Devoción a la Santísima Virgen


“En calidad de esclavo”
En los últimos decenios, la perfecta Devoción a la Santísima Virgen se difundió de manera asombrosa en el mundo, y especialmente en Bélgica.
No siempre fue sin esfuerzo.

Como esta es una de las manifestaciones más preciosas de la vida cristiana, y uno de los medios más eficaces para promover la gloria de Dios y el reino de Cristo, es perfectamente normal que su difusión se tope con serias dificultades.

Una de las que hemos tenido que superar sin cesar es el temor y la repugnancia que inspira a primera vista el nombre de nuestra excelente devoción a Nuestra Señora.

¡Cuántas veces hemos oído decir: «Quiero ser hijo de María, pero no su esclavo… Es más perfecto llamarse hijo que esclavo de la Santísima Virgen»!

La mayoría de nuestros esclavos de amor comprenden y aprecian este nombre. Hay otros que guardan una cierta aprensión por la palabra y sólo difícilmente se acostumbran a las resonancias peyorativas que comporta.

Nuestros asociados, y sobre todo nuestros propagandistas, deben estar bien instruidos, y bien armados de veras, para las luchas que a veces deben librar o sostener.

Por eso es útil, si no necesario, examinar a fondo este nombre, y tratar de él un poco más extensamente. Dígnese Nuestra Señora amadísima conceder sus gracias de luz convincente a los capítulos que vamos a consagrar a este tema.

Montfort no duda en llamarnos «esclavos, esclavos de amor y de voluntad» de Jesús y de María.

En «El Secreto de María»  escribe tranquilamente que la devoción a la Santísima Virgen «consiste en darse por entero en calidad de esclavo a María, y a Jesús por Ella». Y en el Acto de Consagración, que proviene, es cierto, no del «Tratado de la Verdadera Devoción», ni de «El Secreto de María», sino del «Amor de la Sabiduría eterna», nos hace decir: «Os entrego y consagro, en calidad de esclavo, mi cuerpo y mi alma…».

En su doble trabajo mariano, nuestro Padre describe extensamente la diferencia que hay entre un siervo y un esclavo, y demuestra que debemos pertenecer a Jesús y a María, no sólo como siervos, sino también como esclavos voluntarios de amor.

Algunos, en otro tiempo, pensaron poder o deber resolver la dificultad suprimiendo de los escritos de Montfort —¡así de simple!— toda mención de esclavitud. Es una solución que, evidentemente, no podemos aceptar ni aplicar. Sería mutilar la obra de nuestro Padre y saquear su herencia. Y si bien es cierto que el nombre o la expresión no es lo más importante, no es menos cierto que si se abandona el verdadero nombre, se corre el riesgo de falsificar el verdadero espíritu de la devoción mariana montfortana.

Por lo tanto, sin dar una importancia exagerada al nombre, debemos conservarlo, explicarlo y defenderlo, incluso si esta actitud presenta inconvenientes desde el punto de vista de la propaganda.

En las presentes líneas esperamos poder condensar lo que hay que pensar de este nombre. Y luego, en las páginas siguientes, nos esforzaremos por explicar y justificar estas diversas proposiciones.
El nombre de esclavo, aplicado al alma para designar sus relaciones con Dios, con Jesucristo y también con la Santísima Virgen, es una palabra plenamente cristiana, porque es tradicional y escrituraria. Pero debe ser entendida en su acepción únicamente esencial. Sin decir todas las relaciones del alma cristiana con Dios y con la Santísima Virgen, es la única palabra que exprese de un solo golpe nuestra pertenencia total, definitiva y gratuita a Jesús por María. Sin embargo, no hay que dar una importancia exagerada a una palabra en cuanto tal; para practicar perfectamente la verdadera Devoción a Nuestra Señora no es absolutamente necesario servirse de ella; mas no sería sensato tampoco alejarse de la práctica más excelente de devoción hacia la Santísima Virgen a causa de las resonancias peyorativas que parecen vincularse a una palabra.

Mostremos ante todo que esta palabrita terrible (?) se encuentra frecuentemente en la tradición cristiana, y eso en la boca y en la pluma de aquellos que son considerados generalmente como los testigos auténticos del verdadero sentido cristiano.

Así, el santo Cura de Ars se había ligado por voto a la santa esclavitud de María. Más tarde estableció en Ars la cofradía de la santa esclavitud, y tenía la costumbre de decir que quienquiera tomaba en serio su salvación, debía entrar en esta saludable cofradía.

San Alfonso de Ligorio, Doctor de la Iglesia y uno de los mayores devotos de María que jamás haya visto el mundo, hace decir a sus hijos: «Oh Madre del amor hermoso, aceptadme como vuestro siervo y esclavo eterno. Mi reino en este mundo será servir a vuestro Jesús y serviros a Vos misma, oh la más hermosa de las Vírgenes. No quiero ya ser mío, sino que quiero ser sólo vuestro, en la vida y en la muerte».

Sería fácil, en los siglos XVII y XVIII, citar a un sinnúmero de hombres santos e ilustres, que estaban orgullosos de llamarse esclavos de amor de la Reina del cielo: San Juan Eudes, el Cardenal de Bérulle, el Padre Olier, etc. Igualmente, series enteras de obispos belgas de esta misma época reclaman para sí este verdadero título de nobleza.

Santa Margarita María, la esposa amante y confidente del Corazón de Jesús, sabía que esta santa esclavitud en nada pone trabas al más íntimo trato de amor con El. Por eso escribe en un admirable Acto de Consagración: «Santísima, amabilísima y gloriosísima Virgen, Madre de Dios…, a quien nos hemos dado y consagrado enteramente, gloriándonos de perteneceros en calidad de hijas, siervas y esclavas en el tiempo y para la eternidad: de común acuerdo nos echamos a vuestros pies para renovar los compromisos de nuestra fidelidad y esclavitud hacia Vos, y suplicaros que en calidad de cosas vuestras nos ofrezcáis, dediquéis, consagréis e inmoléis al Sagrado Corazón del adorable Jesús… No queremos tener otra libertad que la de amarlo, ni otra gloria que la de pertenecerle en calidad de esclavas y víctimas de su puro amor… Queremos hacer consistir toda nuestra felicidad en vivir y morir en calidad de esclavas del adorable Corazón de Jesús, hijas y siervas de su santa Madre».

