son la causa, en efecto, de que la Iglesia, aunque inmerecidamente, haya podido parecer y ser acusada de favorecer a los ricos, sin conmoverse, en cambio, lo más mínimo ante las necesidades y las angustias de aquellos que se veían como privados de su natural heredad.
La historia entera de la Iglesia demuestra claramente que tal apariencia y tal acusación es inmerecida e injusta, y la misma encíclica cuyo aniversario celebramos es un testimonio elocuentísimo de la suma injusticia con que esas calumnias y ofensas se dirigen contra la Iglesia y su doctrina.
Invitación a que vuelvan
126. No obstante, aun cuando, afligidos por la injuria y oprimidos por el dolor paterno, estamos tan lejos de repeler y rechazar a los hijos lastimosamente engañados y tan alejados de la verdad y de la salvación, que no podemos menos de invitarlos, con toda la solicitud de que somos capaces, a que vuelvan al seno maternal de la Iglesia. ¡Ojalá presten oído atento a nuestras palabras! ¡Ojalá vuelvan al lugar de donde salieron, esto es, a la casa paterna, y perseveren en ella, donde tienen su lugar propio, es decir, en las filas de aquellos que, siguiendo afanosamente los consejos promulgados por León XIII y por Nos solemnemente renovados, tratan de renovar la sociedad según el espíritu de la Iglesia, afianzando la justicia y la caridad sociales!
Persuádanse de que en ninguna otra parte podrán hallar una más completa felicidad, aun en la tierra, como junto a Aquel que por nosotros se hizo pobre siendo rico, para que con su pobreza fuéramos ricos nosotros (2Cor 8,9); que fue pobre y trabajador desde su juventud; que llama a sí a todos los agobiados por sufrimientos y trabajos para reconfortarlos plenamente con el amor de su corazón (Mt 11,28); que, finalmente, sin ninguna acepción de personas, exigirá más a quienes más se haya dado (cf. Lc 12,48) y dará a cada uno según sus méritos (Mt 16,27).
3. Reforma de las costumbres
127. Pero, si consideramos más atenta y profundamente la cuestión, veremos con toda claridad que es necesario que a esta tan deseada restauración social preceda la renovación del espíritu cristiano, del cual tan lamentablemente se han alejado por doquiera, tantos economistas, para que tantos esfuerzos no resulten estériles ni se levante el edificio sobre arena, en vez de sobre roca (cf. Mt 7,24).
128. Y ciertamente, venerables hermanos y amados hijos, hemos examinado la economía actual y la hemos encontrado plagada de vicios gravísimos. Otra vez hemos llamado a juicio también al comunismo y al socialismo, y hemos visto que todas sus formas, aun las más moderadas, andan muy lejos de los preceptos evangélicos.
129. "Por lo tanto —y nos servimos de las palabras de las palabras de nuestro predecesor—, si hay que curar a la sociedad humana, sólo podrá curarla el retorno a la vida y a las costumbres cristianas" (Rerum novarum, 22). Sólo ésta, en efecto, puede aportar el remedio eficaz contra la excesiva solicitud por las cosas caducas, que es el origen de todos los vicios; ésta la única que puede apartar los ojos fascinados de los hombres y clavados en las cosas mudables de la tierra y hacer que los levanten al cielo. ¿Quién negará que es éste el remedio que más necesita hoy el género humano?
El desorden actual trae sobre todo la ruina de las almas
130. Los ánimos de todos, efectivamente, se dejan impresionar exclusivamente por las perturbaciones, por los desastres y por las ruinas temporales. Y ¿qué es todo eso, si miramos las cosas con los ojos cristianos, como debe ser, comparado con la ruina de las almas? Y, sin embargo, puede afirmarse sin temeridad que son tales en la actualidad las condiciones de la vida social y económica, que crean a muchos hombres las mayores dificultades para preocuparse de lo único necesario, esto es, de la salvación eterna.
131. Constituido ciertamente en pastor y defensor de estas ovejas por el Príncipe de los pastores, que las redimió con su sangre, no podemos ver sin lágrimas en los ojos este enorme peligro en que se hallan, sino que más bien, consciente de nuestro pastoral deber, meditamos constantemente con paternal solicitud no sólo en cómo podremos ayudarlas, sino invocando también el incansable celo de aquellos a quienes en justicia y en caridad les interesa.
Pues ¿qué les aprovecharía a los hombres hacerse capaces, con un más sabio uso de las riquezas, de conquistar aun el mundo entero si con ello padecen daño de su alma? (cf. Mt 15,26) ¿De qué sirve enseñarles los seguros principios de la economía, si por una sórdida y desenfrenada codicia se dejan arrastrar de tal manera por la pasión de sus riquezas, que, oyendo los mandatos del Señor, hacen todo lo contrario? (cf. Jud 2, 17)
Causas de este mal
132. Raíz y origen de esta descristianización del orden social y económico, así como de la apostasía de gran parte de los trabajadores que de ella se deriva, son las desordenadas pasiones del alma, triste consecuencia del pecado original, el cual ha perturbado de tal manera la admirable armonía de las facultades, que el hombre, fácilmente arrastrado por los perversos instintos, se siente vehementemente incitado a preferir los bienes de este mundo a los celestiales y permanentes.
De aquí esa sed insaciable de riquezas y de bienes temporales, que en todos los tiempos inclinó a los hombres a quebrantar las leyes de Dios ya a conculcar los derechos del prójimo, pero que por medio de la actual organización de la economía tiende lazos mucho más numerosos a la fragilidad humana.
Como la inestabilidad de la economía y, sobre todo, su complejidad exigen, de quienes se consagran a ella, una máxima y constante tensión de ánimo, en algunos se han embotado de tal modo los estímulos de la conciencia, que han llegado a tener la persuasión de que les es lícito no sólo sus ganancias como quiera que sea, sino también defender unas riquezas ganadas con tanto empeño y trabajo, contra los reveses de la fortuna, sin reparar en medios.
Las fáciles ganancias que un mercado desamparado de toda ley ofrece a cualquiera, incitan a muchísimos al cambio y tráfico de mercancías, los cuales, sin otra mira que lograr pronto las mayores ganancias con el menor esfuerzo, es una especulación desenfrenada, tan pronto suben como bajan, según su capricho y codicia, los precios de las mercancías, desconcertando las prudentes previsiones de los fabricantes.
Las instituciones jurídicas destinadas a favorecer la colaboración de capitales, repartiendo o limitando los riesgos, han dado pie a las más condenables licencias. Vemos, en efecto, que los ánimos se dejan impresionar muy poco por esta débil obligación de rendición de cuentas; además, al amparo de un nombre colectivo se perpetran abominables injusticias y fraudes; por otra parte, los encargados de estas sociedades económicas, olvidados de su cometido, traicionan los derechos de aquellos cuyos ahorros recibieron en administración.
Y no debe olvidarse, por último, a esos astutos individuos que, bien poco cuidadosos del beneficio honesto de su negocio, no temen aguijonear las ambiciones de los demás y, cuando los ven lanzados, aprovecharse de ellos para su propio lucro.
133. Eliminar estos gravísimos peligros, o incluso prevenirlos, hubiera podido hacerlo una severa y firme disciplina moral, inflexiblemente aplicada por los gobernantes; pero, desdichadamente, ésta ha faltado con exceso de frecuencia.
Pues, habiendo hecho su aparición los primeros gérmenes de este nuevo sistema económico cuando los errores del racionalismo se habían posesionado y arraigado profundamente en las mentes de muchos, surgió en poco tiempo una cierta doctrina económica apartada de la verdadera ley moral, con lo que vinieron a soltarse por completo las riendas de las pasiones humanas.
134. Así ocurrió que creciera mucho más que antes el número de los que no se ocupaban ya sino de aumentar del modo que fuera sus riquezas, buscándose a sí mismos, ante todo y por encima de todo, sin que nada, ni aun los más graves delitos contra el prójimo fuera capaz de hacerlos volverse a la religión.
Los primeros que emprendieron este camino espacioso hacia la perdición (cf. Mt 7,13) encontraron muchos imitadores de su iniquidad, fuera por el ejemplo de su aparente éxito, ya por el presuntuoso alarde de sus riquezas, ora por su mofa de la conciencia de los demás, cual si la acometieran escrúpulos vanos, o también, finalmente, por su triunfo sobre competidores más timoratos.
135. Siguiendo los dirigentes de la economía un camino tan desviado de la rectitud, fue natural que los trabajadores rodaran en masa a idéntico abismo, y tanto más cuanto que los patronos se servían de sus obreros como de meras herramientas, sin preocuparse lo más mínimo de su alma y sin pensar siquiera en los más elevados intereses.
Ciertamente, el ánimo se siente horrorizado cuando se piensa en los gravísimos peligros a que están expuestas las costumbres de los trabajadores (sobre todo los jóvenes), así como el pudor de las doncellas y demás mujeres; cuando se considera con cuánta frecuencia el moderno régimen del trabajo y, sobre todo, las inadecuadas condiciones de la vivienda crean obstáculos a la unión y a la intimidad familiar; cuando se reflexiona en cuántos y cuán graves impedimentos se ponen a la conveniente santificación de las fiestas, cuando se constata el universal debilitamiento de ese sentido cristiano, que ha hecho encumbrarse a tan altos misterios aun a los hombres rudos e indoctos, suplantado hoy por el exclusivo afán de procurarse, como quiera que sea, el sustento cotidiano.
Providencia había establecido que se ejerciera, incluso después del pecado original, para bien justamente del cuerpo y del alma humanos, es convertido por doquiera en instrumento de perversión; es decir, que de las fábricas sale ennoblecida la materia inerte, pero los hombres se corrompen y se hacen más viles.
Remedios
a) Cristianización de la vida económica
136. A esta lamentable ruina de las almas, persistiendo la cual será vano todo intento de regeneración social, no puede aplicarse remedio alguno eficaz, como no sea haciendo volver a los hombres abierta y sinceramente a la doctrina evangélica, es decir, a los principios de Aquel que es el único que tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6,70), y palabras tales que, aun cuando pasen el cielo y la tierra, ellas jamás pasarán (cf. Mt 16,35).
Los verdaderamente enterados sobre cuestiones sociales piden insistentemente una reforma ajustada a los principios de la razón, que pueda llevar a la economía hacia un orden recto y sano. Pero ese orden, que Nos mismo deseamos tan ardientemente y promovemos con tanto afán, quedará en absoluto manco e imperfecto si las actividades humanas todas no cooperan en amigable acuerdo a imitar y, en la medida que sea dado a las fuerzas de los hombres, reproducir esa admirable unidad del plan divino; o sea, que se dirijan a Dios, como a término primero y supremo de toda actividad creada, y que por bajo de Dios, cualesquiera que sean los bienes creados, no se los considere más que como simples medios, de los cuales se ha de usar nada más que en la medida en que lleven a la consecución del fin supremo.
No se ha de pensar, sin embargo, que con esto se hace de menos a las ocupaciones lucrativas o que rebajen la dignidad humana, sino que, todo lo contrario, en ellas se nos enseña a reconocer con veneración la clara voluntad del divino Hacedor, que puso al hombres sobre la tierra para trabajarla y hacerla servir a sus múltiples necesidades.
No se prohíbe, en efecto, aumentar adecuada y justamente su fortuna a quienquiera que trabaja para producir bienes, sino que aun es justo que quien sirve a la comunidad y la enriquece, con los bienes aumentados de la sociedad se haga él mismo también, más rico, siempre que todo esto se persiga con el debido respeto para con las leyes de Dios y sin menoscabo de los derechos ajenos y se emplee según el orden de la fe y de la recta razón.
Si estas normas fueran observadas por todos, en todas partes y siempre, pronto volverían a los límites de la equidad y de la justa distribución tanto la producción y adquisición de las cosas cuanto el uso de las riquezas, que ahora se nos muestra con frecuencia tan desordenado; a ese sórdido apego a lo propio, que es la afrenta y el gran pecado de nuestro siglo, se opondría en la práctica y en los hechos la suavísima y a la vez poderosísima ley de la templanza cristiana, que manda al hombre buscar primero el reino de Dios y su justicia, pues sabe ciertamente, por la segura promesa de la liberalidad divina, que los bienes temporales se le darán por añadidura en la medida que le fueren necesarios (cf. Mt 6,33).
b) Función de la caridad
137. En la prestación de todo esto, sin embargo, es conveniente que se dé la mayor parte a la ley de la caridad, que es vínculo de perfección (Col 3,14). ¡Cuánto se engañan, por consiguiente, esos incautos que, atentos sólo al cumplimiento de la justicia, y de la conmutativa nada más, rechazan soberbiamente la ayuda de la caridad! La caridad, desde luego, de ninguna manera puede considerarse como un sucedáneo de la justicia, debida por obligación e inicuamente dejada de cumplir.
Pero, aun dado por supuesto que cada cual acabará obteniendo todo aquello a que tiene derecho, el campo de la caridad es mucho más amplio: la sola justicia, en efecto, por fielmente que se la aplique, no cabe duda alguna que podrá remover las causas de litigio en materia social, pero no llegará jamás a unir los corazones y las almas.
Ahora bien, todas las instituciones destinadas a robustecer la paz y a promover la mutua ayuda entre los hombres, por perfectas que parezcan, tienen su más fuerte fundamente en la vinculación mutua de las almas, con que los socios se unen entre sí, faltando el cual, como frecuentemente ha enseñado la experiencia, los ordenamientos más perfectos acaban en nada.
Así, pues, la verdadera unión de todo en orden al bien común único podrá lograrse sólo cuando las partes de la sociedad se sientan miembros de una misma familia e hijos todos de un mismo Padre celestial, y todavía más, un mismo cuerpo en Cristo, siendo todos miembros los unos de los otros (Rom 12,5), de modo que, si un miembro padece, todos padecen con él (1Cor 12,26).
Entonces los ricos y los demás próceres cambiarán su anterior indiferencia para con sus hermanos pobres en un solícito y eficiente amor, escucharán con el corazón abierto sus justas reclamaciones y perdonarán espontáneamente sus posibles culpas y errores. Y los obreros, depuesto sinceramente todo sentido de odio y de animosidad, de que tan astutamente abusan los agitadores de la lucha social, no sólo no aceptarán con fastidio el puesto de la divina Providencia les ha asignado en la convivencia social, sino que harán lo posible, en cuanto bien conscientes de sí mismos, por colaborar de una manera verdaderamente útil y honrosa, cada cual en su profesión y deber, al bien común, siguiendo muy de cerca las huellas de Aquel que, siendo Dios, quiso ser carpintero entre los hombres y ser tenido por hijo de un carpintero.
La tarea es difícil
138. De esta nueva difusión por el mundo, pues, del espíritu evangélico, que es espíritu de templanza cristiana y de universal caridad, confiamos que ha de surgir la tan sumamente deseada y plena restauración de la sociedad humana en Cristo y esa "paz de Cristo en el reino de Cristo", a la cual resolvimos y nos propusimos firmemente desde el comienzo de nuestro pontificado consagrar todo nuestro esfuerzo y solicitud pastoral (Ubi arcano); y vosotros, venerables hermanos, que por mandato del Espíritu Santo regís con Nos la Iglesia de Dios (cf. Hch 20,28), colaboráis con muy laudable celo a este mismo principal y en los presentes tiempos tan necesario fin, en todas las regiones del orbe, incluso en las de sagradas misiones entre infieles.
Recibid todos vosotros el merecido elogio, así como todos esos cotidianos partícipes y magníficos colaboradores, tanto clérigos como laicos, de esta misma gran obra, a los cuales vemos con alegría, amados hijos nuestros, adscritos a la Acción Católica, que con peculiar afán comparte con Nos el cuidado de la cuestión social, en cuanto compete e incumbe a la Iglesia por su misma institución divina.
A todos éstos los exhortamos una y otra vez en el Señor a que no regateen trabajo, a que no se dejen vencer por ninguna dificultad, sino que de día en día crezcan en valor y fortaleza (cf. Dt 31,7). Es sin duda arduo el trabajo que les proponemos acometer; en efecto, conocemos muy bien los muchos obstáculos e impedimentos que por ambas partes, tanto en las clases superiores cuanto en las inferiores de la sociedad, hay que vencer.
Que no se desanimen, sin embargo: es propio de cristianos afrontar rudas batallas; propio de los que, como buenos soldados de Cristo, le siguen más de cerca, soportar los más graves dolores.
139. Confiados, por consiguiente, sólo en el omnipotente auxilio de Aquel que quiere que todos los hombres se salven (cf. 2Tim 2,3), tratemos de ayudar con todas nuestras fuerzas a esas miserables almas apartadas de Dios y, apartándolas de los cuidados temporales, a que se entregan con exceso, enseñémoslas a aspirar confiadamente a los eternos.
A veces esto se logrará más fácilmente de lo que a primera vista pudiera parecer. Pues si en lo íntimo de los hombres aun más perversos se esconden, como brasas entre la ceniza, energías espirituales admirables, testimonios indudables del alma naturalmente cristiana, ¡cuánto más en los corazones de aquellos incontables que han sido llevado al error más bien por ignorancia y por las circunstancias exteriores de las cosas!
140. Por lo demás, dan felices muestras de cierta restauración social esos mismos ejércitos de obreros, entre los cuales, con gozo grande de nuestro ánimo, vemos apretados haces de jóvenes obreros que no sólo reciben con oídos atentos las inspiraciones de la divina gracia, sino que tratan, además, con admirable celo, de ganar para Cristo a sus compañeros.
Y no son menos dignos de elogio los jefes de las asociaciones obreras, los cuales, posponiendo sus propios intereses y atentos exclusivamente al bien de los asociados, tratan prudentemente de compaginar sus justas reclamaciones con la prosperidad de todo el gremio y de promoverlas, sin dejarse acobardar en este noble cometido ni por impedimentos ni suspicacias.
Es de ver, además, a muchos jóvenes, que luego han de ocupar elevados puestos entre las clases superiores, tanto por su talento cuanto por sus riquezas, dedicados con todo afán a los estudios sociológicos, lo que hace concebir la feliz esperanza de que se entregarán por entero a la restauración social.
Camino que se debe seguir
141. Así, pues, venerables hermanos, las presentes circunstancias marcan claramente el camino que se ha de seguir. Nos toca ahora, como ha ocurrido más de una vez en la historia de la Iglesia, enfrentarnos con un mundo que ha recaído en gran parte en el paganismo.
Para que todas estas clases tornen a Cristo, a quien han negado, hay que elegir de entre ellos mismos y formar los soldados auxiliares de la Iglesia, que conozcan bien sus ideas y sus apetencias, los cuales puedan adentrarse en sus corazones mediante cierta suave caridad fraternal.
O sea, que los primeros e inmediatos apóstoles de los obreros han de ser obreros, y los apóstoles del mundo industrial y comercial deben ser de sus propios gremios.
142. Buscar diligentemente a estos laicos, así obreros como patronos; elegirlos prudentemente, educarlos adecuadamente e instruirlos, ése es cometido vuestro, venerables hermanos, y de vuestro clero. Obligación difícil, sin duda alguna, la que se impone a los sacerdotes, para realizar la cual tendrán que prepararse con un intenso estudio de las cuestiones sociales cuantos constituyen la esperanza de la Iglesia; pero sobre todo es necesario que aquellos a quienes especialmente vais a confiar esta misión se muestren tales que, dotados de un exquisito sentido de la justicia, se opongan en absoluto, con viril constancia, a todo el que pide algo inicuo o hace algo injusto; sobresalgan en una prudencia y discreción, ajena a todo extremismo, y estén penetrados sobre todo por la caridad de Cristo, que es la única capaz de someter, a la vez suave y fuertemente, los corazones y las voluntades de los hombres a las leyes de la justicia y de la equidad.
No hay que dudar en emprender decididamente este camino, que una feliz experiencia ha comprobado más de una vez.
143. A estos amados hijos nuestros, elegidos para una obra de tanta responsabilidad, los exhortamos insistentemente en el Señor a que se entreguen por entero a la educación de los hombres que les han sido confiados, y que en el cumplimiento de ese deber verdaderamente sacerdotal y apostólico se sirvan oportunamente de todos los medios de educación cristiana, enseñando a los jóvenes, creando asociaciones cristianas, fundando círculos de estudio, que deben llevarse según las normas de la fe.
En primer lugar, estimen mucho y apliquen asiduamente, para bien de sus alumnos, ese valiosísimo instrumento de renovación, tanto privada como social, que son los ejercicios espirituales, como ya enseñamos en nuestra encíclica Mens nostra.
En esa encíclica hemos recordado expresamente y recomendado con insistencia tanto los ejercicios para toda clase de laicos cuanto también los retiros, tan provechosos para los obreros; en esa escuela del espíritu, en efecto, no sólo se forman óptimos cristianos, sino también verdaderos apóstoles para toda condición de vida, y se inflaman en el fuego del corazón de Cristo.
De esta escuela saldrán, como los apóstoles del cenáculo de Jerusalén, fuertes en la fe, robustecidos por una invicta constancia en las persecuciones, ardiendo en celo, atentos sólo a extender el reino de Cristo por todas partes.