San Ignacio de Loyola, en la Meditación sobre el misterio de Belén, se considera a sí mismo como un «pobrecito esclavito indigno» de la Sagrada Familia.

Es notable, por otra parte, que nuestra Consagración total, con el nombre que le da Montfort, se encuentra en un gran número de Ordenes muy antiguas, como los Cartujos, los Trapenses, los Carmelitas, etc.
Hermosísima es la oración que el gran San Buenaventura dirige a María: «Gloriosísima Madre de Dios, Dueña del universo y Soberana de todo el género humano, a quien la corte celestial sirve con todos los Angeles, Arcángeles, Querubines, Serafines y todos los coros de los espíritus bienaventurados; yo, el más vil de los hombres y de las creaturas, espontáneamente, después de al Señor mi Dios, me entrego por entero como esclavo a Vos, Dominadora de las naciones y Reina de los reyes. Me despojo de todo derecho y de toda libertad, en la medida en que los poseo, para deponerlos por siempre en vuestras manos. Poseedme, Soberana, usadme, tratadme y empleadme como vuestro esclavo. Oh Soberana, os suplico que obréis así, y que no despreciéis la dependencia de vuestro siervo. Sed Vos mi Soberana eterna, y sea yo vuestro esclavo eterno mientras Dios sea Dios, a quien sea el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén».

San Bernardo, el «Doctor melifluo», exclama: «No soy más que un vil esclavo, que tiene el gran honor de ser el siervo del Hijo al mismo tiempo que de la Madre».

El célebre monje, Notker de Liège, se declara «indignum Sanctæ Mariæ mancipium: el indigno esclavo de Santa María».

Del Papa Juan VII (comienzos del siglo VIII) no nos quedan más que dos inscripciones, que dicen en griego y en latín: «Esclavo de la Madre de Dios».

San Ildefonso nos aporta el testimonio de su país, España, en el siglo VII, cuando escribe: «Para ser el devoto esclavo del Hijo, aspiro a la fiel esclavitud de la Madre».

Los siglos más remotos del cristianismo dan testimonio en favor de esta noble y santa esclavitud. En las ruinas de Cartago se encontró un gran número de inscripciones, que se remontan según unos al siglo VI, según otros al siglo IV, en las que los cristianos de ese tiempo se proclaman «esclavos de la Madre de Dios».

Tenemos, por fin, una prueba decisiva, suficiente por sí misma, de la legitimidad de la palabra, en el catecismo compuesto según los deseos del Concilio de Trento, y destinado a enseñar a los fieles la verdadera y sana doctrina cristiana en esos tiempos de innovadores y de herejes. En él se afirma que es «muy justo que nos demos para siempre a nuestro Redentor y Señor no de otro modo que como esclavos: non secus ac mancipia».

¿No es asombroso que con testimonios tan formales y tan autorizados haya aún quienes puedan y se atrevan a poner en duda la ortodoxia de esta denominación tan cristiana?

Hasta ahora no se ha escrito una historia completa y profunda de la santa esclavitud. Sería muy deseable que se emprendiera esta obra. ¿Qué joven Montfortano cautivado por su ideal, o qué otro sacerdote de María se sentirá llamado a esta tarea, ardua pero preciosísima? Estamos persuadidos de que trabajadores inteligentes, concienzudos y tenaces, harían verdaderos descubrimientos en este terreno, como lo prueban los datos recogidos, por ejemplo, por Kronenburg C. SS. R. en Holanda, el Padre Delattre de los Padres Blancos en Cartago, Monseñor Battandier en Roma, etc.

Por lo que a ti se refiere, apreciado lector, repasa con tu corazón, a modo de oración, los hermosos testimonios que hemos citado más arriba. ¡Nos es tan provechoso repetir nuestra pertenencia total a María por los labios y por el corazón de estas grandes almas cristianas y marianas!
Entonces veremos cómo es cierto, según el decir de San Alfonso, que para nosotros «reinar en esta tierra será precisamente servir como esclavos a Jesús y a su dulce Madre».

Que nuestra firma vaya siempre acompañada de la expresión de nuestra pertenencia total: que la fórmula E. d. M. (esclavo de María), u otra semejante, sea inseparable de nuestro nombre.

Así firmaba invariablemente San Luis María de Montfort, nuestro Padre y modelo: Luis María de Montfort, sacerdote y esclavo indigno de Jesús en María.


¿Qué significa ser “esclavo de amor”?
Según el sentimiento de los Padres y Doctores de la Iglesia, el parecer de los Sumos Pontífices, de los Santos y de los escritores ascéticos, y según la mismísima Escritura, podemos llamarnos «esclavos» de Dios, de Jesucristo, y también de la Santísima Virgen María. La santa esclavitud de que habla San Luis María de Montfort es totalmente conforme al espíritu del cristianismo; ¿qué digo?, constituye como su médula y su más pura esencia.

Pero es de la mayor importancia comprender bien el sentido exacto de este término de esclavitud. Sobre el significado de esta palabra han habido muchas ideas falsas y muchos errores de interpretación, que ha podido alejar a un cierto número de almas de la práctica de nuestra perfecta Devoción a Nuestra Señora.

Ante todo, es evidente que, al emplear esta palabra en un orden superior y sobrenatural, no pretendemos de ningún modo aprobar o recomendar la esclavitud entre los hombres. La Iglesia Católica, más que nadie, luchó por la abolición de esta esclavitud.