144. Y de veras que hoy se necesita de unos tales robustos soldados de Cristo, que luchen con todas sus fuerzas para conservar incólume a la familia humana de la tremenda ruina en que caería si, despreciadas las doctrinas del Evangelio, se dejara prevalecer un orden de cosas que conculca no menos las leyes naturales que las divinas.
La Iglesia de Cristo, fundada sobre una piedra inconmovible, nada tiene que temer por sí, puesto que sabe ciertamente que jamás las puertas del infierno prevalecerán contra ella (Mt 16,18); antes bien, por la experiencia de todos los siglos, tiene claramente demostrado que siempre ha salido más fuerte de las mayores borrascas y coronado por nuevos triunfos.
Pero sus maternales entrañas no pueden menos de conmoverse a causa de los incontables males que en medio de estas borrascas maltratan a miles de hombres y, sobre todo, por los gravísimos daños espirituales que de ello habrían de seguirse, que causarían la ruina de tantas almas redimidas por la sangre de Cristo.
145. Nada deberá dejar de intentarse, por consiguiente, para alejar tan grandes males de la sociedad humana: tiendan a ello los trabajos, los esfuerzos todos, las constantes y fervorosas oraciones de Dios. Puesto que, con el auxilio de la gracia divina, la suerte de la humana familia está en nuestras manos.
146. No permitamos, venerables hermanos y amados hijos, que los hijos de este siglo se muestren en su generación más prudentes que nosotros, que por la divina bondad somos hijos de la luz (cf. Lc 8). Los vemos, efectivamente, elegir con la máxima sagacidad adeptos decididos e instruirlos para que vayan extendiendo cada día más sus errores por todas las clases de hombres y en todas las naciones de la tierra.
Y siempre que se proponen atacar con más vehemencia a la Iglesia, los vemos deponer sus luchas intestinas, formar un solo frente en la mayor concordia y lanzarse en un haz compacto al logro de sus fines.
Se recomienda estrecha unión y colaboración
147. Ahora bien, no hay nadie ciertamente que ignore cuántas y cuán grandes obras crea el incansable celo de los católicos, tanto en orden al bien social y económico cuanto en materia docente y religiosa. Esta acción admirable y laboriosa, sin embargo, no pocas veces resulta menos eficaz por la excesiva dispersión de las fuerzas.
Únanse, por tanto, todos los hombres de buena voluntad, cuantos quieran participar, bajo la conducta de los pastores de la Iglesia, en esta buena y pacífica batalla de Cristo, y todos, bajo la guía y el magisterio de la Iglesia, en conformidad con el ingenio, las fuerzas y la condición de cada uno, traten de hacer algo por esa restauración cristiana de la sociedad humana, que León XIII propugnó por medio de su inmortal encíclica Rerum novarum; nos e busquen a sí mismos o su provecho, sino los intereses de Cristo (cf. Flp 2,21; no pretendan imponer en absoluto sus propios pareceres, sino muéstrense dispuestos a renunciar a ellos, por buenos que sean, si el bien común así parezca requerirlo, para que en todo y sobre todo reine Cristo, impere Cristo, a quien se deben el honor y la gloria y el poder por los siglos (Ap 5,13).
148. Y para que todo esto tenga feliz realización, a vosotros todos, venerables hermanos y amados hijos, cuantos sois miembros de esta grandiosa familia católica a Nos confiada, pero con particular afecto de nuestro corazón a los obreros y demás trabajadores manuales, encomendados especialmente a Nos por la divina Providencia, así como también a los patronos y administradores de obras cristianas, impartimos paternalmente la bendición apostólica.
Dada en Roma, junto a San Pedro, a 15 de mayo de 1931, año décimo de nuestro pontificado.
PÍO PP. XI
LETTERA ENCICLICA
CARITATE CHRISTI COMPULSI
DEL SOMMO PONTEFICE
PIO XI
AI VENERABILI FRATELLI PATRIARCHI,
PRIMATI, ARCIVESCOVI, VESCOVI
E AGLI ALTRI ORDINARI LOCALI
CHE HANNO PACE E COMUNIONE
CON LA SEDE APOSTOLICA,
SUL CUORE DI GESÙ
Venerabili Fratelli, salute e Apostolica Benedizione.
La carità di Cristo Ci spinse ad invitare, con l’Enciclica Nova impendet del 2 ottobre dell’anno scorso, tutti i figli della Chiesa Cattolica, anzi tutti gli uomini di cuore, a stringersi in una santa crociata di amore e di soccorso, onde alleviare un poco le terribili conseguenze della crisi economica in cui si dibatte il genere umano. E veramente con mirabile e concorde slancio risposero al Nostro appello la generosità e l’operosità di tutti. Ma il disagio è andato crescendo, il numero dei disoccupati in quasi tutte le regioni è salito, e di ciò profittano i partiti sovversivi per la loro propaganda; conseguentemente l’ordine pubblico è sempre più minacciato, e il pericolo del terrore e dell’anarchia incombe sempre più gravemente sulla società. In tale stato di cose la stessa carità di Cristo Ci stimola a rivolgerCi di nuovo a voi, Venerabili Fratelli, ai vostri fedeli, a tutto il mondo per esortare tutti ad unirsi e ad opporsi con tutte le forze ai mali che opprimono l’intera umanità e a quelli ancora peggiori che la minacciano.
I
Se riandiamo con la mente alla lunga e dolorosa serie di mali che, triste retaggio del peccato, hanno segnato all’uomo decaduto le tappe del pellegrinaggio terreno, dal diluvio in poi, difficilmente c’incontriamo in un disagio spirituale e materiale così profondo, così universale, come quello che ora attraversiamo: anche i più grandi flagelli, che pure lasciarono tracce indelebili nella vita e nella memoria dei popoli, si abbattevano ora sopra una nazione, ora sopra l’altra. Ora invece l’umanità intera è stretta dalla crisi finanziaria ed economica così tenacemente, che quanto più si agita, tanto più insolubili ne sembrano i lacci; non vi è popolo, non vi è Stato, non società o famiglia che, in un modo o in un altro, direttamente o indirettamente, più o meno, non ne senta il contraccolpo. Quegli stessi, assai pochi di numero, che sembrano avere nelle loro mani, insieme con le ricchezze più ingenti, le sorti del mondo; quegli stessi pochissimi uomini che, con le loro speculazioni, sono stati e sono in gran parte la causa di tanto male, ne sono essi stessi ben sovente le prime e più clamorose vittime, trascinando con sé nell’abisso le fortune di innumerevoli altri; verificandosi in modo terribile e per tutto il mondo quanto lo Spirito Santo aveva già proclamato per i singoli peccatori: « Per quelle cose per le quali uno pecca, per le medesime è tormentato » [1].
Lacrimevole condizione di cose, Venerabili Fratelli, che fa gemere il Nostro cuore paterno e Ci fa sentire sempre più intimamente il bisogno di imitare, secondo la Nostra pochezza, il sublime sentimento del Cuore SS. di Gesù: « Ho compassione di questa folla » [2]. Ma ancor più lacrimevole è la radice da cui nasce questa condizione di cose: poiché, se è sempre vero quello che afferma lo Spirito Santo per bocca di San Paolo: « Radice di tutti i mali è la cupidigia » [3], molto più ciò è vero nel caso presente.
E non è forse quella cupidigia dei beni terreni, che il Poeta pagano chiamava già con giusto sdegno « esecranda fame dell’oro »; non è forse quel sordido egoismo, che troppo spesso presiede alle mutue relazioni individuali e sociali; non è insomma la cupidigia, qualunque ne sia la specie e la forma, quella che ha trascinato il mondo all’estremo che tutti vediamo e tutti deploriamo? Dalla cupidigia, infatti, proviene la mutua diffidenza, che inaridisce ogni commercio umano; dalla cupidigia, l’esosa invidia che fa considerare come proprio danno ogni vantaggio altrui; dalla cupidigia, il gretto individualismo che tutto ordina e subordina al proprio vantaggio, senza badare agli altri, anzi conculcando crudelmente ogni diritto altrui. Di qui il disordine e lo squilibrio ingiusto, per cui si vedono le ricchezze delle nazioni accumulate nelle mani di pochissimi privati, che regolano a loro capriccio il mercato mondiale, con danno immenso delle masse, come abbiamo esposto l’anno scorso nella Nostra Lettera Enciclica Quadragesimo anno.
Se questo stesso egoismo (abusando del legittimo amor di patria e spingendo all’esagerazione quel sentimento di giusto nazionalismo, che il retto ordine della carità cristiana non solo non disapprova, ma con proprie regole santifica e vivifica) si insinua nelle relazioni tra popolo e popolo, non vi è eccesso che non sembri giustificato; e quello che tra individui sarebbe da tutti giudicato riprovevole, viene considerato ormai come lecito e degno d’encomio se si compie in nome di tale esagerato nazionalismo. Alla grande legge dell’amore e della fraternità umana, che abbraccia tutte le genti e tutti i popoli in una sola famiglia con un solo Padre che sta nei cieli, subentra l’odio che spinge tutti alla rovina. Nella vita pubblica si calpestano i sacri princìpi che erano la guida di ogni convivenza sociale; vengono manomessi i solidi fondamenti del diritto e della fedeltà su cui dovrebbe basarsi lo Stato; sono violate e chiuse le sorgenti di quelle antiche tradizioni che nella fede in Dio e nella fedeltà alla sua legge vedevano le basi più sicure del vero progresso dei popoli.
Approfittando di tanto disagio economico e di tanto disordine morale i nemici di ogni ordine sociale, si chiamino essi « comunisti » o con qualunque altro nome — ed è questo il male più tremendo dei nostri tempi — audacemente si adoperano a rompere ogni freno, a spezzare ogni vincolo di legge divina o umana, ad ingaggiare apertamente o in segreto la lotta più accanita contro la religione, contro Dio stesso, svolgendo il diabolico programma di schiantare dal cuore di tutti, perfino dei bambini, ogni sentimento religioso, poiché sanno molto bene che, tolta dal cuore dell’umanità la fede in Dio, essi potranno fare tutto quello che vorranno. E così vediamo oggi quello che mai si vide nella storia, spiegate cioè al vento senza ritegno le sataniche bandiere della guerra contro Dio e contro la religione in mezzo a tutti i popoli e in tutte le parti della terra.
Non mancarono mai gli empi, non mancarono mai neppure i negatori di Dio; ma erano relativamente pochi, singoli e solitari, e non osavano o non credevano opportuno svelare troppo apertamente il loro empio pensiero, come pare voglia insinuare lo stesso ispirato Cantore dei Salmi, quando esclama: « Disse lo stolto in cuor suo: Dio non c’è » [4]. L’empio, l’ateo, uno fra la moltitudine, nega Dio, suo Creatore, ma ciò nel segreto del suo cuore. Oggi invece l’ateismo ha già pervaso larghe masse di popolo; con le sue organizzazioni si insinua anche nelle scuole popolari, si manifesta nei teatri, e per diffondersi si vale di proprie pellicole cinematografiche, del grammofono, della radio; con tipografie proprie stampa opuscoli in tutte le lingue; promuove speciali esposizioni e pubblici cortei. Ha costituito propri partiti politici, proprie formazioni economiche e militari. Questo ateismo organizzato e militante lavora instancabilmente per mezzo dei suoi agitatori con conferenze e illustrazioni, con tutti i mezzi di propaganda occulta e manifesta in tutte le classi, in tutte le strade, in ogni sala, dando a questa sua nefasta operosità l’appoggio morale delle proprie Università e stringendo gl’incauti tra i vincoli potenti della sua forza organizzatrice. Al vedere tanta operosità posta al servizio di una causa così iniqua, Ci viene davvero spontaneo alla mente e al labbro il mesto lamento di Cristo: « I figli di questo mondo sono nel loro genere più scaltri dei figli della luce » [5].
I capi e gli autori di tutta questa campagna di ateismo, traendo partito dalla crisi economica attuale, con dialettica infernale cercano di far credere alle masse affamate che Dio e la Religione sono la causa di questa universale miseria. La santa Croce del Signore, simbolo di umiltà e povertà, viene posta insieme con i simboli del moderno imperialismo, come se la Religione fosse alleata con quelle forze tenebrose che producono tanti mali in mezzo agli uomini. Così tentano, e non senza effetto, di congiungere la guerra contro Dio con la lotta per il pane quotidiano, con il desiderio di possedere un terreno proprio, di avere salari convenienti, abitazioni decorose, una condizione di vita insomma che convenga all’uomo. I più legittimi e necessari desideri nonché gl’istinti più brutali, tutto serve al loro programma antireligioso, come se l’ordine divino stesse in contraddizione col bene dell’umanità e non né fosse al contrario l’unica sicura tutela; come se le forze umane con i mezzi della moderna tecnica potessero combattere le forze divine per introdurre un nuovo e migliore ordinamento di cose. Orbene, tanti milioni di uomini, credendo di lottare per l’esistenza, si aggrappano purtroppo a tali teorie con un totale capovolgimento della verità, e schiamazzano contro Dio e la Religione. Né questi assalti sono solamente diretti contro la Religione cattolica, ma contro quanti riconoscono ancora Dio come Creatore del cielo e della terra e come assoluto Signore di tutte le cose.
E le società segrete, che sono sempre pronte ad appoggiare la lotta contro Dio e contro la Chiesa da qualunque parte venga, non mancano di rinfocolare sempre più questo odio insano che non può dare né la pace, né la felicità ad alcuna classe sociale, ma condurrà certamente tutte le nazioni alla rovina.
Così questa nuova forma di ateismo, mentre scatena i più violenti istinti dell’uomo, con cinica impudenza proclama che non ci sarà né pace né benessere sulla terra, finché non sia sradicato l’ultimo avanzo di religione e non sia soppresso l’ultimo suo rappresentante. Come se con ciò potesse venir soffocato il mirabile concento, nel quale il creato « canta la gloria di Dio » [6].
II
Sappiamo molto bene, Venerabili Fratelli, che vani sono tutti questi sforzi, e che nell’ora da Lui stabilita « si leverà Iddio e si disperderanno i suoi nemici» [7]; sappiamo che « non prevarranno le porte dell’inferno » [8]; sappiamo che il nostro Divin Redentore, come fu di lui predetto, « con la verga della sua bocca percuoterà la terra e col soffio delle sue labbra darà morte all’empio » [9] e terribile soprattutto sarà per quegli infelici l’ora in cui cadranno « nelle mani del Dio vivo» [10]. E questa fiducia inconcussa nel finale trionfo di Dio e della Chiesa Ci viene, per l’infinita bontà del Signore, ogni giorno confermata dalla vista consolante dello slancio generoso di innumerevoli anime verso Dio in tutte le parti del mondo e in tutte le classi sociali. È davvero un soffio potente dello Spirito Santo quello che ora passa su tutta la terra, attirando specialmente le anime giovanili ai più alti ideali cristiani, elevandole al di sopra di ogni rispetto umano, rendendole pronte ad ogni anche più eroico sacrificio; un soffio divino, che scuote tutte le anime, anche loro malgrado, e fa sentire un interno travaglio, una vera sete di Dio, anche a quelle che non osano confessarlo. Anche il Nostro invito ai laici di partecipare all’apostolato gerarchico nelle file dell’Azione Cattolica è stato dappertutto docilmente e generosamente accolto; va crescendo continuamente nelle città e nelle campagne il numero di coloro che con tutte le forze si adoperano alla propaganda dei princìpi cristiani e alla loro attuazione pratica anche nella vita pubblica, mentre essi stessi si studiano di confermare le loro parole con gli esempi della loro vita intemerata.
Ma nondimeno davanti a tanta empietà, a tanta rovina di tutte le più sante tradizioni, a tanta strage di anime immortali, a tanta offesa della Divina Maestà, non possiamo, Venerabili Fratelli, non esprimere tutto l’acerbo dolore che ne proviamo; non possiamo non alzare la Nostra voce, e con tutta l’energia dell’animo apostolico prendere le difese dei conculcati diritti di Dio e dei più sacri sentimenti del cuore umano che di Dio ha assoluto bisogno. Tanto più che queste squadre pervase da spirito diabolico non si contentano di schiamazzare, ma uniscono tutte le loro forze per eseguire quanto prima i loro nefasti disegni. Guai all’umanità se Dio, così vilipeso dalle sue creature, lasciasse, nella sua giustizia, libero corso a questa fiumana devastatrice e si servisse di essa come di flagello per castigare il mondo!
È dunque necessario, Venerabili Fratelli, che instancabilmente ci opponiamo « quale muro per la casa d’Israele »[11], unendo anche noi tutte le forze nostre in un’unica e solida schiera compatta contro le malvage falangi, nemiche di Dio non meno che del genere umano. Infatti in questa lotta si discute veramente il problema fondamentale dell’universo e si tratta la più importante decisione proposta alla libertà umana: per Dio o contro Dio. È questa di nuovo la scelta che deve decidere le sorti di tutta l’umanità: nella politica, nella finanza, nella moralità, nelle scienze, nelle arti, nello Stato, nella società civile e domestica, in Oriente e in Occidente, dappertutto si affaccia questo problema come decisivo per le conseguenze che ne derivano. Così gli stessi rappresentanti di una concezione del tutto materialistica del mondo vedono sempre ricomparire davanti a sé la questione dell’esistenza di Dio che credevano già soppressa per sempre, e sono sempre costretti a riprenderne la discussione. Noi quindi scongiuriamo nel Signore, tanto i singoli che le nazioni, a voler deporre, davanti a tali problemi e in tempo di così accanite lotte vitali per l’umanità, quel gretto individualismo e basso egoismo che accecano anche le menti più perspicaci e fanno inaridire anche ogni più nobile iniziativa, per poco che questa esca dai limiti del ristrettissimo cerchio di piccoli e particolari interessi: si uniscano tutti anche con gravi sacrifici per salvare se stessi e l’intera umanità. In tale unione di animi e di forze devono naturalmente essere i primi coloro che si gloriano del nome cristiano, memori della gloriosa tradizione dei tempi apostolici, quando « la moltitudine dei credenti formava un sol cuore e un’anima sola » [12]; ma vi concorrano lealmente e cordialmente anche tutti gli altri che ancora ammettono un Dio e lo adorano, per allontanare dall’umanità il grande pericolo che minaccia tutti. Infatti il credere in Dio è il fondamento incrollabile di ogni ordinamento sociale e di ogni responsabilità sulla terra; perciò tutti coloro che non vogliono l’anarchia e il terrore devono energicamente adoperarsi perché i nemici della religione non raggiungano lo scopo da loro così apertamente proclamato.
Sappiamo, Venerabili Fratelli, che in questa lotta per la difesa della religione si devono usare anche tutti i legittimi mezzi umani che sono a nostra disposizione. Perciò Noi, seguendo le orme luminose del Nostro Predecessore Leone XIII di s. m., con la Nostra Enciclica Quadragesimo anno abbiamo con tanta energia sostenuto una più equa ripartizione dei beni della terra e abbiamo indicato i mezzi più efficaci che dovrebbero ridonare la salute e la forza all’ammalato corpo sociale e ridare la tranquillità e la pace ai suoi membri doloranti. Infatti l’irresistibile aspirazione a raggiungere una conveniente felicità anche sulla terra è posta nel cuore dell’uomo dal Creatore di tutte le cose, e il Cristianesimo ha sempre riconosciuto e promosso con ogni impegno i giusti sforzi della vera cultura e del sano progresso per il perfezionamento e lo sviluppo dell’umanità.
Ma di fronte a questo odio satanico contro la religione, che ricorda il « mistero d’iniquità » di cui parla San Paolo [13], i soli mezzi umani e le provvidenze degli uomini non bastano; e Noi crederemmo, Venerabili Fratelli, di venir meno al Nostro apostolico ministero se non volessimo additare all’umanità quei meravigliosi misteri di luce, che soli nascondono in sé la forza di soggiogare le scatenate potenze delle tenebre. Quando il Signore, scendendo dagli splendori del Tabor, risanò il giovinetto malmenato dal demonio, che i discepoli non avevano potuto guarire, all’umile domanda di essi: « Per qual motivo non lo abbiamo potuto scacciare noi? », rispose con le memorande parole: «Questo genere non si scaccia se non con l’orazione e il digiuno »[14]. Ci pare, Venerabili Fratelli, che queste divine parole si debbano appunto applicare ai mali dei nostri tempi, che solo « per mezzo della preghiera e della penitenza » possono essere scongiurati.
Memori dunque della nostra condizione di esseri essenzialmente limitati e assolutamente dipendenti dall’Essere supremo, ricorriamo innanzi tutto alla preghiera. Sappiamo per fede quanta sia la potenza dell’umile, confidente, perseverante preghiera; a nessuna altra pia opera furono mai annesse dall’Onnipotente Signore così ampie, così universali, così solenni promesse come alla preghiera: « Chiedete e vi sarà dato, cercate e troverete, bussate e vi sarà aperto, perché chiunque chiede, riceve; chi cerca, trova; e a chi bussa sarà aperto » [15]. In verità, in verità vi dico: quanto domanderete al Padre in nome mio, egli ve lo concederà » [16].