Al llamarnos esclavos voluntarios de Jesús y de María no pretendemos tampoco introducir, en nuestras relaciones con Dios y con su santísima Madre, los abusos de la esclavitud humana.

No queremos decir con ello que Dios o la Santísima Virgen nos han de tratar de ahora en adelante con dureza, como hacían demasiado frecuentemente los amos de esclavos con sus víctimas.
No queremos decir tampoco que habríamos de acudir tan sólo con un temor rastrero y servil a Aquella que es la más dulce y la más amante de las Madres.

¡No! La crueldad de los amos y la servilidad de los esclavos eran accidentales incluso a la misma esclavitud humana, y no pertenecen por tanto a la naturaleza y esencia misma de la esclavitud.

Había también amos buenos y caritativos. Y no faltaban esclavos llenos de afecto y fidelidad, que servían a sus amos libre y voluntariamente.
Con mayor razón, pues, hemos de excluir los abusos señalados, de la hermosa y noble esclavitud a la que queremos entregarnos.

Por consiguiente, debemos tomar aquí el término «esclavitud» en su acepción puramente esencial, y entonces no significa nada más que pertenencia y dependencia total, definitiva y gratuita.

Un esclavo era un hombre que pertenecía a otro con todo lo que era y con todo lo que poseía, y eso para toda su vida y sin tener derecho legalmente a ninguna retribución.

Así es como queremos pertenecer a Jesús por María: por entero, para siempre y por amor desinteresado.

Vamos incluso mucho más lejos que el esclavo ordinario en nuestra dependencia y en nuestra pertenencia.

Un esclavo pertenecía a su amo solamente en lo referente al exterior, en el orden natural y eso únicamente durante su vida mortal en esta tierra; mientras que nosotros pertenecemos a Jesús por María en lo que se refiere al exterior y al interior, en el orden natural y en el sobrenatural, durante el tiempo presente y por toda la eternidad.

Por lo tanto, cuando nos llamamos esclavos de Dios y de la Santísima Virgen, queremos decir esto, todo esto, y nada más que esto: pertenencia radical, universal, eterna, de puro amor, a Dios por María.

Observemos además que nuestra esclavitud es una esclavitud voluntaria.
De ordinario —aunque no siempre— los esclavos no se convertían en tales sino por coacción exterior, y sólo lo seguían siendo por fuerza y por violencia.

Nosotros somos esclavos voluntarios: con todas las energías de nuestra libre voluntad aceptamos la esclavitud perfecta de Cristo y de María, y perseveramos luego en ella. Queremos libremente ser esclavos de Dios, aun cuando no estuviésemos obligados por naturaleza a esta dependencia absoluta. Queremos libremente ser esclavos de María, aun cuando Ella no tuviese, como tiene en realidad, títulos que hacer valer a nuestra pertenencia total respecto de Ella.

Y obsérvese bien, somos esclavos de amor.
El amor, y todo amor, produce la dependencia. Jesús hace consistir precisamente el verdadero amor por El en el cumplimiento de sus voluntades, de sus mandamientos. En la misma medida en que amamos a alguien, en esa misma medida nos hacemos dependientes de él, y no podemos negarle nada. Y parece que sólo el amor puede hacer a alguien completa y definitivamente dependiente.

Este será también el efecto de nuestro amor a Jesús y a su santísima Madre. Puesto que este amor es el más fuerte y poderoso que pueda cautivar a un corazón humano, lleva a la dependencia más completa y radical, esto es, a la esclavitud.

En un sentido infinitamente más noble que el hombre mundano, cautivo y esclavo de sus amores vergonzosos, nosotros somos los libres, orgullosos y envidiables esclavos del amor más hermoso y puro que pueda encender a un alma humana. Nuestra esclavitud procede del amor, y no puede proceder más que del amor. Y conduce también al amor, como lo enseña Montfort y como lo prueba la experiencia: conduce al más filial y confiado amor a Dios y a su santísima Madre.

Nuestra esclavitud no es una esclavitud vergonzosa y degradante. No. Pues «servire Deo regnare est: servir a Dios es reinar», es ser rey. En definitiva, pues, no tenemos como creaturas más que una sola grandeza y una sola gloria: la de depender de Dios y de aquellos que se encuentran revestidos de su autoridad. Y cuanto más lejos se avanza en esta esclavitud, y más profunda se hace esta dependencia, tanto más agradable se hace el hombre a los ojos de Dios, de sus Santos y de sus Angeles. Ahora bien, nuestra «esclavitud» es indiscutiblemente la esclavitud llevada a su apogeo, tanto en su duración como en su extensión y en la intensidad de la dependencia. «Nada hay entre los cristianos», dice Montfort con razón, «que nos haga pertenecer a otro como la esclavitud; nada hay tampoco entre los cristianos que nos haga pertenecer más absolutamente a Jesucristo y a su santísima Madre como la esclavitud de voluntad». Estemos orgullosos de nuestra condición de esclavos voluntarios y de amor de Jesús en María.

Llevemos su señal exterior y pública de buena gana, bajo la forma de nuestra hermosa insignia.

Pero llevemos nuestro título y nuestra insignia con dignidad: Nobleza obliga…

Acordémonos en nuestra vida cotidiana de que en todo, pensamientos, palabras, acciones, debemos depender de Jesús y de María, y de que en todo debemos buscar sus intereses y su gloria.

Nuestra Consagración ¿comporta obligaciones?
Hemos visto que nuestra donación total y eterna a la Santísima Virgen tiene consecuencias benditas: mientras no se la retracte, todos nuestros actos son, como consecuencia de nuestra Consagración, actos de dependencia y de pertenencia amorosa a Jesús y a María. Y esto es un precioso consuelo.

Ahora se plantea con insistencia otra cuestión: ¿a nuestra Consagración se le suman también obligaciones? 

Está claro que la respuesta a esta pregunta es de la mayor importancia para los esclavos de amor y para quienes aspiran a esta santa esclavitud. Todos hemos de saber, y claramente, a qué debemos atenernos en este punto.

No es raro encontrar concepciones inexactas sobre este punto, como sobre muchos otros referentes a nuestra Devoción perfecta. Muy a menudo excelentes cristianos retrocedieron ante esta magnífica donación, a causa de las obligaciones y de las responsabilidades exageradas que imaginaban tener que asumir.

1º Ante todo nuestra Consagración perfecta a Jesús por María no comporta por sí misma ninguna obligación nueva bajo pena de pecado. Por lo tanto, quien fuese infiel a ella, ya en su totalidad, ya en una parte de su objeto, no cometería directamente ni pecado grave ni pecado venial.

La retractación formal y explícita de nuestra donación, en totalidad o en parte, y también el obrar de hecho contra el espíritu de esta Consagración, puede ser un pecado a causa de los motivos por los que se hace esta retractación, o porque el acto de retractación ya es pecaminoso por otro título. Así, por ejemplo, quien retractase total o parcialmente su Consagración por mal humor, por despecho, por ligereza o por falta de confianza, no quedaría exento de pecado, no precisamente por violar su donación, sino porque lo hace por motivos y sentimientos condenables.

Y no nos extrañemos de que nuestra donación, por sí misma, no comporte obligaciones en el sentido estricto de la palabra, esto es, bajo pena de pecado. Del mismo modo, nadie pretenderá que faltar a los votos de Bautismo o al acto heroico en favor de las almas del Purgatorio constituya pecado en sí mismo, aunque el acto por el que se falta a estas promesas pueda ser pecaminoso por otros motivos.

La infidelidad a nuestra preciosa Consagración no sería pecado en sí misma más que en el caso en que se hubiese dado a esta donación la sanción del voto, y el acto por el que se faltara a ella violara la consagración en los límites mismos en que habría quedado sancionada por el voto. No insistimos ahora en este voto. Más tarde, sin duda, tendremos oportunidad de volver sobre él. Por el momento nos limitamos a constatar que este voto es muy recomendable en sí mismo, pero sólo debe hacerse con prudencia, con pleno conocimiento de las obligaciones que se asumen, y en total dependencia del parecer de un director de conciencia esclarecido.

Retengamos, pues, ante todo, que nuestra Consagración no comporta por sí misma obligación alguna bajo pena de pecado.

2º Pero no por eso tendríamos que concluir que nuestra Consagración no tiene consecuencias morales ni nos impone ningún deber. Al contrario: nuestra donación total debe revolucionar nuestra vida. Debe darle una orientación nueva, y aportarle cambios profundos. Y aunque no podamos hablar de obligaciones en sentido estricto, nunca insistiremos lo suficiente sobre los deberes en sentido amplio que nos impone nuestra magnífica Consagración, obligaciones del mismo tipo que comporta, por ejemplo, el estado sacerdotal y religioso fuera de las prescripciones estrictas bien determinadas: obligaciones de honor, si se quiere. Desgraciadamente estamos demasiado acostumbrados a reducir la vida cristiana a la observancia de lo que es estrictamente obligatorio bajo pena de pecado mortal o venial. Eso no es más que el esqueleto de la vida cristiana: la verdadera y plena vida cristiana reclama la fidelidad a todo lo que se inspira en un amor de delicadeza a Jesús y a María.

La santa esclavitud tiene su espíritu especial, exigido por la donación total que hemos hecho, espíritu que debemos apropiarnos a todo precio, en el que debemos ejercernos sin cesar, al que hemos de tratar de ser constantemente fieles. «No basta», escribe Montfort, «haberse dado una vez a Jesús por María en calidad de esclavo; ni siquiera basta hacerlo cada mes o cada semana, pues eso sería una devoción demasiado pasajera, y no elevaría al alma a la perfección a que es capaz de elevarla… La gran dificultad es entrar en el espíritu de esta devoción, que es hacer a un alma interiormente dependiente y esclava de la Santísima Virgen, y de Jesús por Ella».

Y si queremos entrar más adelante en el detalle de los deberes que comporta nuestra Consagración, y analizar con más profundidad el espíritu de la santa esclavitud, nos encontraremos frente a una doble práctica, a la que debemos tratar de conformar de buena gana todos los actos de nuestra vida.

Me he dado por entero y para siempre a la Santísima Virgen, Madre de Dios.

Por esto, en primer lugar, ya no tengo derecho de disponer a mi gusto, según mi fantasía, de todo lo que le he consagrado, de nada de lo que forma parte de esta donación. Todo eso: cuerpo y alma, sentidos y facultades, bienes espirituales y materiales, sobrenaturales y naturales, es verdaderamente su propiedad. Por consiguiente, no tengo derecho de disponer de ello sin su consentimiento, formalmente pedido o razonablemente presumido.

Y porque me he dado por entero y para siempre a Nuestra Señora, debo en segundo lugar «dejarle entero y pleno derecho de disponer de mí y de todo lo que me pertenece, según su beneplácito». Todas las decisiones y todas las disposiciones de Jesús y de María sobre mí mismo y sobre todo lo que es mío, deberé aceptarlas con perfecta y amorosa sumisión. Con la voluntad tendré que decir un valiente e incluso alegre «fiat» y «amén» a toda manera como a Ella le plazca disponer de lo que le pertenece sin reserva.

Vamos a extendernos un poco más sobre este doble principio. Pero observemos ya desde ahora que este doble principio, bien comprendido, se extiende muy lejos, y no comporta sólo la fidelidad elemental a todos los deberes generales y particulares que nos incumben, sino también debe llevarnos al desprendimiento más completo, al abandono más absoluto y a la más elevada perfección.

Montfort da un aviso más: «He encontrado a muchas personas que, con admirable ardor, se han entregado a su santa esclavitud en el exterior; pero raramente he encontrado a quienes hayan adquirido su espíritu, y aún menos que hayan perseverado en él» .