E quale oggetto più degno della nostra preghiera e più corrispondente alla persona adorabile di Colui che è l’unico «Mediatore tra Dio e gli uomini, l’uomo Cristo Gesù »[17], che l’implorare la conservazione in terra della fede nel solo Dio, vivo e vero? Una tale preghiera porta già in sé una parte del suo esaudimento: infatti, dove un uomo prega, là egli si unisce con Dio, e per così dire mantiene già sulla terra l’idea di Dio. L’uomo che prega, con la sua stessa umile posizione professa davanti al mondo la sua fede nel Creatore e Signore di tutte le cose; unendosi poi con gli altri in preghiera comune, con ciò stesso riconosce che non solamente l’individuo, ma anche l’umana società ha un supremo Signore assoluto sopra di sé.
Quale spettacolo non è mai per il cielo e per la terra la Chiesa che prega! Da secoli, ininterrottamente, da una mezzanotte all’altra si ripete sulla terra la divina salmodia dei canti ispirati; non c’è ora del giorno che non sia santificata dalla sua liturgia speciale; non c’è alcun periodo grande o piccolo della vita che non abbia un posto nel ringraziamento, nella lode, nella orazione, nella riparazione della preghiera comune del corpo mistico di Cristo che è la Chiesa. Così la preghiera stessa assicura la presenza di Dio tra gli uomini, come lo promise il Divin Redentore: «Dove sono due o tre persone riunite nel mio nome, io sono in mezzo a loro »[18].
La preghiera toglierà di mezzo, inoltre, la causa stessa delle odierne difficoltà da Noi sopra accennate, cioè l’insaziabile cupidigia dei beni terreni. L’uomo che prega guarda in alto, ai beni cioè del cielo che egli medita e desidera; tutto il suo essere s’immerge nella contemplazione del mirabile ordine posto da Dio, che non conosce la smania dei successi e non si perde in futili gare di sempre maggiore velocità; e così quasi da sé si ristabilirà quell’equilibrio tra il lavoro e il riposo che con grave danno della vita fisica, economica e morale, manca del tutto all’odierna società. Se coloro che, per la sovrabbondante produzione industriale, sono caduti nella disoccupazione e nella povertà, volessero dare il tempo conveniente alla preghiera, il lavoro e la produzione rientrerebbero ben presto entro i limiti ragionevoli, e la lotta che ora divide l’umanità in due grandi campi di combattenti per gl’interessi passeggeri, resterebbe assorbita nella nobile, pacifica, lotta per l’acquisto dei beni celesti ed eterni.
In tal modo si aprirebbe la via anche alla tanto sospirata pace, come egregiamente accenna San Paolo là dove congiunge appunto il precetto della preghiera con i santi desideri della pace e della salute di tutti gli uomini: « Raccomando dunque prima di tutto che si facciano suppliche, orazioni, voti, ringraziamenti, per tutti gli uomini; per i re e per tutti coloro che sono al potere, affinché possiamo trascorrere una vita quieta e tranquilla con tutta pietà e dignità. Infatti, questa è una cosa bella e gradita al cospetto del Salvatore Dio nostro, il quale vuole che tutti gli uomini si salvino ed arrivino alla conoscenza della verità » [19]. Per tutti gli uomini si implori la pace, ma specialmente per coloro che nell’umana società hanno le gravi responsabilità del governo; come potrebbero essi dare la pace ai loro popoli, se non l’hanno in se stessi? Ed è precisamente la preghiera quella che, secondo l’Apostolo, deve apportare il dono della pace: la preghiera che si rivolge al Padre celeste, che è Padre di tutti gli uomini; la preghiera, che è l’espressione comune dei sentimenti di famiglia, di quella grande famiglia che si estende al di là dei confini di qualunque paese e di qualunque continente.
Uomini che in ogni nazione pregano lo stesso Dio per la pace sulla terra non possono essere insieme i portatori della discordia tra i popoli; uomini che si rivolgono nella preghiera alla Divina Maestà, non possono fomentare quell’imperialismo nazionalistico che di ciascun popolo fa il proprio Dio; uomini che guardano al « Dio della pace e della carità » [20], che a Lui si rivolgono per mezzo di Cristo, che è « nostra pace » [21], non si acquieteranno finché finalmente la pace, che il mondo non può dare, discenda dal Datore di ogni bene sopra « gli uomini di buona volontà » [22].
« Pace a voi » [23] fu il saluto pasquale del Signore ai suoi Apostoli e primi discepoli; e questo benedetto saluto da quei primi tempi sino a noi non è mai venuto meno nella sacra Liturgia della Chiesa, ed oggi più che mai esso deve confortare e risollevare gli esulcerati ed oppressi cuori umani.
III
Ma alla preghiera bisogna aggiungere anche la penitenza: cioè lo spirito di penitenza, e la pratica della penitenza cristiana. Così ci insegna il Divin Maestro, la cui prima predicazione fu appunto la penitenza: «Cominciò Gesù a predicare e a dire: Fate penitenza » [24]. Così ci insegna pure tutta la tradizione cristiana, tutta la storia della Chiesa: nelle grandi calamità, nelle grandi tribolazioni della Cristianità, quando era più urgente la necessità dell’aiuto di Dio, i fedeli, o spontaneamente o più spesso dietro l’esempio e le esortazioni dei sacri Pastori, hanno sempre impugnato tutte e due le validissime armi della vita spirituale: l’orazione e la penitenza.
Per quel sacro istinto da cui quasi inconsapevolmente si lascia guidare il popolo cristiano, quando non è traviato dai seminatori di zizzania, e che non è poi altro se non quel « senso di Cristo » [25] di cui parla l’Apostolo, i fedeli hanno sempre sentito subito in tali casi il bisogno di purificare le loro anime dal peccato con la contrizione del cuore, col sacramento della riconciliazione, e di placare la divina Giustizia anche con esterne opere di penitenza.
Sappiamo certo e con voi, Venerabili Fratelli, deploriamo che ai nostri giorni l’idea e il nome di espiazione e di penitenza hanno perduto presso molti la virtù di suscitare quegli slanci di cuore e quegli eroismi di sacrificio, che in altri tempi sapevano infondere, presentandosi agli occhi degli uomini di fede come sigillati di un carattere divino ad imitazione di Cristo e dei Santi suoi; né mancano alcuni che vorrebbero mettere da parte le mortificazioni esterne come cose di tempi passati; senza parlare poi del moderno « uomo autonomo » che disprezza la penitenza come espressione di indole servile. Ed è ovvio infatti che quanto più si affievolisce la fede in Dio, tanto più si confonda e svanisca l’idea di un peccato originale e di una primitiva ribellione dell’uomo contro Dio, e quindi ancor più si perda il concetto della necessità della penitenza e dell’espiazione.
Ma noi invece, Venerabili Fratelli, dobbiamo per obbligo dell’ufficio pastorale tenere in alto questi nomi e questi concetti, e conservarli nel loro vero significato, nella loro genuina nobiltà e ancor più nella loro pratica e necessaria applicazione alla vita cristiana.
A questo Ci spinge la stessa difesa di Dio e della Religione, che stiamo propugnando, poiché la penitenza è di natura sua un riconoscimento e ristabilimento dell’ordine morale nel mondo, che si fonda nella legge eterna, cioè nel Dio vivente. Chi dà soddisfazione a Dio per il peccato, riconosce con ciò stesso la santità dei supremi princìpi della moralità, la loro interna forza di obbligazione, la necessità di una sanzione contro la loro violazione. Ed è certo uno dei più pericolosi errori dell’età nostra l’aver preteso di separare la moralità dalla religione, togliendo così ogni solida base a qualunque legislazione. Questo errore intellettuale poteva forse passare inosservato ed apparire meno pericoloso quando si limitava a pochi, e la fede in Dio era ancora un patrimonio comune dell’umanità e tacitamente si presupponeva anche di quelli che più non ne facevano aperta professione. Ma oggi, quando l’ateismo si diffonde nelle masse popolari, le conseguenze pratiche di quell’errore diventano terribilmente tangibili ed entrano nel mondo delle tristissime realtà. Invece delle leggi morali, che svaniscono insieme con la perdita della fede in Dio, si impone la forza violenta che conculca ogni diritto. L’antica fedeltà e correttezza nell’agire e nel mutuo commercio, tanto decantate perfino dai retori e poeti del paganesimo, ora cedono il posto a speculazioni senza coscienza, tanto nei propri come negli affari altrui. E difatti come può sostenersi un contratto qualsiasi, e quale valore può avere un trattato, se manca ogni garanzia di coscienza? E come si può parlare di garanzia di coscienza, dove è venuta meno ogni fede in Dio, ogni timor di Dio? Tolta questa base, ogni legge morale cade con essa; e non vi è più nessun rimedio che possa impedire la graduale ma inevitabile rovina dei popoli, delle famiglie, dello Stato, della stessa umana civiltà.
La penitenza dunque è come un’arma salutare posta in mano dei prodi soldati di Cristo, che vogliono combattere per la difesa e il ristabilimento dell’ordine morale dell’universo. È un’arma che giunge proprio alla radice di tutti i mali: alla concupiscenza, cioè, delle materiali ricchezze e dei dissoluti piaceri della vita. Per mezzo di volontari sacrifìci, per mezzo di rinunce pratiche, anche dolorose, per mezzo delle varie opere di penitenza, il cristiano generoso reprime le basse passioni che tendono a trascinarlo alla violazione dell’ordine morale. Ma se lo zelo della divina legge e la carità fraterna sono in lui tanto grandi quanto devono esserlo, allora non solo si dà all’esercizio della penitenza per sé e per i suoi peccati, ma si addossa anche l’espiazione dei peccati altrui, ad imitazione dei Santi che spesso eroicamente si facevano vittime di riparazione per i peccati di intere generazioni; anzi ad imitazione del Redentore divino, che si è fatto « Agnello di Dio che toglie il peccato del mondo »[26].
Non c’è forse, Venerabili Fratelli, in questo spirito di penitenza anche un dolce mistero di pace? «Non c’è pace per gli empi » [27], dice lo Spirito Santo, perché vivono in continua lotta ed opposizione con l’ordine stabilito dalla natura e dal suo Creatore. Solamente quando questo ordine verrà ristabilito, quando tutti i popoli fedelmente e spontaneamente lo riconosceranno e lo professeranno, quando le interne condizioni dei popoli e le esterne relazioni con le altre nazioni si fonderanno sopra questa base, allora soltanto sarà possibile una pace stabile sopra la terra. Ma non basteranno a creare quest’atmosfera di pace duratura né i trattati di pace, né i patti più solenni, né i convegni o le conferenze internazionali, né gli sforzi anche più nobili e disinteressati di qualunque uomo di Stato, se prima non siano riconosciuti i sacri diritti della legge naturale e divina. Nessun dirigente della economia pubblica, nessuna forza organizzatrice potrà mai condurre le condizioni sociali a pacifica soluzione, se prima nel campo stesso dell’economia non trionfi la legge morale basata su Dio e sulla coscienza. Questo è il valore fondamentale di ogni valore, tanto nella vita politica quanto in quella economica delle nazioni; questa è la moneta più sicura, tenuta ben salda la quale, anche tutte le altre saranno stabili, essendo garantite dall’immutabile ed eterna legge di Dio.
Ed anche ai singoli uomini la penitenza è apportatrice di vera pace, distaccandoli dai beni terreni e caduchi e sollevandoli ai beni eterni, donando loro anche in mezzo alle privazioni ed alle avversità una pace che il mondo con tutte le sue ricchezze e i suoi piaceri non può dare. Uno dei cantici più sereni e più lieti che mai si siano uditi in questa valle di lacrime non è forse il celebre «Cantico del sole e delle creature » di San Francesco? Ebbene, chi lo compose, chi lo scrisse, chi lo cantò era uno dei più grandi penitenti, il Poverello di Assisi, che non possedeva assolutamente nulla sulla terra e portava nel suo corpo estenuato le dolorose stimmate del suo Signore Crocifisso.
La preghiera, dunque, e la penitenza sono i due potenti spiriti che in questo tempo ci sono dati da Dio perché riconduciamo a Lui la smarrita umanità che gira qua e là senza guida: sono gli spiriti che devono dissipare e riparare la prima e principale causa di ogni ribellione e di ogni rivoluzione, la ribellione cioè dell’uomo contro Dio. Ma i popoli stessi sono chiamati a decidersi per una scelta definitiva: o essi si affidano a questi benevoli e benèfici spiriti e si convertono, umili e pentiti, al loro Signore e Padre delle misericordie, oppure abbandonano se stessi e il poco che ancora resta di felicità sulla terra in balìa del nemico di Dio, cioè allo spirito di vendetta e di distruzione.
Non Ci resta quindi altro che invitare questo povero mondo che ha sparso tanto sangue, che ha aperto tanti sepolcri, che ha distrutto tante opere, che ha privato di pane e di lavoro tanti uomini, non Ci resta, diciamo, che invitarlo con le tenere parole della sacra Liturgia: « Convèrtiti al Signore Dio tuo! ».
IV
E quale più opportuna occasione possiamo Noi indicarvi, Venerabili Fratelli, per tale unione di preghiere e di riparazioni, se non la prossima festa del Sacro Cuore di Gesù? Lo spirito proprio di tale solennità — come abbiamo quattro anni or sono ampiamente dimostrato nella Nostra Lettera Enciclica Miserentissimus — è appunto spirito di amorosa riparazione, e perciò abbiamo voluto che in tal giorno ogni anno in perpetuo si faccia, in tutte le chiese dell’orbe, pubblico atto di ammenda per le tante offese che feriscono quel Cuore divino.
Sia dunque quest’anno la festa del Sacro Cuore per tutta la Chiesa una santa gara di riparazione e di impetrazione. Accorrano numerosi i fedeli alla mensa Eucaristica; accorrano ai piedi degli altari ad adorare il Salvatore del mondo sotto i veli del Sacramento, che voi, Venerabili Fratelli, procurerete sia in tal giorno solennemente esposto in tutte le chiese; effondano in quel Cuore Misericordioso, che ha conosciuto tutte le pene del cuore umano, la piena del loro dolore, la fermezza della loro fede, la fiducia della loro speranza, l’ardore della loro carità. Lo preghino, interponendo anche il potente patrocinio di Maria Santissima, Mediatrice di tutte le grazie, per sé e per le loro famiglie, per la loro patria, per la Chiesa; lo preghino per il Vicario di Cristo in terra e per gli altri Pastori, che con lui dividono il formidabile peso del governo spirituale delle anime; lo preghino per i fratelli credenti, per i fratelli erranti, per gl’increduli, per gl’infedeli; e infine per gli stessi nemici di Dio e della Chiesa, affinché si convertano.
E questo spirito di preghiera e di riparazione si mantenga poi intensamente vivo ed operoso in tutti i fedeli anche per l’intera Ottava, del qual privilegio liturgico Noi abbiamo voluto fosse insignita questa Festa. Durante tali giorni si facciano, nel modo che ciascuno di voi, Venerabili Fratelli (secondo le circostanze locali) crederà opportuno prescrivere o suggerire, pubbliche preghiere ed altri devoti esercizi di pietà secondo le intenzioni da Noi brevemente sopra accennate: « al fine di ottenere misericordia e trovare grazia per essere aiutati al momento opportuno » [28].
Sia quella, davvero, per tutto il popolo cristiano un’Ottava di riparazione e di santa mestizia; siano giorni di mortificazione e di preghiera. Si astengano i fedeli dagli spettacoli e dai divertimenti anche leciti; i più agiati sottraggano anche volontariamente, in spirito di cristiana austerità, qualche cosa dalla sia pure moderata misura del consueto modo di vita, largheggiando piuttosto coi poveri il frutto di tale sottrazione, essendo anche l’elemosina un ottimo mezzo per soddisfare alla divina Giustizia e attirare le divine misericordie. I poveri, e tutti coloro che in questo tempo sono sotto la dura prova dello scarso lavoro e dello scarso pane, offrano con eguale spirito di penitenza, con maggiore rassegnazione le privazioni loro imposte dai tempi difficili e dalla condizione sociale che la Divina Provvidenza, con imperscrutabile ma pur sempre amoroso disegno, ha loro assegnato: accettino con animo umile e confidente dalla mano di Dio gli effetti della povertà, resi più duri dalle strettezze in cui si dibatte attualmente l’umanità; si elevino più generosamente fino alla divina sublimità della Croce di Cristo, ripensando che, se il lavoro è tra i maggiori valori della vita, è però stato l’amore di un Dio paziente quello che ha salvato il mondo; si confortino nella certezza che i loro sacrifici e le loro pene, cristianamente sopportati, concorreranno efficacemente ad affrettare l’ora della misericordia e della pace.
Il Cuore divino di Gesù non potrà non commuoversi alle preghiere ed ai sacrifici della sua Chiesa e finirà col dire alla sua Sposa che geme ai suoi piedi sotto il peso di tante pene e di tanti mali: «Grande è la tua fede! Ti sia fatto come desideri »[29].
Con questa fiducia, avvalorata dal ricordo della Croce, sacro segno e prezioso strumento della nostra santa redenzione, di cui oggi celebriamo la gloriosa Invenzione, a Voi, Venerabili Fratelli, al vostro clero e popolo, a tutto l’orbe cattolico impartiamo con paterno affetto l’Apostolica Benedizione.
Dato a Roma, presso San Pietro, nella festa dell’Invenzione della Santa Croce, 3 maggio 1932, undecimo del Nostro Pontificato.
PIUS PP. XI
[1] Sap., XI, 17.
[2] Marc., VIII, 2.
[3] I Tim., VI, 10.
[4] Ps. XIII, 1, et LII, 1.
[5] Luc., XVI, 8.
[6] Ps. XVIII, 2.
[7] Ps. LXVII, 2.
[8] Matth., XVI, 18.
[9] Is., XI, 4.
[10] Hebr., X, 31.
[11] Ezech., XIII, 5.
[12] Act., IV, 32.
[13] II Thess., II, 7.
[14] Matth., XVII, 18-20.
[15] Matth., VII, 7-8.
[16] Ioann., XVI, 23.
[17] I Tim., II, 5.
[18] Matth., XVIII, 20.
[19] I Tim., II, 1-4.
[20] II Cor., XIII, 11.
[21] Ephes., II, 14.
[22] Luc., II, 14.
[23] Ioann., XX, 19, 26.
[24] Matth. IV, 17.
[25] I Cor., II, 16.
[26] Ioann., I, 29.
[27] Is., XLVIII, 22.
[28] Hebr., IV, 16.
[29] Matth., XV, 28.
Carta
ENCÍCLICA “ACERBA ANIMI”
(29-IX-1932)
A.A.S. 24 (1932) 321-332
SOBRE LA PERSECUCIÓN DE LA IGLESIA DE MÉJICO
PIO PP. XI
A NUESTROS VENERABLES HERMANOS DE MÉXICO, ARZOBISPOS, OBISPOS, Y ORDINARIOS, EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA
1. Introducción. Preferente preocupación por Méjico.
La acerba angustia espiritual que Nos oprime el ánimo por la tristísima situación de la Humanidad en las presentes circunstancias, no debilita la especial preocupación que en gran manera sentimos ora por los queridos hijos de la nación mejicana, ora principalmente por vosotros, Venerables Hermanos, dignísimos de Nuestros cuidados paternales, puesto que hace tanto tiempo sois víctimas de tan acérrimas persecuciones.
2. Recuerdo del pasado.
De ahí que desde que comenzó Nuestro Pontificado, siguiendo las huellas de Nuestro inmediato Predecesor, por todos los medios y con todo interés Nos hemos esforzado a fin de que los que llaman preceptos, "constitucionales" no se llevaren funestamente a la práctica; los cuales preceptos, puesto que atacaban a los derechos primarios e inmutables de la Iglesia, no pudimos menos de condenarlos y reprobarlos repetidas veces, cuando la ocasión se presentaba, y precisamente por ello Nos placía que no dejara de haber un Legado Nuestro en vuestra República.
Agravios a la Santa Sede.
Y si últimamente a la mayoría de los jefes de los demás Estados se les ha visto reanudar con nuevo interés amistosas relaciones diplomáticas con la Sede Apostólica, en cambio, los gobernantes de la República Mejicana no sólo se han empleado en cerrar toda vía de transacción para una conciliación mutua, sino que, aún infringiendo y violando las promesas dadas hacía poco por escrito, contra lo que todos esperaban y demostrando, por tanto, suficientemente cuáles eran sus opiniones y propósitos con la Iglesia, más de una vez expulsaron a Nuestros Legados. ¡De este modo, pues, se llegó a aplicar durísimamente el capítulo 130 de la ley a que dan el nombre de "Constitución"; ley contra la cual, detestándola y lamentándola, reclamamos solemnemente en la Carta Encíclica "Iniquis afflictisque", de 18 de Noviembre de 1926, como sumamente contraria a la Religión Católica.
Restricción para los sacerdotes.
Asimismo se han promulgado gravísimas penas contra aquellos que infringieron ese capítulo de tal ley, y con nueva e injusta ofensa a la Jerarquía eclesiástica se ha procurado que los sacerdotes que particularmente tuviesen permiso para ejercer públicamente su sagrado ministerio, en modo alguno pasen de un determinado número que señalarán los legisladores de cada uno de los Estados.
Firmeza de los obispos y su expatriación.
Al crearse injusta e intolerantemente esta situación, que somete a la Iglesia de Méjico a la autoridad civil y al arbitrio de unos gobernantes hostiles a la Religión Católica, Vosotros, Venerables Hermanos, decretasteis que se interrumpieran públicamente los servicios del culto divino; y al mismo tiempo obligasteis en cierto modo a todos los fieles cristianos para que eficazmente reclamasen contra semejantes incalificables disposiciones. Mas por vuestra apostólica fortaleza de ánimo y constancia, expatriados casi todos vosotros, habéis admirado desterrados, y como si lo contemplaseis de lejos, las santas luchas y martirio de vuestro clero y grey; y en cuanto a aquellos de vosotros —poquísimos en número— que pudieron casi prodigiosamente permanecer ocultos en sus respectivas diócesis, no poco consuelo y esfuerzo han dado al pueblo cristiano con el ejemplo de su nobilísima firmeza.
Elogio anterior y exhortación presente a la firmeza.
Sobre estas cosas Nos hemos hablado en alocuciones y discursos pronunciados, y más detenida y claramente en la Carta Encíclica "Iniquis afflictisque" (Pío XI Encíclica Iniquis Afflictisque, 18-XI-1926; AAS. 18, (1926) 465-477) que antes citamos, congratulándonos principalmente de que la egregia conducta del clero —cuando administraba los Sacramentos a los fieles no sin peligro de la propia vida— y los hechos heroicos de muchos seglares —cuando con increíbles y nunca oídos trabajos sufridos con fortaleza, y cuando con gran detrimento de sus bienes, gustosamente han acudido en auxilio de los sagrados ministros con esplendidez— han producido profunda admiración en todo el orbe de la tierra.
Y entre tanto, no hemos querido faltar a Nuestro deber dejando de excitar con consejos verbales y escritos a los sacerdotes y fieles de Cristo, a fin de que con proceder cristiano resistan según sus fuerzas a las leyes inicuas, exhortándoles asimismo para que de tal modo aplaquen con oraciones y penitencias la justicia de la sempiterna Deidad, que cuanto antes el providentísimo y misericordiosísimo Dios se sirva benignamente dar alivio y fin a estas persecuciones.
La acción papal: Oraciones, colectas y buenos oficios.
Ni hemos dejado de procurar que Nuestros hijos de todo el mundo, uniendo con Nos sus oraciones, pidan por sus hermanos mejicanos tan indignamente tratados; a la cual invitación Nuestra respondieron con admirable entusiasmo.
Es más, ni hemos descuidado los procedimientos humanos que en Nuestra mano han estado para poder proporcionar algún alivio a Nuestros queridos hijos, puesto que ora hemos exhortado instantemente a todo el orbe católico para que a los afligidos hermanos de la Iglesia mejicana se les auxiliase aun con una colecta; ora hemos conjurado una y otra vez a los mismos jefes supremos de las Naciones con las que Nos unen lazos de amistad para que no se negasen a considerar la anormal y gravísima situación de tantos, fieles cristianos.
Gestiones de pacificación y levantamiento del entredicho. Las razones.
Ahora bien: los que gobiernan el Estado mejicano, como tan gran muchedumbre de ciudadanos perseguidos no desistiese de resistir valerosa y generosamente, para de algún modo salir de la peligrosa situación, que no podían según sus deseos dominar y vencer, manifestaron claramente que no se oponían al propósito de llegar a un arreglo de todo el asunto, después de oír las opiniones de una y otra parte. Así, pues, aunque desgraciadamente Nos conocíamos por experiencia que no había seguridad en dar fe a semejantes promesas, sin embargo juzgamos que debíamos considerar' si era o no oportuno que públicamente continuase la suspensión de los sagrados ritos religiosos. La cual suspensión, si resultaba una eficacísima reclamación contra el capricho de los gobernantes de la República, sin embargo, prolongada por más tiempo, hubiese podido perjudicar a la esfera de todo lo civil y religioso; además, lo que es más importante, esta suspensión, según Nos habían hecho presente no pocos autores de la mayor autoridad, causaba no poco daño a los fieles cristianos, los cuales privados de muchos auxilios espirituales necesarios para la vida cristiana y obligados con frecuencia a abandonar el cumplimiento de sus propios deberes religiosos, en este trance poco a poco eran llevados a apartarse del sacerdocio católico, y por tanto a separarse de sus beneficios sobrenaturales. Añádase a esto que, como los Obispos se hallaban hacía tanto tiempo alejados de sus respectivas diócesis, no podía esto menos de contribuir a la relajación y debilitación de la disciplina eclesiástica; lo cual era tanto más doloroso, cuanto que en tan gran disgregación de la Iglesia mejicana el pueblo cristiano y los sacerdotes necesitaban en sumo grado de la dirección y gobierno de los que el Espíritu Santo puso como Obispos para regir a la Iglesia de Dios (Act 20, 28).
3. Esperanzas fallidas.
Por consiguiente, cuando en el año 1929 el presidente de la República mejicana declaró públicamente que no era su propósito destruir la "identidad de la Iglesia" con la aplicación de las citadas leyes, ni menospreciar la Jerarquía Eclesiástica, Nos, teniendo en cuenta solamente la salvación de las almas, juzgamos que de ningún modo se había de renunciar a este o cualquier otro medio de reintegrar a su dignidad la Jerarquía. Es más, aún consideramos que debíamos pensar si sería oportuno, puesto que brillaba alguna esperanza de remediar males más graves y puesto que parecían alejarse aquellas causas principales que movieron a los Obispos a juzgar que los servicios públicos del culto divino debían suspenderse, renovarlos por el momento. Con lo cual no era ciertamente Nuestra intención ni aprobar las leyes mejicanas contra la Religión, ni de tal modo retractarnos de las reclamaciones hechas en contra de las mismas, que decretásemos no haber ya por qué se resistiese y atacase a dichas leyes todo lo posible. Se trataba solamente de lo siguiente: de que puesto que los gobernantes de la República daban a entender que abrazaban propósitos distintos, parecía esto exigir el que se suspendieran aquellos procedimientos de resistencia que más bien pudieran resultar perjudiciales al pueblo cristiano, y que se adoptasen otros en realidad más oportunos.
Viola el Estado mejicano las estipulaciones.
Más, de todos es sabido que la tan esperada paz y conciliación no respondió a Nuestros deseos y votos. Porque, violadas palpablemente las condiciones estipuladas en la conciliación, de nuevo se encarnizaron con los Obispos, sacerdotes y fieles cristianos, castigándolos con penas y cárceles; y con la mayor tristeza vimos que no sólo no se llamaba del destierro a todos los Obispos, sino que más bien aun de aquellos que gozaban del beneficio de seguir en la patria, algunos, con desprecio de las cláusulas legales, eran expulsados de sus confines; que en no pocas diócesis los templos, los seminarios, los palacios episcopales y demás edificios sagrados no habían sido en modo alguno dedicados de nuevo a su uso propio; finalmente, que, con desprecio de las indubitables promesas hechas, muchos clérigos y seglares que habían defendido valientemente la fe de sus mayores eran entregados a la envidia y odio disimulado de sus enemigos.
Calumnias.
Además, no bien cesó la suspensión pública del culto divino, sobrevino y se generalizó una acérrima campaña de calumnias por parte de los editores contra los sagrados ministros, contra la Iglesia y contra el mismo Dios, y todos saben que la Sede Apostólica creyó era deber suyo reprobar y proscribir una de esas publicaciones que por su más criminal impiedad y por su manifiesto propósito de concitar por medio de calumnias el odio contra la Religión, había radicalmente sobrepasado toda clase de límites.
Escuelas y la enseñanza religiosa.
Únese a esto que no sólo en las escuelas donde se enseñan los elementos del saber prohíbe la ley que se expliquen los preceptos de la doctrina católica, sino que aun a menudo se incita en ellas a los que tienen el cargo de educar a la niñez a que se esfuercen en formar las almas de los jóvenes en los errores y disolventes costumbres de la impiedad; lo que causa no pequeño perjuicio a los padres cristianos si quieren poner buen recaudo la inocencia completa de su respectiva prole. Sobre lo cual, así como bendecimos desde el fondo del alma a estos padres y madres de familia e igualmente a los profesores y maestros que celosamente los auxilian en este asunto, así también exhortamos insistentemente en el Señor a vosotros, Venerables Hermanos, a uno y otro clero y a todos los fieles cristianos para que no dejéis de preocuparos, según sea posible, de la cuestión de las escuelas y de la educación de la juventud, teniendo principalmente presente a la masa del pueblo, la cual, estando más en contacto con la doctrina tan amplísimamente propagada de los ateos, masones y comunistas, necesita más de vuestro celo apostólico. Y estad persuadidos de que vuestra patria será sin duda, en lo futuro, tal como, educando debidamente a los jóvenes, la hayáis hecho vosotros.
Lucha contra el clero. El número clauso. "Modus vivendi".
Y se ha luchado rudísimamente contra el punto de mayor importancia del que dimana la vida misma de toda la Iglesia, a saber: contra el Clero, contra la Jerarquía católica, con el designio precisamente de que poco a poco desaparezca del seno de la República. Pues aunque proclame la Constitución del Estado mejicano que los ciudadanos tienen la libre facultad de opinar lo que quieran, de pensar y creer lo que gusten; sin embargo —como frecuentemente, cuando la ocasión se ha presentado, lo hemos lamentado—, con manifiesta discrepancia y contradicción dispone que cada uno de los Estados federados de la República señalen y designen un número fijo de sacerdotes, a los que se permita ejercer su ministerio y administrarlo al pueblo, no sólo en los templos, sino a domicilio y en el recinto de las casas. Lo cual resulta tanto más gravemente un enorme crimen por los procedimientos y maneras como se está aplicando esta ley. Porque si la Constitución manda que los sacerdotes no pasen de cierto número, prevé, sin embargo, que no vayan a ser insuficientes en cada región para las necesidades del pueblo católico; y en modo alguno prescribe que en éste asunto se desprecie a la Jerarquía eclesiástica; lo cual, por lo demás, se reconoce y comprueba paladina e indiscutiblemente en el Pacto que se llama "modus vivendi". Ahora bien, en el Estado de Michoacán se ha decretado que sólo haya un sacerdote para 33.000 fieles cristianos; en el de Chihuahua, uno para 45.000; en el de Chiapa, uno para 60.000, y finalmente, en el de Veracruz uno sólo para 100.000. Con todo, no hay quien no vea que de ningún modo se puede, con semejantes restricciones, administrar los Sacramentos al pueblo cristiano, que de ordinario vive en dilatadísimas regiones. Y sin embargo, los perseguidores, como arrepentidos de su excesiva condescendencia, han impuesto cada vez más restricciones: no pocos seminarios cerrados por algunas autoridades de los Estados, casas parroquiales nacionalizadas y en muchos lugares se han señalado los templos en los que únicamente, ni más allá de los límites del territorio que se determina, puedan los sacerdotes, aprobados por la autoridad civil, celebrar el culto divino.
Persecución de la Jerarquía.
Ahora bien, lo que las autoridades de algunos Estados han ordenado: que cuando los eclesiásticos usen de su facultad de ejercer su ministerio no tienen los empleados públicos que guardar respeto alguno a ninguna Jerarquía; es más: que a todos los Prelados, esto es, a los Obispos y aun a los que ostenten el cargo de Delegado Apostólico se les prohíbe completamente esa facultad, pone patentemente de manifiesto que quieren destruir y arrasar la Iglesia católica.
Brevemente hemos querido hasta aquí recordar, recorriendo sus principales aspectos, la durísima situación de la Iglesia mejicana, para que todos aquellos que se interesan por el buen régimen y paz de los pueblos, considerando que esta persecución, en absoluto incalificable, no se diferencia mucho, sobre todo en algunos Estados, dé la que se ensaña en las horribilísimas regiones de Rusia, reciban de esta abominable conjura nuevo entusiasmo con que se opongan como dique a ese fuego devastador de todo orden social.
4. Reglas prácticas que se dieron anteriormente por la Secretaría de Estado.
Así también deseamos daros testimonio una vez más a vosotros, Venerables Hermanos, y a los hijos queridos de la nación mejicana, de Nuestro paternal interés, con el que os seguimos con la vista a vosotros todos aquejados con penas; de este interés Nuestro precisamente emanaron aquellas normas que dimos por conducto de Nuestro querido Hijo el Cardenal Secretario de Estado, en el pasado mes de enero, y que igualmente os comunicamos por medio de Nuestro Delegado Apostólico. Porque como se trata de un asunto íntimo relacionado con la Religión, tenemos ciertamente el derecho y el deber de decretar unos procedimientos y normas más adecuadas, que todos quienes se glorían del nombre de católicos no pueden menos de obedecer.
Sanciones eclesiásticas mitigadas.
Y justo es que aquí Nos declaremos claramente que con atención penetrante y quieta inteligencia hemos meditado todos aquellos avisos y consejos que ya la Jerarquía eclesiástica, ya los seglares Nos habían enviado; todos, decimos, aun aquellos que parecían pedir se volviera, como antes, en año 1926, a un sistema más severo de resistencia, suspendiendo públicamente de nuevo en toda la República los actos del culto divino.
En lo que se refiere, pues, al modo de proceder, como los sacerdotes no se hallan tan coartados en todos los Estados, ni en todas partes se halla tan abatida la autoridad y dignidad de la Jerarquía eclesiástica, dedúcese de ello que, así como de distinto modo se llevan a la práctica estos infaustos decretos, no debe ser, en manera alguna, semejante la manera de proceder de los fieles de la Iglesia de Cristo.
Elogio de la prudencia.
En lo cual estimamos ser realmente de justicia el honrar con especiales alabanzas a aquellos Obispos mejicanos que, como sabemos por noticias llegadas a Nos, han expuesto con la mayor diligencia las normas repetidamente dadas por Nos, lo que Nos place declarar abiertamente aquí porque si algunos —impulsados por el deseo de defender su propia fe más que por una exquisita prudencia en estos difíciles asuntos— por las diversas maneras de proceder de los Obispos, según las distintas circunstancias locales, han sospechado que había en ellos designios contrarios a los suyos, estén completamente persuadidos de que semejante censura está completamente desprovista de todo fundamento.
Mayor clamor y reclamaciones contra las leyes injustas.
Mas porque cualquiera limitación del número de sacerdotes no puede menos de ser una grave violación de los derechos divinos, es necesario que los Obispos y el grupo restante de clérigos y seglares reclamen combatiendo y reprobando por todos los medios legítimos esta reclamación contra las autoridades públicas, ello, no obstante, convencerá por completo a los cristianos, en especial a los ignorantes, de que las autoridades civiles, con su actuación, pisotean la libertad de la Iglesia, de la que Nos, aunque arrecien los perseguidores no podemos sin duda alguna abdicar.
Por lo cual, así como con gran consuelo espiritual hemos leído varias reclamaciones que han formulado los Obispos y sacerdotes de diócesis, víctimas de estas leyes inicuas, así Nos hemos añadido la Nuestra ante todo el orbe de la tierra, y de un modo especial ante aquellos que llevan los timones de los Estados, para que alguna vez por fin consideren que esta laceración del pueblo mejicano no sólo injuria gravemente a la eterna Deidad —oprimiendo a su Iglesia y a los fieles cristianos vulnerando su fe y conciencia religiosa— sino que aun es una peligrosa causa de esa revolución social por la que con todas sus fuerzas luchan los que niegan y odian a Dios.
Pídase autorización a los poderes públicos para celebrar Misa.
Entre tanto, para que podamos aliviar y según nuestras facultades, poner remedio a estas calamitosas circunstancias, valiéndonos de todos los medios que aún se hallen a mano, es necesario que —conservando en todas partes en cuanto sea posible la celebración del culto divino— no se extinga en el pueblo la luz de la fe y el fuego de la caridad cristiana. Porque, aunque, como dijimos, se trate de impíos decretos que, puesto que se oponen a los santísimos derechos de Dios y de la Iglesia, ha de reprobarlos por tanto la ley divina, sin embargo, no hay duda de que es vano el miedo del que piense que va a colaborar con las autoridades en una acción injusta, si, sufriendo sus vejámenes, les pide autorización para ejercer el sagrado ministerio. Esta errónea opinión y modo de obrar, como de ellas se seguirá en todas partes la suspensión del culto religioso, acarrearía gran perjuicio a toda la grey de fieles cristianos.
Ciertamente hay que advertir que sin duda alguna es ilícito y completamente inmoral aprobar esta ley inicua o espontáneamente prestarle ayuda, lo cual, sin embargo, difiere grandemente de aquel modo de proceder con el que uno se somete contra su voluntad y agrado a estas órdenes indignas, es más, aún se comporta de modo que según sus fuerzas, lucha por disminuir en tal efecto de esos decretos.
Ahora bien, el sacerdote, cuando obligadamente pide a las autoridades públicas el permiso para ejercer los sagrados ministerios —sin el cual no puede celebrar el culto divino —tolera esto sólo a la fuerza para lograr evitar un daño mayor; y realmente no procede de modo distinto del que, despojado de sus bienes, se ve obligado a pedir al que le ha robado autorización para siquiera usar de lo que es suyo.
Esto no constituye la cooperación formal, sino solo material.
Y aparte de esto, cualquier apariencia de "cooperar", como se dice, "formalmente", y de aprobar la ley, se disipa ante las solemnes y enérgicas reclamaciones hechas no sólo por la Sede Apostólica, sino aun por los Obispos y pueblo de la República mejicana. Añádase a esto la prudente costumbre seguida por los sacerdotes, garantizada con oportunas cautelas, de pedir, aunque forzadamente, a las autoridades del Estado permiso para ejercer libremente su sagrado ministerio, a pesar de que se hallan canónicamente instituidos para ello por mandato de los Obispos; porque en estas circunstancias no aprueban la ley, no prestan su asentimiento a lo mandado, sino que se someten a los inicuos decretos tan sólo "materialmente", como se dice, con el fin de suprimir el obstáculo que les impide celebrar el culto sagrado, sin quitar el cual se prohibirá el culto divino, con grandísimo daño a las almas. Enteramente del mismo modo los sagrados ministros, como es sabido, en los primeros tiempos de la Iglesia católica, pedían, aun pagando por ello una exacción, permiso para visitar a los mártires presos en las cárceles a fin de administrarles los Sacramentos; con lo cual, sin embargo, nadie que estuviese en su sano juicio pensó jamás que ellos cohonestaban y aprobaban de alguna manera la conducta de los perseguidores.
Doctrina segura.
Esta es la doctrina completamente cierta y segura de la Iglesia Católica, la cual si, al aplicarla en la práctica, indujere a algunos a cierto equivocado escándalo, tendréis la obligación, Venerables Hermanos, de explicarles cuidadosa y ampliamente la solución que hemos propuesto. Y si alguien, aun después de que fuese explicada por vosotros Nuestra intención, perseverare pertinazmente aún en esa falsa opinión, sepa, pues, que no evitará la nota de contumacia y obstinación.
5. Valentía y caridad.
Procedan, pues, todos bien animados con este freno de la obediencia y unanimidad de opiniones, lo que Nos más de una vez con íntima satisfacción del alma hemos alabado en el clero; y, depuestas las dudas y vacilaciones que surgieron inquietantemente desde el comienzo de la persecución, desarrollen los sacerdotes su más eficaz labor apostólica propia, después de pesar su decisión de sufrir valientemente cualquier cosa, sobre todo con los jóvenes y las clases populares. Igualmente esfuércense en infundir sentimientos de equidad, concordia y caridad a los que atacan a la Iglesia porque no la conocen suficientemente.
Recomendación de la Acción Católica.
Sobre lo cual no podemos dejar de recomendar lo que, como sabéis, llevamos en las niñas de los ojos, a saber: que en todas partes se funde y cada día tenga mayor incremento la Acción Católica, conforme a aquellas normas que dimos por conducto de nuestro Delegado Apostólico. Sabemos que el comenzarla es dificilísimo, sobre todo el principio, y en estas circunstancias; sabemos que no siempre se alcanzan los frutos deseados rápidamente; pero sabemos que esto es necesario y más eficaz que toda otra manera de proceder, según ha dado a conocer la experiencia de aquellas naciones que salieron de la crisis de semejantes calamidades.
Unión a la Jerarquía y la Iglesia.
Además, aconsejamos insistentemente a los hijos queridos del pueblo mejicano aquella estrechísima unión en el Señor en que se distinguen con la Madre Iglesia, e igualmente con su Jerarquía, fuentes de la gracia divina y de la virtud cristiana; aprendan diligentemente la doctrina de la Religión; imploren del Padre de las misericordias paz y prosperidad para su desgraciada patria, y consideren como un honor y un deber personal el prestar su ayuda a los sagrados ministros en las filas de la Acción Católica.