Hombre advertido vale por dos.
Querríamos ser de esas almas generosas que aceptan totalmente las conclusiones prácticas de su donación santa, y que, por medio de esfuerzos valientes y perseverantes, tienden a adquirir el precioso espíritu de nuestro santo estado, esto es, la dependencia interior habitual respecto de Jesús y María.

Quien se dijera: «¡Eso no es para mí! ¡Es demasiado perfecto!», como lo hemos oído más de una vez, estaría recibiendo mal el aviso de Montfort.
Para acoger la verdadera Devoción no hay que ser perfecto: basta el deseo sincero de llegar a serlo, la voluntad firme de tender a ello.
Para convertirse en esclavo de amor, para ser buen esclavo de amor, una sola cosa es necesaria: la buena voluntad, ser alma de buena voluntad.
La gracia de Dios y el auxilio de nuestra incomparable Madre harán el resto.

Nuestra Consagración
¿comporta obligaciones?
Hemos visto que nuestra donación total y eterna a la Santísima Virgen tiene consecuencias benditas: mientras no se la retracte, todos nuestros actos son, como consecuencia de nuestra Consagración, actos de dependencia y de pertenencia amorosa a Jesús y a María. Y esto es un precioso consuelo.

Ahora se plantea con insistencia otra cuestión: ¿a nuestra Consagración se le suman también obligaciones?.
Está claro que la respuesta a esta pregunta es de la mayor importancia para los esclavos de amor y para quienes aspiran a esta santa esclavitud. Todos hemos de saber, y claramente, a qué debemos atenernos en este punto.

No es raro encontrar concepciones inexactas sobre este punto, como sobre muchos otros referentes a nuestra Devoción perfecta. Muy a menudo excelentes cristianos retrocedieron ante esta magnífica donación, a causa de las obligaciones y de las responsabilidades exageradas que imaginaban tener que asumir.

1º Ante todo nuestra Consagración perfecta a Jesús por María no comporta por sí misma ninguna obligación nueva bajo pena de pecado. Por lo tanto, quien fuese infiel a ella, ya en su totalidad, ya en una parte de su objeto, no cometería directamente ni pecado grave ni pecado venial.

La retractación formal y explícita de nuestra donación, en totalidad o en parte, y también el obrar de hecho contra el espíritu de esta Consagración, puede ser un pecado a causa de los motivos por los que se hace esta retractación, o porque el acto de retractación ya es pecaminoso por otro título. Así, por ejemplo, quien retractase total o parcialmente su Consagración por mal humor, por despecho, por ligereza o por falta de confianza, no quedaría exento de pecado, no precisamente por violar su donación, sino porque lo hace por motivos y sentimientos condenables.

Y no nos extrañemos de que nuestra donación, por sí misma, no comporte obligaciones en el sentido estricto de la palabra, esto es, bajo pena de pecado. Del mismo modo, nadie pretenderá que faltar a los votos de Bautismo o al acto heroico en favor de las almas del Purgatorio constituya pecado en sí mismo, aunque el acto por el que se falta a estas promesas pueda ser pecaminoso por otros motivos.

La infidelidad a nuestra preciosa Consagración no sería pecado en sí misma más que en el caso en que se hubiese dado a esta donación la sanción del voto, y el acto por el que se faltara a ella violara la consagración en los límites mismos en que habría quedado sancionada por el voto. No insistimos ahora en este voto. Más tarde, sin duda, tendremos oportunidad de volver sobre él. Por el momento nos limitamos a constatar que este voto es muy recomendable en sí mismo, pero sólo debe hacerse con prudencia, con pleno conocimiento de las obligaciones que se asumen, y en total dependencia del parecer de un director de conciencia esclarecido.

Retengamos, pues, ante todo, que nuestra Consagración no comporta por sí misma obligación alguna bajo pena de pecado.

2º Pero no por eso tendríamos que concluir que nuestra Consagración no tiene consecuencias morales ni nos impone ningún deber. Al contrario: nuestra donación total debe revolucionar nuestra vida. Debe darle una orientación nueva, y aportarle cambios profundos. Y aunque no podamos hablar de obligaciones en sentido estricto, nunca insistiremos lo suficiente sobre los deberes en sentido amplio que nos impone nuestra magnífica Consagración, obligaciones del mismo tipo que comporta, por ejemplo, el estado sacerdotal y religioso fuera de las prescripciones estrictas bien determinadas: obligaciones de honor, si se quiere. Desgraciadamente estamos demasiado acostumbrados a reducir la vida cristiana a la observancia de lo que es estrictamente obligatorio bajo pena de pecado mortal o venial. Eso no es más que el esqueleto de la vida cristiana: la verdadera y plena vida cristiana reclama la fidelidad a todo lo que se inspira en un amor de delicadeza a Jesús y a María.

La santa esclavitud tiene su espíritu especial, exigido por la donación total que hemos hecho, espíritu que debemos apropiarnos a todo precio, en el que debemos ejercernos sin cesar, al que hemos de tratar de ser constantemente fieles. «No basta», escribe Montfort, «haberse dado una vez a Jesús por María en calidad de esclavo; ni siquiera basta hacerlo cada mes o cada semana, pues eso sería una devoción demasiado pasajera, y no elevaría al alma a la perfección a que es capaz de elevarla… La gran dificultad es entrar en el espíritu de esta devoción, que es hacer a un alma interiormente dependiente y esclava de la Santísima Virgen, y de Jesús por Ella».

Y si queremos entrar más adelante en el detalle de los deberes que comporta nuestra Consagración, y analizar con más profundidad el espíritu de la santa esclavitud, nos encontraremos frente a una doble práctica, a la que debemos tratar de conformar de buena gana todos los actos de nuestra vida.

Me he dado por entero y para siempre a la Santísima Virgen, Madre de Dios.

Por esto, en primer lugar, ya no tengo derecho de disponer a mi gusto, según mi fantasía, de todo lo que le he consagrado, de nada de lo que forma parte de esta donación. Todo eso: cuerpo y alma, sentidos y facultades, bienes espirituales y materiales, sobrenaturales y naturales, es verdaderamente su propiedad. Por consiguiente, no tengo derecho de disponer de ello sin su consentimiento, formalmente pedido o razonablemente presumido.

Y porque me he dado por entero y para siempre a Nuestra Señora, debo en segundo lugar «dejarle entero y pleno derecho de disponer de mí y de todo lo que me pertenece, según su beneplácito». Todas las decisiones y todas las disposiciones de Jesús y de María sobre mí mismo y sobre todo lo que es mío, deberé aceptarlas con perfecta y amorosa sumisión. Con la voluntad tendré que decir un valiente e incluso alegre «fiat» y «amén» a toda manera como a Ella le plazca disponer de lo que le pertenece sin reserva.

Vamos a extendernos un poco más sobre este doble principio. Pero observemos ya desde ahora que este doble principio, bien comprendido, se extiende muy lejos, y no comporta sólo la fidelidad elemental a todos los deberes generales y particulares que nos incumben, sino también debe llevarnos al desprendimiento más completo, al abandono más absoluto y a la más elevada perfección.

Montfort da un aviso más: «He encontrado a muchas personas que, con admirable ardor, se han entregado a su santa esclavitud en el exterior; pero raramente he encontrado a quienes hayan adquirido su espíritu, y aún menos que hayan perseverado en él».

Hombre advertido vale por dos.
Querríamos ser de esas almas generosas que aceptan totalmente las conclusiones prácticas de su donación santa, y que, por medio de esfuerzos valientes y perseverantes, tienden a adquirir el precioso espíritu de nuestro santo estado, esto es, la dependencia interior habitual respecto de Jesús y María.

Quien se dijera: «¡Eso no es para mí! ¡Es demasiado perfecto!», como lo hemos oído más de una vez, estaría recibiendo mal el aviso de Montfort.
Para acoger la verdadera Devoción no hay que ser perfecto: basta el deseo sincero de llegar a serlo, la voluntad firme de tender a ello.
Para convertirse en esclavo de amor, para ser buen esclavo de amor, una sola cosa es necesaria: la buena voluntad, ser alma de buena voluntad.
La gracia de Dios y el auxilio de nuestra incomparable Madre harán el resto.

“Ser interiormente esclavo”:
dependencia pasiva
Hemos visto que nuestro primer deber como esclavos de Jesús en María es el de servirnos de lo que hemos entregado —cuerpo y alma, sentidos y facultades, bienes interiores y exteriores— sólo según la voluntad y los designios de la Santísima Virgen María.
El segundo principio práctico del hijo y esclavo de María puede formularse así: dejar a Jesús y a María la plena y entera disposición de todo lo que le hemos entregado.
Nuestro santo Padre definió muy claramente este deber en el Acto mismo de Consagración: «Dejándoos entero y pleno derecho de disponer de mí y de todo lo que me pertenece, sin excepción, según vuestro beneplácito…».

Es este un deber evidente y elemental. Si me he dado, y dado realmente, debo reconocer a quienes me he entregado, teórica y prácticamente, el derecho absoluto y total de disponer a su gusto de todo lo que les he cedido. Sin esto mi donación, o no ha sido comprendida, o no ha sido hecha seriamente, o es inexistente y de ningún valor en la práctica.

Dejamos de lado por el momento la cuestión de saber si y hasta qué punto la Santísima Virgen interviene en el ordenamiento de nuestra vida, en la disposición de las circunstancias materiales y espirituales en que ha de transcurrir nuestra existencia.

En todo caso Nuestra Señora sabe, y ve en Dios, todo lo que nos rodea y todo lo que nos sucede. En todo esto Ella acepta los designios y la voluntad de la Providencia paterna y amorosa de Dios sobre nosotros. Ella quiere todo lo que quiere Dios, y asiente a todo lo que Dios permite. Por lo tanto, podemos decir que María dispone de nosotros y de todo lo que nos pertenece, al menos en el sentido de que Ella conoce, acepta y ratifica todas las disposiciones divinas relativas a nosotros.

Hemos dicho, y debemos repetirlo a menudo: «Os dejo entero y pleno derecho de disponer de mí y de todo lo que me pertenece, sin excepción, según vuestro beneplácito…».

Veamos rápidamente todo lo que se encierra y acumula en estas pocas palabras.
Le he entregado mi cuerpo. Si disfruto de excelente salud, consideraré este bienestar como un don de Dios y de María; lo aceptaré con agradecimiento, y utilizaré estas fuerzas para cumplir generosa y alegremente todos mis deberes. Pero si, al contrario, una indisposición, un dolor de cabeza, de dientes, de estómago, sacude y quebranta mi ánimo; si siento declinar mis fuerzas; si caigo en una enfermedad grave, preludio y presagio tal vez de una muerte próxima: en todas estas circunstancias me acordaré de que Dios y Nuestra Señora disponen así de este pobre cuerpo que yo les he consagrado, y repetiré sin cesar: ¡Hágase vuestra voluntad, y bendito sea vuestro santo nombre!.

A Nuestra Señora le entregué mis bienes temporales. Si en este campo encuentro éxito y prosperidad, no me enorgulleceré por eso, sino que recibiré con agradecimiento todos estos bienes de la mano de Dios y de Nuestra Señora, y me serviré de ellos según sus designios. Pero me sucede también lo contrario. Disminuyeron mis ingresos, me recortaron el salario, y tuve que reducir considerablemente mi tren de vida. Soy pobre tal vez, sufro la indigencia y la miseria… Madre, no quiero murmurar ni quejarme. Tú has dispuesto así de los bienes temporales que yo te había cedido. Tu beneplácito es mi felicidad. Aun en medio de la pobreza y de las privaciones repetiré: ¡Hágase tu voluntad, y bendito sea tu santo nombre!