Elogio al heroísmo demostrado.
Con amplísimas alabanzas honramos, pues, a aquellos, tanto de uno y otro clero como seglares, que movidos de un encendido amor a la Religión y obedientes a esta Sede Apostólica, realizaron actos dignísimos de ser recordados, que habrían de inscribirse en los fastos modernos de la Iglesia mejicana, y los conjuramos instantemente en el Señor para que no desistan de dedicarse a defender con todas sus fuerzas los sacrosantos derechos de la Iglesia, con aquella paciencia que han tenido en los sufrimientos y trabajos de la que hasta ahora han dado nobilísimos ejemplos.
Expresión de simpatía a los obispos que sufren.
Pero no podemos terminar esta Carta Encíclica sin que dirijamos Nuestros pensamientos de un modo especial a vosotros, Venerables Hermanos, fieles intérpretes de Nuestra mente, y os confesamos que tanto más unidos estamos con vosotros y lo experimentamos, cuanto más duras calamidades sufrís en el ejercicio del ministerio apostólico; y tenemos por cierto, que puesto que sabéis que estáis unidos espiritualmente al Vicario de Jesucristo, sacáis de ello consuelo y ánimo, para que con mayor alegría perseveréis en la tan ardua y santísima labor con la que llevéis a la grey que se os ha confiado al puerto de la eterna salvación.
Bendición Apostólica.
Mas para que os acompañe siempre el auxilio de la divina gracia y os aliente la divina misericordia, con pródigo amor paterno os damos, Venerables Hermanos y queridos Hijos, la Bendición Apostólica, prenda de dones celestiales.
Fechado en Roma, en San Pedro, el día 29 del mes de Septiembre, Dedicación del Arcángel San Miguel, del año 1932, decimoprimero de Nuestro Pontificado.
PIO PAPA XI
CARTA ENCÍCLICA
DILECTISSIMA NOBIS
DEL SANTÍSIMO SEÑOR NUESTRO
PÍO
POR DIVINA PROVIDENCIA
PAPA XI
A LOS OBISPOS, AL CLERO
Y A TODO EL PUEBLO DE ESPAÑA
SOBRE LA INJUSTA SITUACIÓN CREADA A LA IGLESIA CATÓLICA EN ESPAÑA
A NUESTROS AMADOS HIJOS
CARDENAL FRANCISCO VIDAL Y BARRAQUER
ARZOBISPO DE TARRAGONA
CARDENAL EUSTAQUIO ILUNDÁIN Y ESTEBAN
ARZOBISPO DE SEVILLA
Y A LOS OTROS VENERABLES HERMANOS
ARZOBISPOS Y OBISPOS
Y A TODO EL CLERO Y PUEBLO DE ESPAÑA
PÍO PP. XI
VENERABLES HERMANOS Y AMADOS HIJOS
SALUD Y APOSTÓLICA BENDICIÓN
Siempre Nos fue sumamente cara la noble Nación Española por sus insignes méritos para con la fe católica y la civilización cristiana, por la tradicional y ardentísima devoción a esta Santa Sede Apostólica y por sus grandes instituciones y obras de apostolado, pues ha sido madre fecunda de Santos, de Misioneros y de Fundadores de ínclitas Ordenes Religiosas, gloria y sostén de la Iglesia de Dios.
Y precisamente porque la gloria de España está tan íntimamente unida con la religión católica, Nos sentirnos doblemente apenados al presenciar las deplorables tentativas, que, de un tiempo a esta parte, se están reiterando para arrancar a esta Nación a Nos tan querida, con la fe tradicional, los más bellos títulos de nacional grandeza. No hemos dejado de hacer presente con frecuencia a los actuales gobernantes de España —según Nos dictaba Nuestro paternal corazón— cuán falso era el camino que seguían, y de recordarles que no es hiriendo el alma del pueblo en sus más profundos y caros sentimientos, como se consigue aquella concordia de los espíritus, que es indispensable para la prosperidad de una Nación. Lo hemos hecho por medio de Nuestro Representante, cada vez que amenazaba el peligro de alguna nueva ley o medida lesiva de los sacrosantos derechos de Dios y de las almas. Ni hemos dejado de hacer llegar, aun públicamente, nuestra palabra paternal a los queridos hijos del clero y pueblo de España, para que supiesen que Nuestro Corazón estaba más cerca de ellos, en los momentos del dolor. Mas ahora no podemos menos de levantar de nuevo nuestra voz contra la ley, recientemente aprobada, referente a las Confesiones y Congregaciones Religiosas, ya que ésta constituye una nueva y más grave ofensa, no sólo a la religión y a la Iglesia, sino también a los decantados principios de libertad civil, sobre los cuales declara basarse el nuevo régimen español.
Ni se crea que Nuestra palabra esté inspirada en sentimientos de aversión contra la nueva forma de gobierno o contra otras innovaciones, puramente políticas, que recientemente han tenido lugar en España. Pues todos saben que la Iglesia Católica, no estando bajo ningún respecto ligada a una forma de gobierno más que a otra, con tal que queden a salvo los derechos de Dios y de la conciencia cristiana, no encuentra dificultad en avenirse con las diversas instituciones civiles sean monárquicas, o republicanas, aristocráticas o democráticas.
Prueba manifiesta de ello son, para. no citar sino hechos recientes, los numerosos Concordatos y Acuerdos, estipulados en estos últimos años, y las relaciones diplomáticas, que la Santa Sede ha entablado con diversos Estados, en los cuales, después de la última gran guerra, a gobiernos monárquicos han sustituido gobiernos republicanos.
Ni estas nuevas Repúblicas han tenido jamás que sufrir en sus instituciones, ni en sus justas aspiraciones a la grandeza y bienestar nacional, por efecto de sus amistosas relaciones con la Santa Sede, o por hallarse dispuestas a concluir con espíritu de mutua confianza, en las materias que interesan a la Iglesia y al Estado, convenios adaptados a las nuevas condiciones de los tiempos.
Antes bien, podemos afirmar con toda certeza, que los mismos Estados han reportado notables ventajas de estos confiados acuerdos con la Iglesia; pues todos saben, que no se opone dique más poderoso al desbordamiento del desorden social, que la Iglesia, la cual siendo educadora excelsa de los pueblos, ha sabido siempre unir en fecundo acuerdo el principio de la legítima libertad con el de la autoridad, las exigencias de la justicia con el bien de la paz.
Nada de esto ignoraba el Gobierno de la nueva República Española, pues estaba bien enterado de las buenas disposiciones tanto Nuestras como del Episcopado Español para secundar el mantenimiento del orden y de la tranquilidad social.
Y con Nos y con el Episcopado estaba de acuerdo no solamente el clero tanto secular como regular, sino también los católicos seglares, o sea, la gran mayoría del pueblo español; el cual, no obstante las opiniones personales, no obstante las provocaciones y vejámenes de los enemigos de la Iglesia, ha estado lejos de actos de violencia y represalia, manteniéndose en la tranquila sujeción al poder constituido, sin dar lugar a desórdenes, y mucho menos a guerras civiles. Ni, a. otra causa alguna, fuera de esta disciplina y sujeción, inspirada en las enseñanzas y en el espíritu católico, se podría en verdad atribuir con mayor derecho, cuanto se ha. podido conservar de aquella paz e tranquilidad públicas, que las turbulencias de los partidos y las pasiones de los revolucionarios se han esforzado por perturbar, empujando a la Nación hacia el abismo de la anarquía.
Por esto Nos ha causado profunda extrañeza y vivo pesar el saber que algunos, como para justificar los inicuos procedimientos contra la Iglesia, hayan aducido públicamente como razón la necesidad de defender la nueva República.
Tan evidente aparece por lo dicho la inconsistencia del motivo aducido, que da derecho a atribuir la persecución movida contra la Iglesia en España, más que a incomprensión de la fe católica y de sus benéficas instituciones, al odio que «contra el Señor y contra su Cristo» fomentan sectas subversivas de todo orden religioso y social, como por desgracia vemos que sucede en Méjico y en Rusia.
Pero, volviendo a la deplorable ley referente a las Confesiones y Congregaciones religiosas, hemos visto con amargura de corazón, que en ella, ya desde el principio, se declara abiertamente que el Estado no tiene religión oficial, reafirmando así aquella separación del Estado y de la Iglesia, que desgraciadamente había sido sancionada en la nueva Constitución Española.
No nos detenemos ahora a repetir aquí cuán gravísimo error sea afirmar que es lícita y buena la separación en sí misma, especialmente en una Nación que es católica en casi su totalidad. Para quien la penetra a fondo, la separación no es más que una funesta consecuencia (como tantas veces lo hemos declarado especialmente en la Encíclica « Quas primas ») del laicismo o sea de la apostasía de la sociedad moderna que pretende alejarse de Dios y de la Iglesia. Mas si para cualquier pueblo es, sobre impía, absurda la pretensión de querer excluir de la vida pública a Dios Creador y próvido Gobernador de la misma sociedad, de un modo particular repugna tal exclusión de Dios y de la Iglesia de la vida de la Nación Española, en la cual la Iglesia tuvo siempre y merecidamente la parte más importante y más benéficamente activa, en las leyes, en las escuelas y en todas las demás instituciones privadas y públicas. Pues si tal atentado redunda en daño irreparable de la conciencia cristiana del país, especialmente de la juventud a la que se quiere educar sin religión, y de la familia, profanada en sus más sagrados principios; no menor es el daño que recae sobre la misma autoridad civil, la cual, perdido el apoyo que la recomienda y la sostiene en la conciencia de los pueblos, es decir, faltando la persuasión de ser divinos su origen, su dependencia y su sanción, llega a perder junto con su más grande fuerza de obligación, el más alto título de acatamiento y respeto.
Que esos daños se sigan inevitablemente del régimen de separación lo atestiguan no pocas de aquellas mismas naciones, que, después de haberlo introducido en su legislación, comprendieron bien pronto la necesidad de remediar el error, o bien modificando, al menos en su interpretación y aplicación, las leyes persecutorias de la Iglesia, o bien procurando venir, a pesar de la separación, a una pacífica coexistencia y cooperación con la Iglesia.
Al contrario los nuevos legisladores españoles, no cuidándose de estas lecciones de la historia, han adoptado una forma de separación hostil a la fe que profesa la inmensa mayoría de los ciudadanos, separación tanto más penosa e injusta, cuanto que se decreta en nombre de la libertad, y se la hace llegar hasta la negación del derecho común y de aquella misma libertad, que se promete y se asegura a todos indistintamente. De ese modo se ha querido sujetar a la Iglesia y a sus ministros a medidas de excepción que tienden a ponerla a merced del poder civil.
De hecho, en virtud de la Constitución y de las leyes posteriormente emanadas, mientras todas las opiniones, aun las más erróneas, tienen amplio campo para manifestarse, solo la religión católica, religión de la casi totalidad de los ciudadanos, ve que se la vigila odiosamente en la enseñanza, y que se ponen trabas a las escuelas y otras instituciones suyas, tan beneméritas de la ciencia y de la cultura española. El mismo ejercicio del culto católico, aun en sus más esenciales y tradicionales manifestaciones, no está exento de limitaciones, como la asistencia religiosa en los institutos dependientes del Estado; las procesiones religiosas, las cuales necesitarán autorización especial gubernativa en cada caso; la misma administración de los Sacramentos a los moribundos, y los funerales a los difuntos.
Más manifiesta es aún la contradicción en lo que mira a la propiedad. La Constitución reconoce a todos los ciudadanos la legítima facultad de poseer, y, como es propio de todas las legislaciones en países civilizados, garantiza y tutela el ejercicio de tan importante derecho emanado de la misma naturaleza. Pues aun en este punto se ha querido crear una excepción en daño de la Iglesia Católica, despojándola con patente injusticia de todos sus bienes. No se ha tomado en consideración la voluntad de los donantes, no se ha tenido en cuenta el fin espiritual y santo al que estaban destinados esos bienes, ni se han querido respetar en modo alguno, derechos antiquísimos y fundados sobre indiscutibles títulos jurídicos. No solo dejan ya de ser reconocidos corno libre propiedad de la Iglesia Católica todos los edificios, palacios episcopales, casas rectorales, seminarios, monasterios, sino que son declarados, —con palabras que encubren mal la naturaleza del despojo— « propiedad pública nacional ». Más aún, mientras los edificios que fueron siempre legítima propiedad de las diversas entidades eclesiásticas, los deja la ley en uso a la Iglesia Católica y a sus ministros, a fin de que se empleen, conforme a su destino, para el culto; se llega a establecer que los tales edificios estarán sometidos a las tributaciones inherentes al uso de los mismos, obligando así a la Iglesia Católica a pagar tributos por los bienes que le han sido quitados violentamente. De este modo el poder civil se ha preparado un arma para hacer imposible a la Iglesia Católica aun el uso precario de sus bienes; porque, una vez despojada de todo, privada de todo subsidio, coartada en todas sus actividades, ¿cómo podrá pagar los tributos que se le impongan?
Ni se diga que la ley deja para el futuro a la Iglesia Católica una cierta facultad de poseer, al menos a titulo de propiedad privada, porque aun ese reconocimiento tan reducido, queda después casi anulado por el principio inmediatamente enunciado que, tales bienes sólo podrá conservarlos en la cuantía necesaria para el servicio religioso; con lo cual se obliga a la Iglesia a someter al examen del poder civil sus necesidades para el cumplimiento de su divina misión, y se erige el Estado laico en juez absoluto de cuanto se necesita para las funciones meramente espirituales; y así bien puede temerse que tal juicio estará en consonancia con el laicismo que intentan la ley y sus autores.
Y la usurpación del Estado no se ha detenido en los inmuebles. También los bienes muebles —catalogados con enumeración detalladísima, porque no escapase nada— o sea aun los ornamentos, imágenes, cuadros, vasos, joyas, telas y demás objetos de esta clase destinados expresa y permanentemente al culto católico, a su esplendor, o a las necesidades relacionadas directamente con él, han sido declarados propiedad pública nacional.
Y mientras se niega a la Iglesia el derecho de disponer libremente de lo que es suyo, como legítimamente adquirido, o donado a ella por los piadosos fieles, se atribuye al Estado y solo al Estado, el poder de disponer de ellos para otros fines, sin limitación alguna de objetos sagrados, aun de aquellos que por haber sido consagrados con rito especial están substraídos a todo uso profano, y llegando hasta excluir toda obligación del Estado a dar, en tan lamentable caso, compensación ninguna a la Iglesia.
Ni todo esto ha bastado para satisfacer a las tendencias anti-religiosas de los actuales legisladores. Ni siquiera los templos han sido perdonados, los templos, esplendor del arte, monumentos eximios de una historia gloriosa, decoro y orgullo de la nación a través de los siglos; los templos, casa de Dios y de oración, sobre los cuales siempre había gozado el pleno derecho de propiedad la Iglesia Católica, la cual —magnífico título de particular benemerencia— los había siempre conservado, embellecido, y adornado con amoroso cuidado. Aun los templos —y de nuevo Nos hemos de lamentar de que no pocos hayan sido presa de la criminal manía incendiaria— han sido declarados propiedad de la Nación, y así expuestos a la ingerencia de las autoridades civiles, que rigen hoy los públicos destinos sin respeto alguno al sentimiento religioso del buen pueblo español.
Es, pues, bien triste la situación creada a la Iglesia Católica en España.
El Clero ha sido ya privado de sus asignaciones con un acto totalmente contrario a la índole generosa del caballeresco pueblo español, y con el cual se viola un compromiso adquirido con pacto concordatario, y se vulnera aun la más estricta justicia, porque el Estado, que había fijado las asignaciones, no lo había hecho por concesión gratuita, sino a título de indemnización por bienes usurpados a la Iglesia.
Ahora también a las Congregaciones Religiosas se las trata, con esta ley nefasta, de un modo inhumano. Pues se arroja sobre ellas la injuriosa sospecha de que puedan ejercer una actividad política peligrosa para la seguridad del Estado, y con esto se estimulan las pasiones hostiles de la plebe a toda suerte de denuncias y persecuciones: vía fácil y expedita para perseguirlas de nuevo con odiosas vejaciones.
Se las sujeta a tantos y tales inventarios, registros e inspecciones, que revisten formas molestas y opresivas de fiscalización y hasta, después de haberlas privado del derecho de enseñar, y de ejercitar toda clase de actividad, con que puedan honestamente sustentarse, se las somete a las leyes tributarias, en la seguridad de que no podrán soportar el pago de los impuestos: nueva manera solapada de hacerles imposible la existencia.
Mas con tales disposiciones se viene en verdad a herir, no solo a los Religiosos, sino al pueblo mismo español, haciendo imposibles aquellas grandes Obras de caridad y beneficencia en pro de los pobres, que han sido siempre gloria magnífica de las Congregaciones Religiosas y de la España Católica.
Todavía sin embargo, en las penosas estrecheces a que se ve reducido en España el Clero secular y regular, Nos conforta el pensamiento de que la generosidad del pueblo español, aun en medio de la presente crisis económica, sabrá reparar dignamente tan dolorosa situación, haciendo menos insoportable a los Sacerdotes la verdadera pobreza que los agobia, a fin de que puedan con renovados bríos proveer al Culto divino y al ministerio pastoral.
Pero con ser grande el dolor que tamaña injusticia Nos produce, Nos, y con Nos Vosotros, Venerables Hermanos e Hijos dilectísimos, sentimos aún más vivamente la ofensa hecha a la Divina Majestad.
¿No fue, por ventura, expresión de un ánimo profundamente hostil a la Religión Católica el haber disuelto aquellas Ordenes Religiosas que hacen voto de obediencia a una Autoridad diferente de la legítima del Estado?
Se quiso de este modo quitar del medio a la Compañía de Jesús, que bien puede gloriarse de ser uno de los más firmes auxiliares de la Cátedra de Pedro, con la esperanza acaso de poder después derribar, con menor dificultad y en corto plazo, la fe y la moral cristianas del corazón de la Nación Española que dio a la Iglesia la grande y gloriosa figura de Ignacio de Loyola. Pero con esto se quiso herir de lleno —como lo declaramos ya en otra ocasión públicamente— la misma Autoridad Suprema de la Iglesia Católica. No llegó la osadía, es verdad, a nombrar explícitamente la persona del Romano Pontífice; pero de hecho se definió extraña a la Nación Española la Autoridad del Vicario de Cristo; como si la Autoridad del Romano Pontífice, que le fue conferida por el mismo Jesucristo, pudiera decirse extraña a parte alguna del mundo; corno si el reconocimiento de la autoridad divina de Jesucristo pudiera impedir o mermar el reconocimiento de las legítimas autoridades humanas; o como si el poder espiritual y sobrenatural estuviese en oposición con el del Estado, oposición que solo puede subsistir por la malicia de quienes la desean y quieren, por saber bien que, sin su Pastor, se descarriarían las ovejas y vendrían a ser más fácilmente presa de los falsos pastores.
Mas si la ofensa que se quiso inferir a Nuestra Autoridad hirió profundamente nuestro corazón paternal, ni por un instante Nos asaltó la duda de que pudiese hacer vacilar lo más mínimo la tradicional devoción del pueblo español a la Cátedra de Pedro. Todo lo contrario; como vienen enseñando siempre hasta estos últimos años la experiencia y la historia, cuanto más buscan los enemigos de la Iglesia alejar a los pueblos del Vicario de Cristo, tanto más afectuosamente, por disposición providencial de Dios que sabe sacar bien del mal, se adhieren ellos a él, proclamando que solo de él irradia la luz que ilumina el camino entenebrecido con tantas perturbaciones y solo de él, como de Cristo, se oyen « las palabras de vida eterna».
Pero no se dieron por satisfechos con haberse ensañado tanto en la grande y benemérita Compañía de Jesús: ahora, con la reciente ley, han querido asestar otro golpe gravísimo a todas las Ordenes y Congregaciones religiosas, prohibiéndoles la enseñanza. Con ello se ha consumado una obra de deplorable ingratitud y manifiesta injusticia. ¿Qué razón hay, en efecto, para quitar la libertad, a todos concedida, de ejercer la enseñanza, a una clase benemérita de ciudadanos, cuyo único crimen es el de haber abrazado una vida de renuncia y de perfección? ¿Se dirá, tal vez, que el ser religioso, es decir, el haberlo dejado y sacrificado todo, precisamente para dedicarse a la enseñanza y a la educación de la juventud como a una misión de apostolado, constituye un título de incapacidad para la misma enseñanza? Y sin embargo la experiencia demuestra con cuánto cuidado y con cuánta competencia han cumplido siempre su deber los religiosos, y cuán magníficos resultados, así en la instrucción del entendimiento como en la educación del corazón, han coronado su paciente labor. Lo prueba el número de hombres verdaderamente insignes en todos los campos de las ciencias humanas y al mismo tiempo católicos ejemplares, que han salido de las escuelas de los religiosos; lo demuestra el apogeo a que felizmente han llegado tales escuelas en España, no menos que la consoladora afluencia de alumnos que acuden a ellas. Lo confirma finalmente la confianza de que gozaban para con los padres de familia, los cuales habiendo recibido de Dios el derecho y el deber de educar a sus propios hijos, tienen también la sacrosanta libertad de escoger a los que deben ayudarles eficazmente en su obra educativa.