Mi reputación te ha sido confiada y consagrada. Cuando me sienta llevado por la estima y el afecto de mis semejantes, trataré de ser humilde y de dirigir hacia Jesús y hacia Ti todo honor y toda gloria. Pero sucede que la autoridad parece retirar de mí o disminuir su confianza; encuentro menos amabilidad en mi entorno. Por ligereza o por malicia se daña más o menos gravemente a mi reputación. Al mirarte a Ti, oh María, perdonaré y olvidaré; al mirarte, aceptaré valiente y animosamente todo esto, pues todo esto son tus disposiciones sobre la reputación que yo te había entregado: ¡Hágase tu voluntad, y bendito sea tu santo nombre!

Mis parientes, en la medida en que son míos, te los he entregado y cedido. Y vengo a enterarme de que viven en la prueba y el sufrimiento, en la pobreza y la dificultad, o están a punto de serme arrancados por la muerte. Madre, ten piedad de ellos en su miseria, pero en todo caso ¡hágase tu voluntad, y bendito sea tu santo nombre!

También te he ofrecido y entregado mi corazón. Y todo corazón humano aspira al afecto. Y Tú, Madre, has hecho nacer a lo largo de mi vida flores de reconfortante amistad, y lucir en mi camino astros de beneficioso afecto. ¡Sé mil veces bendita por ello! Pero ahora surgen también en mi camino la zarza de la ingratitud, las espinas de la malevolencia, los cardos de la envidia. He tenido que atravesar muchas veces largas y pesadas noches de aislamiento y de abandono. ¡Gracias por todo esto: hágase tu voluntad, y bendito sea tu santo y augusto nombre!

Yo mismo me entregué a Ti, y Tú puedes disponer de mí. Me mantendré humildemente satisfecho del número de talentos que me hayas confiado, y de la medida de dones del espíritu que me hayáis concedido, aun si este número y esta medida son mucho más amplios y abundantes en los demás. Me contentaré con el humilde lugarcito que me hayas destinado en la sociedad. Aceptaré con agradecimiento el entorno de personas y de cosas en que me has colocado. En todo esto haré callar mis rencores y mis repugnancias. No quiero ser, como tantos otros, un descontento, un amargado, un quejoso. A pesar de todo iré a través de la vida con sol en el alma, con un canto de alegría en el corazón, con una sonrisa en los labios, porque soy tu esclavo de amor. Y puedo repetir, no, cantar sin cesar: ¡Hágase tu voluntad, y bendito sea tu santo nombre!

Incluso por lo que se refiere al ser y a los dones sobrenaturales, quiero mantenerme apaciblemente contento y agradecido con la medida recibida, aun cuando otros hubiesen recibido gracias más preciosas, auxilios más importantes, misiones más elevadas. Sin dejar de tender seria y enérgicamente a la santidad en cuanto de mí depende, quiero estar alegremente satisfecho de la medida de vida divina que Tú me comunicas, de los medios de santificación que Tú me destinas, del grado de gloria eterna que Tú, como espero, me tienes reservado: de todo eso no deseo ni quiero sino lo que Dios y Tú misma, Ministra principal de las larguezas divinas, queráis destinarme y comunicarme. En el tiempo, y también en la eternidad, ¡hágase vuestra voluntad, y bendito sea vuestro santo y augusto nombre!

Madre, soy tuyo en la hora de mi muerte: y tal como Tú, juntamente con Jesús, hayas dispuesto esta hora, con todas las circunstancias de tiempo, de lugar y de ambientes, con sus tristezas, angustias, dolores, terrores, luchas y combates; y también, ya lo sé, con todos los consuelos que Tú me tienes preparados para entonces, y con toda la asistencia sensible o secreta que quieras prestarme: Madre, esta hora tal como Tú me la destinas y tal como Tú la dispongas, la acepto desde ahora sin temor, sin duda, con alegría y amor, porque será tu hora. También para mi última hora, ¡hágase tu voluntad, y bendito sea tu santo nombre!
¡Qué hermosa, rica y feliz es la vida del verdadero hijo y esclavo de María! ¡Qué simple y santificador, y sobre todo qué glorificador para Dios y su santísima Madre, es este «fiat» incesante, este «amén» ininterrumpido, dicho con alegría y amor, a toda voluntad de Dios y de Nuestra Señora sobre nosotros!

Hermanos y hermanas en la santa esclavitud, recordemos fiel y frecuentemente estas consideraciones. ¡Por amor de Dios!, seamos consecuentes, seamos lógicos en vivir nuestra dependencia en cada instante y en toda circunstancia de nuestra vida.
¡Qué lamentable es comprobar tan a menudo que esclavos de María, en la práctica, olvidan casi totalmente su donación total a Nuestra Señora! Seamos esclavos de amor, no de palabra y de fórmula, sino de acto y de obra.
No es digno de esta sublime dignidad quien se queja en la menor contrariedad, quien no sabe aceptar el menor trato descortés, quien no sabe soportar la más ligera incomodidad, quien no sabe reconocer las disposiciones de Jesús y de María en las grandes o pequeñas pruebas de la vida. Miremos más allá de las causas inmediatas, humanas, creadas, que nos ocasionan esta injusticia, esta pena, este sufrimiento; pues por medio de ellos Jesús y María hacen valer sus derechos sobre quienes se han entregado a Ellos.

Y dejémoslos disponer de nosotros y de todo lo que nos pertenece sin reserva, sin excepción. No tenemos derecho a excluir esta enfermedad, esta situación, esta ingratitud, este trato indelicado. No nos toca a nosotros escoger, sino pronunciar nuestro «fiat» al pie de la letra, en todo lo que Dios y la Santísima Virgen quieran enviarnos.