Pero ni siquiera ha sido bastante este gravísimo acto contra las Ordenes y Congregaciones .Religiosas. Han conculcado además indiscutibles derechos de propiedad; han violado abiertamente la libre voluntad de los fundadores y bienhechores, apoderándose de los edificios con el fin de crear escuelas laicas, o sea escuelas sin Dios, precisamente allí donde la generosidad de los donantes había dispuesto que se diera una educación netamente católica..
De todo esto aparece por desgracia demasiado claro el designio con que se dictan tales disposiciones, que no es otro sino educar a las nuevas generaciones no ya en la indiferencia religiosa, sino con un espíritu abiertamente anticristiano, arrancar de las almas jóvenes los tradicionales sentimientos católicos tan profundamente arraigados en el buen pueblo español y secularizar así toda la enseñanza, inspirada hasta ahora en la religión y moral cristianas.
Frente a una ley tan lesiva de los derechos y libertades eclesiásticas, derechos que debemos defender y conservar en toda su integridad, creemos ser deber preciso de Nuestro Apostólico Ministerio reprobarla y condenarla. Por consiguiente Nos protestamos solemnemente y con todas Nuestras fuerzas contra la misma ley, declarando que esta no podrá nunca ser invocada contra los derechos imprescriptibles de la Iglesia.
Y querernos aquí de nuevo afirmar Nuestra viva esperanza de que Nuestros amados hijos de España, penetrados de la injusticia y del daño de tales medidas, se valdrán de todos los medios legítimos que por derecho natural y por disposiciones legales quedan a. su alcance, a fin de inducir a los mismos legisladores a reformar disposiciones tan contrarias a los derechos de todo ciudadano y tan hostiles a la Iglesia, sustituyéndolas con otras que sean conciliables con la conciencia católica. Pero entre tanto Nos, con todo el. ánimo y corazón de Padre y Pastor, exhortamos vivamente a los Obispos, a los Sacerdotes y a todos los que en alguna manera intentan dedicarse a la educación de la juventud, a promover más intensamente con todas las fuerzas y por todos los medios, la enseñanza religiosa y la práctica de la vida, cristiana. Y esto es tanto más necesario, cuanto que la nueva legislación española, con la deletérea introducción del divorcio, osa profanar el santuario de la familia, sembrando así —junto con la intentada disolución de la sociedad doméstica— los gérmenes de las más dolorosas ruinas en la vida social.
Ante la amenaza de daños tan enormes, recomendamos de nuevo y vivamente a todos los católicos de España, que, dejando a un lado lamentos y recriminaciones, y subordinando al bien común de la patria y de la religión todo otro ideal, se unan todos disciplinados para la defensa de la fe y para alejar los peligros que amenazan a la misma sociedad civil.
De un modo especial invitamos a todos los fieles a que se unan en la Acción Católica, tantas veces por Nos recomendada; la cual, aun sin constituir un partido, más todavía, debiendo estar fuera y por encima de todos los partidos políticos, servirá para formar la, conciencia de los católicos, iluminándola y fortaleciéndola en la defensa de la fe contra toda clase de insidias.
Y ahora, Venerables Hermanos y amadísimos Hijos, no acertaríamos a poner mejor fin a, esta Nuestra carta, que repitiéndoos cuanto os hemos declarado desde el principio; a saber, que más que en el auxilio de los hombres, hemos de confiar en la indefectible asistencia prometida por Dios a su Iglesia y en la inmensa bondad del Señor para con aquellos que le aman. Por esto, considerando todo lo que ha sucedido, y apesadumbrados más que todo por las graves ofensas inferidas a su Divina Majestad con las múltiples violaciones de sus sacrosantos derechos y con tantas transgresiones de sus leyes, dirigimos al cielo férvidas plegarias, demandando a Dios perdón por las ofensas contra El cometidas. El, que todo lo puede, ilumine las inteligencias, enderece las voluntades y mueva los corazones de los que gobiernan a mejores acuerdos. Con serena confianza esperamos que la voz suplicante de tantos buenos hijos, sobre todo en este Año Santo de la Redención, será benignamente acogida por la clemencia del, Padre celestial; y con esta con-fianza, para obtener que descienda sobre vosotros, Venerables Hermanos y amados Hijos, y sobre toda la Nación Española, que Nos es tan querida, la abundancia de los favores celestiales, os damos con toda la efusión de nuestra alma la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a S. Pedro, día 3 de Junio, del año 1933, duodécimo de Nuestro Pontificado.
PlUS PP. XI
CARTA ENCÍCLICA
NON ABBIAMO BISOGNO
DEL SUMO PONTÍFICE
PÍO XI
ACERCA DEL FASCISMO Y LA ACCIÓN CATÓLICA
A LOS VENERABLES HERMANOS PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS
Y DEMÁS ORDINARIOS
EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA
Venerables hermanos: salud y bendición apostólica
1. No tenemos necesidad de anunciaros, venerables hermanos, de los acontecimientos que en estos últimos tiempos se han desarrollado en esta ciudad de Roma, Nuestra Sede Episcopal, y en toda Italia, es decir, precisamente en Nuestra circunscripción primacial; acontecimientos que han tenido tan larga y profunda repercusión en el mundo entero y más particularmente en todas y en cada una de las diócesis de Italia y del mundo católico. Se resumen en estas breves y tristes palabras: Se ha intentado herir de muerte todo lo que era y lo que será siempre lo más querido por Nuestro corazón de Padre y Pastor de almas... y Nos podemos y debemos incluso añadir: «y aún me ofende el modo»[*]
En presencia y bajo la presión de estos acontecimientos hemos sentido Nosotros la necesidad y el deber de dirigirnos a vosotros, y por decirlo así, llegar en espíritu a cada uno de vosotros, venerables hermanos, en primer lugar, para cumplir un grave y urgente deber de reconocimiento fraternal; en segundo lugar, para satisfacer un deber, no menos grave y no menos urgente, de defender la verdad y la justicia en una materia que, como se refiere a los intereses y a los derechos vitales de la Iglesia, os interesa también a todos y cada uno de vosotros en particular en todas las partes en que el Espíritu Santo os ha colocado para gobernarla en unión con Nosotros; en tercer lugar, Nos queremos exponeros las conclusiones y reflexiones que los acontecimientos parecen imponer; en cuarto lugar, confiaros Nuestras preocupaciones para el porvenir; y, finalmente, os invitaremos a compartir Nuestras esperanzas y a rogar con Nos y con el mundo católico por su realización.
I
2. La paz interior, esta paz que nace de la plena y clara conciencia que tiene uno de estar en el bando de la verdad y de la justicia y de combatir y sufrir por ellas, esta paz que solamente puede darla el Rey divino y que el mundo es completamente incapaz de dar y quitar, esta paz bendita y bienhechora, gracias a la bondad y la misericordia de Dios, no Nos ha abandonado un solo instante, y abrigamos la firme esperanza de que, suceda lo que suceda, no Nos abandonará jamás; pero, bien sabéis vosotros, venerables hermanos, que esta paz deja libre acceso a los más amargos sinsabores: así lo experimentó el Sagrado Corazón de Jesús durante su Pasión; lo mismo experimentan los corazones de los fieles servidores, y Nos también hemos experimentado la verdad de esta misteriosa palabra: «He aquí que en la paz (me sobrevino) amargura grandísima»[1]. Vuestra intervención rápida, extensa, afectuosa, que no ha cesado todavía; vuestros sentimientos fraternos y filiales, y por encima de todo, ese sentimiento de alta y sobrenatural solidaridad, de íntima unión de pensamientos y de sentimientos, de inteligencias y de voluntades que respiran vuestras comunicaciones llenas de amor, Nos han llenado el alma de consuelos indecibles y muchas veces han hecho subir de Nuestro corazón a Nuestros labios las palabras del salmo: «En las grandes angustias de mi corazón, tus consuelos alegraban mi alma»[2]. De todos estos consuelos, después de Dios, os damos gracias de todo Nuestro corazón, venerables hermanos, vosotros a quienes Nos podemos repetir la palabra de Jesús a los Apóstoles vuestros predecesores: «Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas» [3].
3. Sentimos también y queremos también cumplir el deber tan dulce al corazón paternal de dar gracias con vosotros, venerables hermanos, a tantos de vuestros buenos y dignos hijos que, individual y colectivamente, en su nombre propio y de parte de las diversas organizaciones y asociaciones consagradas al bien, y con más amplitud de parte de las asociaciones de Acción Católica y de Juventud Católica, nos han enviado expresiones de condolencia, de devoción y de generosa y activa conformidad a Nuestras normas directivas y a Nuestros deseos. Fue para Nos especialmente bello y consolador ver a las Acciones Católicas de todos los países, desde los más cercanos hasta los más lejanos, encontrarse reunidas alrededor del Padre común, animadas y como impulsadas por un mismo espíritu de fe, de piedad filial, de propósitos generosos en los que se expresa unánimemente la sorpresa penosa de ver perseguida y herida la Acción Católica allí, en el centro del apostolado jerárquico, donde tiene, más que en ninguna otra parte, su razón de ser, la Acción Católica, que en Italia, como en todas las partes del mundo, siguiendo su auténtica y esencial definición y según Nuestras vigilantes y asiduas direcciones, tan generosamente secundadas por vosotros, venerables hermanos, ni quiere ni puede ser otra cosa que la participación y la colaboración del laicado en el apostolado jerárquico.
Llevaréis, venerables hermanos, la expresión de Nuestro paternal reconocimiento a todos vuestros hijos e hijas Nuestros en Jesucristo, que se han mostrado tan bien formados en vuestra escuela, tan buenos y tan piadosos hacia su Padre común al punto de hacernos decir: «Reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones» [4].
4. En cuanto a vosotros, Obispos de todas y cada una de las diócesis de esta querida Italia, debemos no solamente la expresión de Nuestro reconocimiento por los consuelos que con tan noble y santa emulación Nos habéis prodigado con vuestras cartas durante todo el mes último y especialmente el día mismo de los Santos Apóstoles, con vuestros afectuosos y elocuentes telegramas; pero debemos también dirigiros a Nuestra vez el pésame por lo que cada uno de vosotros ha sufrido, viendo repentinamente abatirse la tempestad devastadora sobre los vergeles tan ricamente florecidos y llenos de promesas de vuestros jardines espirituales, que el Espíritu Santo ha confiado a vuestra solicitud y que cultivabais con tanto celo y con tan gran bien para las almas. Vuestro corazón, venerables hermanos, se ha vuelto en seguida hacia el Nuestro para compartir Nuestra pena, en la cual sentíais reunirse como en un centro y multiplicarse y encontrarse todas las vuestras. Nos habéis dado la más clara y afectuosa demostración y con todo el corazón os damos las gracias. Particularmente os agradecemos el unánime y verdaderamente grandioso testimonio que habéis dado a la docilidad con que la Acción Católica italiana y precisamente las Asociaciones de Juventudes han permanecido fieles a Nuestras normas directivas y a las vuestras, que excluyen toda actividad política de partido. Al mismo tiempo damos gracias también a todos vuestros sacerdotes y fieles, a vuestros religiosos y religiosas, que se han unido a vosotros con tan gran impulso de fe y de piedad filial. Damos gracias especialmente a vuestras Asociaciones de Acción Católica y en primer lugar a las de las Juventudes de todas las categorías, hasta a los más pequeños benjamines y a los niños, que Nos son tanto más queridos cuanto más pequeños son y en cuyas plegarias tenemos especial confianza.
Vosotros habéis comprendido, venerables hermanos, que Nuestro corazón estaba y está con vosotros, con cada uno de vosotros, sufriendo con vosotros, rogando por vosotros y con vosotros, a fin de que Dios, en su infinita misericordia, nos socorra y haga salir de este gran mal desencadenado por el antiguo enemigo del bien una nueva floración de bienes, y de grandes bienes.
II
5. Después de haber satisfecho la deuda de gratitud por los consuelos que hemos recibido en tan grande dolor, debemos satisfacer las obligaciones que el ministerio apostólico Nos impone para con la verdad y la justicia.
Ya muchas veces, venerables hermanos, de la manera más explícita y asumiendo toda la responsabilidad de lo que decíamos, Nos hemos explicado la campaña de falsas e injustas acusaciones que precedió a la disolución de las Asociaciones de Juventudes y Asociaciones universitarias dependientes de la Acción Católica y hemos protestado contra ellas. Disolución ejecutada por vías de hecho y por procedimientos que daban la impresión de que se perseguía una vasta y peligrosa asociación criminal. Y sin embargo, se trataba de jóvenes y de niños que son ciertamente los mejores entre los buenos y a los cuales tenemos la satisfacción y el orgullo de poder una vez más dar este testimonio. Los ejecutores de este procedimiento, no todos, pero muchos de ellos, tuvieron asimismo esta impresión y no la ocultaron, procurando templar el cumplimiento de su consigna con palabras y miramientos por medio de los cuales parecían presentar excusas y querer obtener el perdón de lo que se les obligaba a hacer. Nos lo hemos tenido en cuenta y les reservamos especiales bendiciones.
6. Pero por una dolorosa compensación, ¡cuántas brutalidades y violencias, que llegaron hasta los golpes y a la sangre, cuántas irreverencias de prensa, de palabras y de hechos contra las cosas y contra las personas, incluso la Nuestra, han precedido, acompañado y seguido la ejecución de la inopinada medida de policía! Y ésta con frecuencia se ha extendido, por ignorancia o por un celo maligno, a ciertas asociaciones e instituciones que ni siquiera estaban comprendidas en las órdenes superiores, como los oratorios de los niños y las piadosas congregaciones de Hijas de María.
Todo este lamentable conjunto de irreverencias y de violencias se verificaron con una tal intervención de miembros e insignias de partido, con tal unanimidad de un cabo a otro de Italia, y con tal condescendencia de las autoridades y de las fuerzas de seguridad pública, que era ya preciso pensar necesariamente en disposiciones venidas de arriba. Fácilmente admitimos, como era fácil de prever, que estas disposiciones podían y hasta debían ser necesariamente exageradas. Hemos debido recordar estas cosas antipáticas y penosas, porque se ha intentado hacer creer al público y al mundo que la deplorable disolución de las Asociaciones, que Nos son tan queridas, se ha efectuado sin incidentes y casi como una cosa normal.
7. Pero en realidad se ha intentado faltar en mayor escala a la verdad y a la justicia. Si no todas las invenciones y todas las mentiras y las verdaderas calumnias esparcidas por la prensa hostil de partido, la única libre y acostumbrada, por decirlo así, a hablarlo todo y atreverse a todo, han sido acogidas en un mensaje, no oficial sin duda alguna (por prudente calificación), la mayor parte han sido realmente entregadas al público en los más poderosos medios de difusión que conoce la hora presente. La historia de los documentos redactados, no para servir a la verdad y a la justicia, sino para ofenderlas, es bien larga y triste, y Nos debemos decir con la más profunda amargura, que en los muchos años de Nuestra actividad de bibliotecario rara vez hemos encontrado en Nuestro camino un documento tan tendencioso y tan contrario a la verdad y a la justicia con relación a la Santa Sede, a la Acción Católica y más particularmente a las Asociaciones católicas tan duramente castigadas. Si calláramos, si dejáramos pasar, es decir, si permitiéramos creer todas esas cosas, vendríamos a ser más indignos de lo que somos de ocupar esta augusta Sede Apostólica, indignos del filial y generoso sacrificio por el cual Nos han siempre consolado, y Nos consuelan hoy más que nunca, Nuestros queridos hijos de la Acción Católica y particularmente aquellos de Nuestros hijos e hijas, tan numerosos gracias a Dios, que por su religioso respeto a Nuestros mandatos y direcciones tanto han sufrido y tanto sufren, honrando en la escuela donde han sido formados, tanto al Divino Maestro, como a su indigno Vicario, al demostrar luminosamente con su cristiana actitud aun ante las amenazas y las violencias, de qué lado se encuentra la verdadera dignidad, la verdadera fuerza del alma, el verdadero valor y la verdadera civilización.
8. Procuraremos ser breves al rectificar las fáciles afirmaciones del mensaje de que hemos hablado. Y decimos fáciles, por no calificarlas de audaces, ya que el público, se sabía, se encontraba en la casi imposibilidad de verificarlas de ninguna manera. Seremos breves, tanto más cuanto que muchas veces, sobre todo en los últimos tiempos, hemos tratado asuntos que vuelven a presentarse hoy, y Nuestra palabra, venerables hermanos, ha podido llegar hasta vosotros y por vosotros a Nuestros queridos hijos en Jesucristo, y esperamos que lo mismo sucederá con las presentes letras.
El mensaje en cuestión decía, entre otras cosas, que las revelaciones de la prensa hostil de partido habían sido confirmadas en casi su totalidad, en su sustancia, por lo menos, precisamente por L'Osservatore Romano. La verdad es que L'Osservatore Romano ha demostrado, de vez en cuando, que las pretendidas revelaciones eran otras tantas invenciones, o totalmente, o por lo menos en la interpretación dada a los hechos. Basta leer sin mala fe y con la más modesta capacidad de comprensión.
El mensaje decía también que era una tentativa ridícula la de hacer pasar a la Santa Sede como víctima en un país donde miles de viajeros pueden dar testimonio del respeto con que se trata a los sacerdotes, a los prelados, a la Iglesia y a las ceremonias religiosas. Sí, venerables hermanos, sería una tentativa harto ridícula, como sería ridículo querer derribar una puerta abierta. Porque los viajeros extranjeros, que no faltan nunca en Italia y en Roma, han podido, desgraciadamente, ver con sus propios ojos las irreverencias impías y difamatorias, las violencias, los ultrajes, los vandalismos cometidos contra los lugares, las cosas y las personas en todo el país y en esta misma Sede episcopal Nuestra, cosas todas ellas deploradas por Nos varias veces, después de una información cierta y precisa.
9. El mensaje denuncia la "negra ingratitud" de los sacerdotes que hostilizan el partido, el cual ha sido, como se dice, en toda Italia la garantía de la libertad religiosa. El clero, el Episcopado y la Santa Sede no han dejado de apreciar la importancia de lo que se ha hecho en estos años en beneficio de la Religión, y frecuentemente han manifestado un vivo y sincero reconocimiento. Pero con Nos, el Episcopado, el clero y todos los verdaderos fieles, y hasta los ciudadanos amantes del orden y de la paz, se han llenado de pena y preocupación ante los atentados cometidos rápidamente contra las más sanas y preciosas libertades de la Religión y de las conciencias, a saber, todos los atentados contra la Acción Católica, sobre todo contra las asociaciones de juventudes, atentados que han llegado al colmo en las medidas policíacas tomadas contra ellas de la manera indicada, atentados y medidas que hacen dudar seriamente si las primeras actitudes benévolas y bienhechoras provenían de un amor sincero y de un sincero celo por la Religión. Si se quiere hablar de ingratitud ha sido y sigue siendo para con la Santa Sede la obra de un régimen, que a juicio del mundo entero ha sacado de sus relaciones amistosas con la Santa Sede, en la nación y fuera de ella, un aumento de prestigio y de crédito, que a muchos en Italia y en el extranjero les ha parecido excesivo el favor y la confianza de Nuestra parte.
10. Cuando se consumaron las medidas de policía, acompañadas de violencias, irreverencias, de aquiescencia y connivencia de las autoridades de seguridad pública, Nos suspendimos el envío de un Cardenal legado a las fiestas centenarias de Padua y, al mismo tiempo, las procesiones solemnes en Roma y en Italia. Las disposiciones eran evidentemente de Nuestra competencia y teníamos motivos tan graves y urgentes, que Nos creaban el deber de adoptarlas, aun sabiendo los grandes sacrificios que con ellas imponíamos a los fieles y la molestia que Nos experimentábamos más que nadie. Pero ¿cómo se hubieran desarrollado normalmente estas alegres solemnidades entre el duelo y la pena en que estaban sumergidos el corazón del Padre común de todos los fieles y el corazón maternal de nuestra Santa Madre la Iglesia, en Roma, en Italia, en todo el mundo católico, como se ha demostrado luego, por la participación verdaderamente mundial de todos Nuestros hijos, y vosotros, venerables hermanos, a la cabeza de ellos? ¿Cómo no habíamos de temer Nos también por el respeto y la seguridad misma de las personas y de las cosas más sagradas, dada la actitud de las autoridades y de la fuerza pública, y ante tantas irreverencias y violencias?
En todas partes donde Nuestras decisiones han sido conocidas, los buenos sacerdotes y los buenos fieles tuvieron la misma impresión y los mismos sentimientos, y allí donde no fueron intimidados, amenazados, o peor todavía, dieron pruebas magníficas y muy consoladoras para Nos, reemplazando las celebraciones solemnes por horas de oración, adoración y reparación, uniéndose en el pesar y en la intención con el Sumo Pontífice, en medio de un maravilloso concurso del pueblo.
11. Sabemos cómo han sucedido las cosas allí donde Nuestras instrucciones no pudieron llegar a tiempo, y cuál fue la intervención de las autoridades que subraya el mensaje, de aquellas mismas autoridades que habían asistido, o que poco después habían de asistir mudas y pasivas a la realización de actos netamente anticatólicos y antirreligiosos, cosa que el mensaje no dice en manera alguna. Pero dice, por el contrario, que hubo autoridades eclesiásticas locales que se creyeron en el caso de no tener en cuenta Nuestra prohibición. No conocemos una sola autoridad eclesiástica local que haya merecido la ofensa que implican estas palabras. Sabemos, por el contrario, y deploramos vivamente, las imposiciones con frecuencia amenazadoras y violentas infligidas o que se ha dejado infligir a las autoridades eclesiásticas locales. Estamos informados de impías parodias de cánticos sagrados y de cortejos religiosos, tolerados con profunda molestia para los verdaderos fieles y la emoción real de todos los ciudadanos amantes de la paz y del orden, que veían no defendidos el orden ni la paz, y, lo que es peor, precisamente por aquellos que tienen el gravísimo deber de defenderlos y un interés vital en cumplir este deber.
El mensaje repite la tan reiterada comparación entre Italia y otros Estados en los que la Iglesia está realmente perseguida, y contra los cuales no se han oído palabras como las pronunciadas contra Italia, donde —dice— la religión ha sido restaurada. Ya hemos dicho que guardamos y guardaremos perenne gratitud y recuerdo por todo cuanto se ha hecho en Italia en beneficio de la religión, aunque también en beneficio simultáneo no menor, y tal vez mayor, del partido y del régimen. Hemos dicho y repetido también que no es necesario (con frecuencia sería muy nocivo a los fines pretendidos) que todo el mundo sepa y conozca lo que Nos y esta Santa Sede, por medio de nuestros representantes, de nuestros hermanos en el episcopado, debemos decir y las advertencias que Nos hacemos allí donde los intereses de la religión lo requieren y en la medida que la necesidad requiere, sobre todo allí donde la Iglesia se halla realmente perseguida.
12. Pero con indecible dolor vemos desencadenarse en nuestra Italia y en nuestra Roma una verdadera y real persecución contra lo que la Iglesia y su jefe querido en punto a su libertad y a sus derechos, libertad y derechos que son los de las almas, y más particularmente, de las almas de los jóvenes, a quienes de un modo particular ha confiado a la Iglesia el Divino Creador y Redentor.
Como es notorio, hemos afirmado y protestado en varias ocasiones con toda solemnidad de que la Acción Católica, tanto por su naturaleza y su esencia misma (participación y colaboración del Estado seglar en el Apostolado jerárquico), como por Nuestras precisas y categóricas normas y prescripciones, está fuera y por encima de toda política de partido. Al mismo tiempo hemos afirmado y protestado que sabíamos de ciencia cierta que Nuestras normas y prescripciones habían sido fielmente obedecidas en Italia. El mensaje dice que la afirmación de que la Acción Católica no ha tenido un verdadero carácter político, es completamente falsa. No queremos revelar todo lo que hay de irrespetuoso en esta acusación; los motivos que el mensaje alega demuestran toda su falsedad y una ligereza que tacharíamos de ridículas, si no fueran lamentables.
La Acción Católica tenía, dice el mensaje, banderas, insignias, listas de adheridos y todas las otras apariencias exteriores de un partido político. Como si las banderas, las insignias, las listas de adheridos y otras parecidas formalidades exteriores no fuesen hoy día comunes en todos los países del mundo a las Asociaciones más diversas, y a actividades que no tienen nada que ver con la política: deportivas y profesionales, comerciales e industriales, escolares, religiosas del más piadoso carácter y, a veces, casi infantiles, como la de los Cruzados eucarísticos.
13. El mensaje no puede menos de sentir la debilidad del motivo alegado, y como para salvar su argumentación, aduce otras tres razones.
La primera es que los jefes de la Acción Católica eran casi todos miembros o jefes del Partido Popular, que ha sido (dice) uno de los más acérrimos enemigos del partido fascista. Esta acusación ha sido lanzada más de una vez contra la Acción Católica; pero siempre en términos generales y sin precisar nombre ninguno. En vano hemos pedido cada vez nombres y datos precisos. Solamente un poco antes de las medidas de policía tomadas contra la Acción Católica, y con el fin evidente de prepararlas y justificarlas, la prensa enemiga ha publicado algunos hechos y algunos nombres, utilizando no menos evidente las partes de la policía: tales son las pretendidas revelaciones a que alude el mensaje en su preámbulo y que L'Osservatore Romano ha desmentido y rectificado plenamente, lejos de confirmarlas, como afirma el mensaje, engañando lastimosamente al gran público.
Por lo que a Nos toca, venerables hermanos, además de las informaciones reunidas hace tiempo, y de la encuesta personal hecha de antemano hemos creído que era Nuestro deber el procurarnos nuevas informaciones y proceder a una nueva indagación, y he aquí, venerables hermanos, los resultados positivos de Nuestra investigación. Ante todo hemos comprobado que en el tiempo en que subsistía aún el Partido Popular y en que el nuevo partido no se había afirmado todavía, varias disposiciones publicadas en 1919 prohibían ejercer las funciones de director de la Acción Católica a cualquiera que al mismo tiempo ocupase cargos directivos en el Partido Popular.
Hemos visto también, venerables hermanos, que los casos de ex directores locales del Partido Popular, convertidos en directores locales de Acción Católica, se reducen a cuatro; y hacemos notar la insignificancia de esta cifra frente a las 250 Juntas Diocesanas, 4.000 secciones de hombres católicos y más de 5.000 Círculos de Juventudes Católicas. Y debemos añadir que en los cuatro casos en cuestión se trataba de individuos que jamás dieron lugar a dificultad alguna, y de los que algunos simpatizan francamente con el actual régimen y con el partido fascista, por el que son bien mirados.
14. No queremos omitir esta otra garantía de la religiosidad apolítica de la Acción Católica, religiosidad bien conocida de vosotros, venerables hermanos, Obispos de Italia: la garantía consiste y consistirá siempre en la absoluta dependencia de la Acción Católica del Episcopado, al cual pertenece siempre la elección de sacerdotes asistentes y el nombramiento de los Presidentes de las Juntas diocesanas; de donde claramente se deduce que al poner en vuestras manos y al recomendaros las Asociaciones indicadas, Nos no hemos ordenado ni dispuesto nada nuevo substancialmente. Después de la disolución y desaparición del Partido Popular, los que pertenecían ya a la Acción Católica, continuarían perteneciendo a ella, sometiéndose con perfecta disciplina a su ley fundamental, es decir, absteniéndose de toda actividad política; y esto es lo que hicieron también los que entonces solicitaron su admisión.
¿Con qué justicia y con qué caridad hubiéramos podido excluirlos, ya que se presentaban con las cualidades referidas, sometiéndose voluntariamente a esta ley de apoliticidad? El régimen y el partido, que parecen atribuir una fuerza tan temible y tan temida a los miembros del Partido Popular en el terreno político, deberían mostrarse agradecidos a la Acción Católica, que ha sabido retirarlos de este terreno y los ha obligado a prometer no ejercitar ninguna actividad política, sino exclusivamente una actividad religiosa.
Nosotros, por el contrario, Nosotros, la Iglesia, la religión, los fieles católicos (y no solamente el Romano Pontífice), no podemos estar agradecidos a quien después de haber disuelto el socialismo y la masonería, nuestros enemigos declarados (pero no sólo de Nosotros), les ha abierto una amplia entrada, como todo el mundo lo ve y lo deplora, y ha permitido que lleguen a ser tanto más fuertes y peligrosos cuanto más disimulados y más favorecidos por el nuevo uniforme.
15.Con gran empeño, y no raras veces, se Nos ha hablado, segundo, de infracciones; hemos siempre pedido nombres y hechos concretos, siempre dispuestos a intervenir y a proveer; jamás se ha dado respuesta a Nuestras preguntas.
El mensaje denuncia que una parte considerable de los actos de organización en la Acción Católica eran de naturaleza política, y no tenían nada que ver con la Educación religiosa y la propagación de la fe. Sin detenernos en la manera incompetente y confusa con la que se indican los objetivos de la Acción Católica, notemos simplemente que todos cuantos conocen y viven la vida contemporánea, saben que no existe iniciativa ni actividad, desde las más científicas y espirituales hasta las más materiales y mecánicas, que no tengan necesidad de organización y de actos encaminados a ella, y que ni estos actos ni la organización misma se identifican con las finalidades de las iniciativas diversas, sino que son simples medios para mejor atender los fines que cada cual se propone.
16. Sin embargo (continúa el mensaje), el argumento más fuerte que puede emplearse para justificar la destrucción de los círculos y Juventudes Católicas, es la defensa del Estado, la cual es más que un simple deber para cualquier clase de Gobierno. Nadie duda de la solemnidad y de la importancia vital de semejante deber y semejante derecho, añadimos Nosotros, puesto que (y queremos poner en práctica esta convicción, de acuerdo con todas las personas honradas y juiciosas) estimamos que el primero de los derechos es el de ejecutar el deber. Ninguno de cuantos hayan recibido el mensaje y lo hayan leído habrá podido reprimir cierta sonrisa de incredulidad, ni se habría visto libre de un verdadero estupor si el mensaje hubiese añadido que de los círculos católicos cerrados 10.000 eran, o por mejor decir, son, círculos de juventud femenina, con un total de 500.000 jóvenes y niñas; ¿quién puede ver con ello un serio peligro o una amenaza real para la seguridad del Estado? Y es preciso considerar que tan sólo 220.000 jóvenes son miembros "efectivos", más de 100.000 son pequeñas "aspirantes", y más de 150.000 son "benjaminas" aún más pequeñas...
Además existen los círculos de la Juventud Católica masculina, esta misma Juventud Católica, que en las publicaciones juveniles del partido y en los discursos y circulares de los jerarcas —así los llaman— son expuestos y señalados al desprecio y a los ultrajes {cualquiera podrá juzgar con qué sentido de responsabilidad pedagógica), como un grupo de haraganes y de individuos capaces tan sólo de llevar cirios y rezar rosarios en las procesiones; puede ser que por este motivo hayan sido en los últimos tiempos tan frecuentemente y con valor tan poco noble asaltados, maltratados hasta hacerles derramar sangre, abandonados sin defensa por aquellos que debían y podían protegerlos, mientras que nuestros jóvenes desarmados e indefensos se veían atacados por gentes violentas y frecuentemente armadas.
17. Si hay que buscar aquí el argumento más fuerte para justificar la "destrucción" (esta palabra no deja duda ninguna sobre las intenciones que se abrigan) de Nuestras queridas y heroicas Asociaciones juveniles de Acción Católica, bien veis, venerables hermanos, que tenemos sobrados motivos para regocijarnos; ya que el argumento demuestra hasta la evidencia, que es increíble e inconsistente. Pero, ¡ay!, que debemos repetir mentita est iniquitas sibi [5], y que el argumento más fuerte en favor de la destrucción deseada debe buscarse en otro terreno. La batalla que hoy se libra no es política, sino moral y religiosa; esencialmente moral y religiosa.
Hay que cerrar los ojos a esta verdad y ver o, por mejor decir, inventar pretextos políticos allí donde no hay más que moral y Religión, para concluir, como lo hace el mensaje, que se había creado la situación absurda de una fuerte organización a las órdenes de un Poder "extranjero", el "Vaticano", cosa que ningún país del mundo hubiera permitido.
18. Se han secuestrado en masa los documentos de todas las oficinas de la Acción Católica; se continúa (hasta este punto hemos llegado) interceptando y secuestrando toda la correspondencia de la que se sospecha que tiene alguna relación con las Asociaciones perseguidas, y aun con aquellas que no lo son, como los Patronatos. Pues bien, que se nos diga a Nos, a Italia y al mundo cuáles y cuántos son los documentos de política tramada por la Acción Católica con peligro del Estado. Nos atrevemos a decir que no se encontrará ninguno, a menos de leer o interpretar conforme a las ideas preconcebidas injustas y en plena contradicción con los hechos y con la evidencia de pruebas y testimonios innumerables. Que si se descubrieran documentos auténticos y dignos de consideración, Nos seríamos el primero en reconocerlos y tenerlos en cuenta. ¿ Pero quién querrá, por ejemplo, tachar de política, y de política peligrosa para el Estado, alguna indicación, alguna desaprobación de los odiosos tratamientos tan frecuentemente infligidos ya en tantas partes a la Acción Católica, aun antes de los últimos acontecimientos?
19. Por el contrario, se encontrarán entre los documentos secuestrados pruebas y testimonios sin número del profundo y constante espíritu de religión y de la religiosa actividad de toda la Acción Católica, y particularmente de las Asociaciones juveniles y universitarias. Bastará saber leer y apreciar, como lo hemos hecho Nosotros un incalculable número de veces, los programas y las memorias, los procesos verbales de Congresos, de semanas de estudios religiosos, de oraciones, de ejercicios espirituales, de frecuencia de Sacramentos practicada y suscitada, de conferencias apologéticas, de estudios y de actividad catequística, de corporación y de iniciativa de verdadera y pura caridad cristiana en las Conferencias de San Vicente y en otras formas de actividad y de cooperación misionera.
En presencia de semejantes hechos y de semejante documentación, o sea, en presencia de la realidad hemos dicho siempre y lo volvemos a repetir, que el acusar a la Acción Católica italiana de hacer política, era y es una verdadera y pura calumnia. Los hechos han demostrado lo que se pretendía y preparaba con semejante procedimiento: se ha verificado una vez más en grandes proporciones la fábula del lobo y el cordero; y la Historia no podrá menos de recordarlo.
20. Por lo que toca a Nos, ciertos hasta la evidencia de estar y mantenernos en el terreno religioso, jamás hemos creído que pudiéramos ser considerados como un "Poder extranjero", sobre todo, por los católicos, y por los católicos italianos.
Precisamente por razón del Poder apostólico que a pesar de Nuestra indignidad Nos ha sido conferido por Dios, todos los católicos del mundo consideran a Roma como a la segunda patria de todos y cada uno de ellos. No hace muchos años que un hombre de Estado, uno de los más célebres, ciertamente, y no católico ni amigo del catolicismo, declaraba en plena Asamblea política que no podía considerar como extranjero a un Poder al que obedecían veinte millones de alemanes.
Para afirmar que ningún Gobierno del mundo hubiera dejado subsistir la situación creada en Italia por la Acción Católica, es necesario ignorar u olvidar que la Acción Católica existe y se desarrolla en todos los Estados del mundo, incluso en China; que todos esos países imitan frecuentemente en sus líneas generales y hasta en sus detalles íntimos a la Acción Católica italiana, y que frecuentemente también se presentan en otros países formas de organización aún más acentuadas que en Italia. En ningún país del mundo ha sido considerada la Acción Católica como un peligro para el Estado; en ningún país del mundo la Acción Católica ha sido tan odiosamente tratada, tan verdaderamente perseguida (no encontramos otra palabra que responda mejor a la realidad y a la verdad de los hechos) como en Nuestra Italia y en Nuestra Sede episcopal de Roma; y esta es verdaderamente una situación absurda, que no ha sido creada por Nos, sino contra Nos.
Nos nos hemos impuesto un grave y penoso deber, pero Nos ha parecido un deber ineludible de caridad y de justicia paternal; y en este espíritu hemos cumplido Nuestro deber, a fin de poner a la justa luz de los hechos y de la realidad todo cuanto algunos hijos Nuestros, acaso inconscientemente, han iluminado con luz artificiosa en detrimento de otros hijos también Nuestros.
III
21. Y ahora una primera reflexión y conclusión: De todo cuanto hemos expuesto, sobre todo de los acontecimientos mismos tal como se han desarrollado, resulta que la actividad política de la Acción Católica, la hostilidad abierta o enmascarada de algunos de sus sectores contra el régimen y el partido, así como también el refugio eventual que constituye la Acción Católica para adversarios del fascismo desorganizados hasta hoy día [6], no son más que un pretexto o una acumulación de pretextos; más aún Nos atrevemos a decir que la misma Acción Católica es un pretexto; lo que se ha querido hacer ha sido arrancar de la Iglesia la juventud, toda la juventud. Esto es tan cierto, que después de haber hablado tanto de la Acción Católica, se han dirigido contra las asociaciones juveniles, y no se han detenido en las asociaciones de juventud de Acción Católica, sino que se han precipitado tumultuosamente contra Asociaciones y obras de pura piedad e instrucción primaria y religiosa, como las congregaciones de Hijas de María y los Oratorios; tan tumultuosamente, que con frecuencia han tenido que reconocer su grosero error.
Este punto esencial ha sido abundantemente confirmado por otra parte. Ha sido confirmado, sobre todo, por las numerosas afirmaciones anteriores de elementos más o menos responsables, y también por las de los hombres más representativos del régimen y del partido fascista, a las cuales afirmaciones han traído los últimos acontecimientos el más significativo de los comentarios.
La confirmación ha sido aún más explícita y categórica, estamos por decir, solemne al par que violenta, de parte de quien no solamente lo representa todo, sino que todo lo puede en una publicación oficial o poco menos. dedicada a la juventud, y en conversaciones destinadas a ser publicadas en el extranjero antes que en el país, y también, recientemente, en los mensajes y comunicaciones a los periodistas.
22. Otra reflexión se impone inmediata e inevitablemente. No se han tenido en cuenta Nuestras afirmaciones y protestas tantas veces repetidas, vuestras mismas afirmaciones y protestas, venerables hermanos, sobre la verdadera naturaleza y sobre la actividad real de la Acción Católica, y sobre los derechos sagrados e inviolables de las almas y de la Iglesia, representados por ella e incorporados a ella.
Decimos, venerables hermanos, derechos sagrados e inviolables de las almas y de la Iglesia, y esta es la reflexión y conclusión que se impone sobre cualquiera otra, porque es también la más grave de cuantas se pueden formular. En muchas ocasiones, como es notorio, hemos expresado Nuestro pensamiento o, por mejor decir, el pensamiento de la Iglesia sobre esos temas tan importantes y tan esenciales, y no es a vosotros, venerables hermanos, maestros fieles en Israel, a quienes conviene que se lo expliquemos más en detalle; pero no podemos menos de añadir unas palabras para esos queridos pueblos que os rodean, a los cuales apacentáis y gobernáis por mandato Divino y que no pueden conocer sino por mediación vuestra el pensamiento del Padre común de sus almas.
23. Decíamos los derechos sagrados e inviolables de las almas y de la Iglesia. Se trata del derecho que tienen las almas a procurarse el mayor bien espiritual bajo el magisterio y la obra formadora de la Iglesia, divinamente constituida, única mandataria de este magisterio y de esta obra, en el orden sobrenatural, fundado por la sangre de Dios Redentor, necesario y obligatorio para todos a fin de participar de la Redención divina. Se trata del derecho de las almas así formadas a comunicar los tesoros de la redención a otras almas y a participar bajo este respecto en la actividad del apostolado jerárquico.
En consideración a este doble derecho de las almas, decíamos recientemente que Nos consideramos felices y orgullosos de combatir el buen combate por la libertad de las conciencias, no (como tal vez por inadvertencia nos han hecho decir algunos) por la libertad de conciencia, frase equívoca y frecuentemente utilizada para significar la absoluta independencia de la conciencia, cosa absurda en un alma creada y redimida por Dios.
Se trata, por otra parte, del derecho no menos inviolable que tiene la Iglesia de cumplir el divino mandato de su Divino fundador, de llevar a las almas, a todas las almas, todos los tesoros de verdad y de bien, doctrinales y prácticos, que Él había traído al mundo. «Id y enseñad a todas las naciones, enseñándoles a guardar todo lo que os he confiado» [7]. Ahora bien; el Divino Maestro Creador y Redentor de las almas ha mostrado por Sí mismo, por su ejemplo y por sus palabras, qué lugar debía ocupar la infancia y la juventud en este mandato absoluto y universal: «Dejad a los niños que vengan a mí, y guardaos muy bien de impedírselo... Estos niños que (como por divino instinto) creen en Mí, a los cuales está reservado el reino de los Cielos; cuyos ángeles de la Guarda, sus defensores, ven constantemente el rostro del Padre celestial; ¡ay de aquel hombre que escandalice a uno de estos pequeñuelos!» [8]. Henos aquí en presencia de un conjunto de auténticas afirmaciones y de hechos no menos auténticos, que ponen fuera de duda el propósito ya ejecutado en gran parte, de monopolizar enteramente la juventud desde la primera infancia hasta la edad viril para la plena y exclusiva ventaja de un partido, de un régimen, sobre la base de una ideología que explícitamente se resuelve en una verdadera estatolatría pagana, en abierta contradicción, tanto con los derechos naturales de la familia, como con los derechos sobrenaturales de la Iglesia. Proponerse y promover semejante monopolio; perseguir como se ha venido haciendo, con esta intención, de manera más o menos disimulada, a la Acción Católica; deshacer con este fin, como se ha hecho recientemente, las Asociaciones de Juventud, equivale al pie de la letra a impedir que la juventud vaya hacia Jesucristo, puesto que es impedirle que vaya a la Iglesia, y allí donde está la Iglesia está Cristo. Y se ha llegado al extremo de arrancar violentamente esta juventud del seno de la una y del Otro.
24. La Iglesia de Jesucristo no ha desconocido jamás los derechos y los deberes del Estado en cuanto a la educación de los súbditos, Nos mismos lo hemos proclamado en Nuestra reciente Encíclica sobre la "Educación Cristiana de la Juventud". Estos derechos y estos deberes son incontestables mientras permanezcan dentro de los límites de la competencia propia del Estado, competencia que a su vez está claramente fijada por las finalidades mismas del Estado, las cuales no son solamente corporales y materiales, pero sí están necesariamente contenidas dentro de las fronteras de lo natural, de lo terrestre, de lo temporal. El divino mandato universal que ha recibido la Iglesia del mismo Jesucristo de una manera incomunicable y exclusiva, se extiende a lo eterno, a lo celestial, a lo sobrenatural, orden de cosas que por una parte es estrechamente obligatorio para toda criatura racional y al que por otra parte, por su esencia, deben subordinarse y coordinarse todos los demás órdenes.
La Iglesia de Jesucristo se desenvuelve ciertamente dentro de los límites de su mandato, no solamente cuando deposita en las almas los principios y elementos indispensables de la vida sobrenatural, sino también cuando desarrolla esta vida conforme a la oportunidad y a las capacidades, cuando la despierta y por las maneras que juzga más apropiadas aún con la intención de preparar al apostolado jerárquico cooperaciones esclarecidas y valiosas. Es de Jesucristo la solemne declaración de que Él ha venido precisamente a fin de que las almas no sólo tengan un cierto principio, ciertos rudimentos de la vida sobrenatural, sino que posean esta vida en gran abundancia: «Yo he venido para que tengan la vida y la tengan en abundancia»[9]. Y Jesucristo mismo ha establecido las bases de la Acción Católica, escogiendo y formando entre sus discípulos y apóstoles los colaboradores de su apostolado divino, ejemplo imitado por los primeros apóstoles, como lo atestigua el sagrado texto.
25. Es, por consiguiente, una pretensión injustificable e incompatible con el nombre y la profesión de católico el pretender que los simples fieles vengan a enseñar a la Iglesia y a su Jefe lo que basta y debe bastar para la educación y la formación cristiana de las almas, y para salvar, para hacer fructificar en la sociedad, principalmente en la juventud, los principios de la fe y su plena eficacia en la vida.
A la injustificable pretensión acompaña una revelación clarísima de absoluta incompetencia y de ignorancia completa en las materias que tratamos. Los últimos acontecimientos deben abrir los ojos a todo el mundo. Efectivamente, han mostrado hasta la evidencia cuánto se ha perdido en pocos años y cuánto se ha destruido en punto a verdadera religiosidad y educación cristiana y cívica. Sabéis por experiencia, venerables hermanos, obispos de Italia, cuán grave y funesto error es el de creer y hacer que la labor desarrollada por la Iglesia en la Acción Católica ha sido reemplazada hasta resultar superflua por la instrucción religiosa en las escuelas y por la presencia de capellanes en las asociaciones de juventud del partido y del régimen. Tanto la una como la otra son ciertamente necesarias: sin ellas, la escuela y las asociaciones en cuestión llegarían inevitablemente y bien pronto, por fatal necesidad lógica y psicológica, a ser instituciones puramente paganas. Aquellas dos cosas son, pues, necesarias, pero no bastan: por la instrucción religiosa y por la acción de los capellanes la Iglesia no puede realizar más que un minimum de su eficacia espiritual y sobrenatural, y esto en un terreno y en un ambiente que no dependen de ella, en donde se está preocupado por muchas otras materias de enseñanza y otra clase de ejercicios, bajo el mando inmediato de autoridades que a menudo son poco o nada favorables, y que no es raro que en ese medio se ejerza una influencia en sentido contrario, tanto por la palabra como por el ejemplo de la vida.
26. Decíamos que los últimos acontecimientos han acabado de demostrar, sin duda alguna, todo cuanto ha sido imposible salvar, y se ha perdido y destruido en pocos años en materia de religiosidad y de educación. No decimos solamente de educación cristiana, sino sencillamente moral y cívica.
Efectivamente: hemos visto en acción una religiosidad que se rebela contra las disposiciones de las superiores autoridades religiosas, y que impone o alienta la rebeldía; hemos visto una religiosidad que se convierte en persecución y que pretende destruir lo que el Jefe supremo de la religión aprecia más íntimamente y tiene más en el corazón; una religiosidad que permite y que deja estallar insultos de palabras y acciones contra la persona del Padre de todos los fieles hasta lanzar contra él los gritos de "abajo" y "muera", verdadero aprendizaje de parricidio. Semejante religiosidad no puede conciliarse de ninguna manera con la doctrina y con las prácticas católicas; mejor pudiéramos decir que es lo más contrario a la una y a la otra.
27. La oposición es tanto más grave en sí misma y más funesta en sus efectos, cuanto que no se traduce solamente en hechos exteriormente perpetrados y consumados, sino también abarca los principios y las máximas proclamadas como constitutivos esenciales de un programa.
Una concepción que hace pertenecer al Estado las generaciones juveniles enteramente y sin excepción, desde la edad primera hasta la edad adulta, es inconciliable para un católico con la verdadera doctrina católica; y no es menos inconciliable con el derecho natural de la familia; para un católico es inconciliable con la doctrina católica el pretender que la Iglesia, el Papa, deban limitarse a las prácticas exteriores de la religión (la Misa y los Sacramentos) y todo lo restante de la educación pertenezca al Estado...
28. Las doctrinas erróneas que acabamos de señalar y deplorar se han presentado más de una vez durante los últimos años, y como es notorio Nos no hemos faltado jamás, con la ayuda de Dios, a Nuestro deber apostólico de examinarlas y oponer las debidas observaciones y llamamientos a las verdaderas doctrinas católicas y a los inviolables derechos de la Iglesia de Jesucristo y de las almas redimidas con su sangre divina.
Pero no obstante los juicios, las previsiones y sugestiones que de diversas partes y muy dignas de consideración llegaban a Nos, siempre Nos abstuvimos de llegar a condenaciones formales y explícitas; hasta hemos llegado a creer posible y a favorecer por Nuestra parte compatibilidades y cooperaciones que a otros parecieron inadmisibles. Hemos obrado de este modo porque pensamos, o más bien, porque deseamos que hubiese siempre una posibilidad de poder a lo menos dudar de que Nos teníamos que vernos con afirmaciones y acciones exageradas, esporádicas, de elementos insuficientemente representativos, en suma, con informaciones y acciones imputables, en sus partes censurables, más a las personas y a las circunstancias que a un programa propiamente dicho.
29. Los últimos acontecimientos y las afirmaciones que los han precedido, acompañado y comentado, Nos quitan la posibilidad que habíamos deseado, y debemos decir y decimos que esos católicos solamente lo son por el bautismo y por el nombre, en contradicción con las exigencias del nombre y las mismas promesas del bautismo, puesto que adoptan y desenvuelven un programa que hace suyas doctrinas y máximas tan contrarias a los derechos de la Iglesia de Jesucristo y de las almas, que desconocen, combaten y persiguen a la Acción Católica, es decir, todo lo que la Iglesia y su Jefe tienen notoriamente de más querido y precioso. Nos preguntáis, venerables hermanos, lo que se debe pensar a la luz de lo que precede, de una fórmula de juramento que impone a los niños mismos ejecutar sin discusión órdenes que, como hemos visto, pueden mandar contra toda verdad y toda justicia la violación de los derechos de la Iglesia y de las almas, por sí mismos sagrados e inviolables, y servir con todas sus fuerzas, hasta con su sangre, a la causa de una revolución que arranca a la Iglesia las almas de la juventud, que inculca a sus fuerzas jóvenes el odio, las violencias, las irreverencias, sin excluir la persona misma del Papa, como los últimos sucesos lo han abundantemente demostrado.
Cuando la pregunta debe ponerse en estos términos, la respuesta, desde el punto de vista católico y aun puramente humano, es única y Nos no hacemos otra cosa, Venerables Hermanos, que confirmar la respuesta que vosotros habéis dado ya: Tal juramento, en cuanto tal, no es lícito.
IV
30. Y henos aquí ante muy graves preocupaciones. Comprendemos que son las vuestras, venerables hermanos, las vuestras especialmente, obispos de Italia. Nos nos preocupamos sobre todo de un gran número de Nuestros hijos jóvenes de ambos sexos inscritos como miembros efectivos con ese juramento. Nos compadecemos profundamente de tantas conciencias atormentadas por dudas, tormentos y dudas de las cuales llegan a Nos indudables testimonios, precisamente respecto a este juramento, y sobre todo, después de los hechos sucedidos.
Conociendo las múltiples dificultades de la hora presente y sabiendo que la inscripción en el partido y el juramento son para un gran número la condición misma de su carrera, de su pan y de su sustento, Nos hemos buscado un medio que diese la paz a las conciencias, reduciendo al minimum posible las dificultades exteriores. os parece que este medio para los que están ya inscritos en el partido podría ser hacer delante de Dios y de su propia conciencia esta reserva: Salvo las leyes de Dios y de la Iglesia, o también: Salvo los deberes del buen cristiano, con el firme propósito de declarar exteriormente esta reserva si la necesidad se presentase.
Quisiéramos, además, hacer llegar Nuestro ruego al lugar de donde parten las disposiciones y las órdenes, ruego de un Padre que quiere cuidar las conciencias de tan gran número de hijos suyos en Jesucristo, a fin de que esta reserva fuese introducida en la fórmula del juramento, a no ser que se haga todavía cosa mejor, mucho mejor, es decir, que se omita el juramento, que es siempre un acto de religión y que no está ciertamente en su lugar, en la cédula de inscripción de un partido.
31. Hemos procurado hablar con calma y serenidad y al mismo tiempo con claridad total. Sin embargo, no podemos menos de preocuparnos de las incomprensiones posibles. No Nos referimos, venerables hermanos, a vosotros, unidos siempre y ahora más que nunca a Nos por el pensamiento y el sentimiento, sino a quienquiera que sea. Por todo lo que acabamos de decir, Nos no entendemos condenar el partido y el régimen como tales.
Hemos querido señalar y condenar todo lo que en el programa y acción del partido hemos visto y comprobado ser contrario a la doctrina y a la práctica católica, y, por lo tanto, inconciliable con el nombre y la profesión de católicos. Nos hemos cumplido un deber preciso del ministerio apostólico para con todos aquellos de Nuestros hijos que pertenecen al partido, a fin de que puedan ponerse en regla con su conciencia de católicos.
32. Nos creemos, por otra parte, que hemos hecho una obra útil a la vez al partido mismo y al régimen. ¿Qué interés puede tener, en efecto, el partido en un país católico como Italia en mantener en su programa ideas, máximas y prácticas inconciliables con la conciencia católica? La conciencia de los pueblos, como la de los individuos, acaba siempre por volver a sí misma y buscar las vías perdidas de vista y abandonadas por un tiempo más o menos largo.
Y que no se diga que Italia es católica, pero anticlerical, aunque lo entendemos solamente en una medida digna de particular atención. Vosotros, venerables hermanos, que vivís en las grandes y pequeñas diócesis de Italia en contacto continuo con las buenas poblaciones de todo el país, sabéis y veis todos los días de qué manera son, si no se las engaña y no se las extravía, y cuán lejos están de todo anticlericalismo. Todo el que conoce un poco íntimamente la historia de la Nación sabe que el anticlericalismo ha tenido en Italia la importancia y la fuerza que le confirieron la masonería y el liberalismo que la gobernaban. En nuestros días, por lo demás, el entusiasmo unánime que unió y transportó de alegría a todo el país hasta un extremo jamás conocido en los días de los convenios de Letrán, no hubiera dejado al anticlericalismo medios de levantar la cabeza, si al día siguiente de estos convenios no se le hubiera evocado y alentado. En los últimos acontecimientos, disposiciones y órdenes se le ha hecho entrar en acción y se le ha hecho cesar, como todos han podido ver y comprobar. Y sin duda alguna hubiera bastado y bastaría siempre para conservarle la centésima o la milésima parte de las medidas aplicadas a la Acción Católica y coronadas recientemente de la manera que todo el mundo sabe.
33. Más graves preocupaciones nos inspira el porvenir próximo. En una asamblea oficial y solemne, después de los últimos acontecimientos tan dolorosos para Nos y para los católicos de toda Italia y del mundo entero, se hizo oír esta protesta: «Respeto inalterado para la Religión, su Jefe supremo, etc.». ¡Respeto inalterado, ese mismo respeto sin cambio que hemos experimentado!, es decir, ese respeto que se manifestaba por medidas de policía aplicadas de una manera tan fulminante, precisamente la víspera de Nuestro cumpleaños, ocasión de grandes manifestaciones de simpatía por parte del mundo católico y también del mundo no católico; es decir, ese mismo respeto que se traía por violencias e irreverencias que se perpetraban sin dificultad alguna! ¿Qué podemos, pues, esperar o, mejor dicho, que es lo que no hemos de temer? Algunos se han preguntado si esa extraña manera de hablar y de escribir en tales circunstancias, inmediatamente después de tales hechos, ha estado enteramente exenta de ironía, de una bien triste ironía; por lo que a Nos toca, preferimos excluir esta hipótesis.
En el mismo contexto y en inmediata relación con el respeto inalterado, por consiguiente dirigido a la misma persona, se hacía alusión a refugios y protecciones otorgadas al resto de los adversarios del partido y se ordenaba a los dirigentes de los 9.000 fascios de Italia que se inspirasen para su acción en estas normas directivas. Más de uno de vosotros ha experimentado ya, y de ello Nos ha enviado lamentables noticias, el efecto de tales insinuaciones y de tales órdenes en la reincidencia de odiosas vigilancias, delaciones, amenazas y vejámenes. ¿Qué nos prepara, pues, el porvenir? ¿Qué es lo que Nos no hemos de esperar (y no decimos temer, porque el temor de Dios elimina el temor de los hombres), si, como tenemos motivo para creerlo, existe el designio de no permitir que nuestros jóvenes católicos se reúnan, ni aun silenciosamente, bajo pena de severas sanciones para los que los dirigen?
¿Que nos prepara y con qué nos amenaza el porvenir, Nos preguntamos de nuevo?
V
34.En este extremo de dudas y de previsiones, a las cuales los hombres Nos han reducido, es precisamente donde toda preocupación se desvanece y Nuestro espíritu se abre a las más confiadas y consoladoras esperanzas, porque el porvenir está en las manos de Dios, y Dios está con nosotros. Si Dios está con nosotros ¿quién estará contra nosotros? [10].
Un signo y una prueba sensible de la asistencia y el favor divino lo vemos ya y lo experimentamos en vuestra asistencia y vuestra cooperación, Venerables Hermanos. Si estamos bien informados, se ha dicho recientemente que ahora que la Acción Católica está en manos de los obispos, no hay nada que temer. Y hasta aquí todo va bien, muy bien, como si antes hubiera alguna cosa que temer y como si antes, desde el principio, no hubiese sido la Acción Católica esencialmente diocesana y dependiente de los obispos, como lo hemos indicado más arriba. También por esto principalmente. Nos hemos tenido siempre la más absoluta confianza de que Nuestras normas directivas se seguían y se secundaban. Por este motivo, además de la promesa infalible del socorro divino, estamos y estaremos siempre confiados y tranquilos aun cuando la tribulación, y digamos la verdadera palabra: la persecución, deba continuar e intensificarse. Sabemos que vosotros sois, y vosotros lo sabéis también, hermanos nuestros en el episcopado y en el apostolado. Nos sabemos, y vosotros sabéis, venerables hermanos, que sois los sucesores de los apóstoles, que San Pablo llamaba en términos de una vertiginosa sublimidad, "gloria Christi" la gloria de Cristo [11], vosotros sabéis que no ha sido un hombre mortal, ni siquiera un jefe de Estado o de un Gobierno, sino el Espíritu Santo quien os ha colocado entre la porción del rebaño que Pedro os asigna para que le dirijáis la Iglesia de Dios. Estas santas y sublimes cosas y otras más que a vosotros se refieren, Venerables Hermanos, evidentemente las ignora o las olvida el que os llama a vosotros, obispos de Italia, funcionarios del Estado; porque de los funcionarios del Estado os distinguís claramente y separáis por la fórmula del juramento que debéis prestar al Monarca y que se precisa previamente con estas palabras: Como corresponde a un obispo católico.
35. Y es también para Nos un grande, un infinito motivo de esperanza que el inmenso coro de plegarias que la Iglesia de Cristo eleva desde todos los puntos del mundo hacia su Divino Fundador y hacia su Santa Madre por su Jefe visible, el sucesor de los Apóstoles, exactamente como cuando hace veinte siglos la persecución hería la persona misma de Pedro, oraciones de pastores y de pueblos, del Clero y de los fieles, de los religiosos y de las religiosas, de los adultos y de los jóvenes, de los niños y de las niñas, oraciones en todas las formas más perfectas y eficaces, santos sacrificios y comuniones eucarísticas, súplicas, adoraciones, reparaciones, inmolaciones espontáneas, sufrimientos cristianamente padecidos de los cuales todos estos días e inmediatamente después de los tristes acontecimientos Nos llegaban los ecos consoladores de todas partes, nunca tan consoladores como en este día solemne consagrado a la memoria de los Príncipes de los Apóstoles, en que la divina bondad ha querido que pudiésemos acabar esta Encíclica.
36. A la oración todo le es divinamente prometido; si ella no Nos obtiene la serenidad y la tranquilidad del orden, obtendrá para todos la paciencia cristiana, el valor santo, la alegría inefable de sufrir algo con Jesús y por Jesús, con la juventud y por la juventud que le es tan querida, hasta la hora oculta en el misterio del Corazón divino, infaliblemente la más oportuna para la causa de la verdad y del bien. Y puesto que de tantas oraciones debemos esperarlo todo, y puesto que todo es posible a este Dios que todo ha prometido a la oración, Nos tenemos la segura esperanza que Él iluminará a los espíritus con la luz de la verdad y volverá las voluntades hacia el bien. Y así a la Iglesia de Dios, que no disputa nada al Estado de lo que al Estado pertenece, se le dejará de discutir lo que le corresponde, la educación y la formación cristiana de la juventud, no por concesión humana, sino por mandato divino, y que ella, por consiguiente, debe siempre reclamar y reclamará siempre con una insistencia y una intransigencia que no pueden cesar ni doblarse, porque no proviene de ninguna concesión, porque no proviene de un concepto humano o de un cálculo humano o de humanas ideologías, que cambian con los tiempos y los lugares, sino de una disposición divina e inviolable.
37. Lo que también Nos inspira gran confianza es el bien que provendrá incontestablemente del reconocimiento de esta verdad y de este derecho. Padre de todos los hombres redimidos con la sangre de Cristo, el Vicario de este Redentor que después de haber enseñado y ordenado a todos el amor de los enemigos moría perdonando a los que le crucificaban, no es ni será jamás enemigo de nadie; así harán sus verdaderos hijos los católicos que quieran permanecer dignos de tan grande nombre; pero no podrán jamás adoptar o favorecer máximas y reglas de pensamiento y de acción contrarias a los derechos de la Iglesia y al bien de las almas, y por el mismo hecho contrarias a los derechos de Dios.
¡Cuán preferible sería en vez de esta irreducible división de los espíritus y de las voluntades, la pacífica y tranquila unión de las ideas y de los sentimientos! Esta no podría menos de traducirse en una fecunda cooperación de todos para el verdadero bien a todos común; sería acogida con el aplauso simpático de los católicos del mundo entero, en lugar de su censura y del descontento universal que ahora se manifiesta. Nos pedimos al Dios de las misericordias, por intercesión de su Santa Madre, que recientemente nos sonreía entre los esplendores de su conmemoración muchas veces centenaria, y de los santos Apóstoles San Pedro y San Pablo, que Nos conceda a todos ver lo que Nos conviene hacer y que a todos Nos dé la fuerza para ejecutarlo.
Roma, en el Vaticano, en la solemnidad de los Santos Apóstoles San Pedro y San Pablo, 29 de junio de 1931.
PÍO PP. XI
Notas
[*] Dante Alighieri, La Divina Comedia, Infierno, Canto V, v. 102
[1] Is 38, 17.
[2] Sal 93, 19.
[3] Lc 22, 28.
[4] 2 Cor 7, 4.
[5] Sal 26, 12.
[6] Cf. el Comunicado del Directorio del 4 de junio de 1931
[7] Mt 28, 19-20.
[8] Mt 19, 13 ss.; 18, 1 ss.
[9] Jn 10, 10.
[10] Rom 8, 31.
[11] 2Cor, 8, 23.
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