Así, pues, que María disponga de nosotros según su beneplácito, según como le plazca. ¡Qué a menudo debe dudar nuestra Madre! «¿Podré pedirle a mi esclavo este sacrificio, esta situación, esta prueba, esta enfermedad? ¿No se dejará llevar a la tristeza, al abatimiento, al desaliento?». ¿No debe sonreírse a veces cuando nos oye proclamar su derecho entero y pleno de disponer de nosotros?

Madre amadísima, cuando reflexionamos en todo esto, se nos hace evidente a cada uno de nosotros cuántas veces hemos recortado, disminuido, robado y violado tus derechos sagrados sobre nosotros; qué lejos estamos de esta hermosa dependencia incesante, pedida por tu gran apóstol; qué frecuentemente hemos contradicho, por nuestros actos y por nuestra vida, lo que habíamos afirmado de corazón y de boca. Pero de ahora en adelante queremos ser lógicos en vivir la donación total que te hemos hecho, y dejarte obrar en todo y por todo, cueste lo que nos cueste. En nuestra incorregible flaqueza, oh Madre, contamos con tu auxilio omnipotente, que nos sostendrá y corregirá.


Riquezas incomparables
La Santísima Virgen puede disponer de todo lo que somos y de todo cuanto tenemos según su voluntad para mayor gloria de Dios, y nosotros aceptamos sin restricción sus disposiciones y decisiones. Por otra parte, no queremos hacer uso de lo que le hemos entregado por nuestra Consagración total, más que según la voluntad y los deseos de Dios mismo. En esto consiste, en sustancia, ser interiormente esclavo de Jesús en María.

Ahora nos es preciso decir algunas palabras sobre la aplicación de este doble principio, cuando se trata de nuestros bienes sobrenaturales.

En este campo con encontramos, ante todo, con la gracia santificante o nuestro ser sobrenatural: una cualidad, una manera de ser sobreañadida a nuestra naturaleza humana, que nos hace partícipes de la naturaleza divina, de su Ser íntimo, y nos da la capacidad radical de realizar los mismos actos de la vida propia de Dios.

A nuestra naturaleza humana corresponde, en el orden sobrenatural, la gracia santificante; a nuestras facultades humanas, inteligencia, voluntad, etc., corresponden las virtudes sobrenaturales infusas, teologales o morales, que nos hacen aptos, de manera inmediata, a realizar acciones sobrehumanas, sobrenaturales, y en un sentido verdaderamente divinas.

Pero además, para realizar estos actos sobrenaturales, debemos ser excitados y ayudados por una intervención, una influencia sobrenatural actual de Dios, a la que llamamos gracia actual. Todos conocemos por experiencia estas iluminaciones interiores, estas inspiraciones, estos impulsos espirituales que nos inclinan hacia el bien y tienden a apartarnos del mal.

De las virtudes sobrenaturales se distinguen realmente los dones del Espíritu Santo, que son instintos superiores, disposiciones infusas permanentes, por las que nuestras facultades, inteligencia y voluntad, son especialmente preparadas para recibir, aceptar y soportar fácil y prontamente las operaciones divinas en nosotros, y la influencia de las gracias actuales.

Al lado de todo esto tenemos, en el campo sobrenatural, los valores múltiples y preciosos de nuestras acciones.
Cada buena obra hecha en estado de gracia nos adquiere un mérito sobrenatural, esto es, nos da un derecho verdadero y estricto a un aumento de gracia santificante en esta vida, y de gloria eterna en el Paraíso.

Cada buena obra hecha en estado de gracia tiene también un valor satisfactorio, esto es, satisface en todo o en parte por las penas temporales que hemos merecido por nuestros pecados.

Con este valor satisfactorio están relacionadas las indulgencias, que borran las penas temporales merecidas por nuestras faltas, en cuanto que la Iglesia concede a nuestras acciones, en cierta medida, las satisfacciones de Cristo, de su Madre y de los Santos.

Además de los méritos propiamente dichos o de justicia, a nuestras buenas obras se les suman algunos méritos de conveniencia; es decir que Dios, fuera de la gracia y de la gloria (que nos corresponden en estricta justicia, según el orden establecido por su libre voluntad), nos concede también, en su infinita bondad, gracias actuales e incluso un aumento de gracia santificante, que era conveniente concedernos, dada nuestra buena voluntad.

Nuestras acciones sobrenaturales tienen también un valor impetratorio, gracias al cual obtenemos de Dios y nos aseguramos, aunque sin merecerlos, ciertos dones sobrenaturales. Cada acto de un verdadero cristiano, sobre todo de un verdadero esclavo de Jesús en María, es una oración en el sentido amplio de la palabra.

Finalmente, están nuestras oraciones propiamente dichas, que, además de los valores ya mencionados, tienen una virtud propia misteriosa, por la infinita bondad de nuestro Dios y por el hecho de que El mismo se comprometió a escucharnos en nuestras justas peticiones, y a concedernos todo lo que le pidamos de manera conveniente en la oración.

Este es el inventario de las «riquezas incomparables» que, en el orden sobrenatural, son nuestra porción magnífica de herencia.
Notemos cuidadosamente desde ahora:
1º Primero, que nuestros tesoros sobrenaturales, en su parte más considerable y más preciosa, no son comunicables a otras almas. Son particularmente incomunicables la gracia santificante, las virtudes infusas, los dones del Espíritu Santo, las gracias actuales y los méritos propiamente dichos o de justicia.

Por el contrario, pueden ser aplicados a los demás nuestros méritos de conveniencia, el valor satisfactorio e impetratorio de nuestras buenas obras, la virtud especial de nuestras oraciones como tales, y las indulgencias en la medida en que la Iglesia lo permite.

2º Segundo, que debe ser evidente para todos que nuestras riquezas sobrenaturales incomunicables, gracias, virtudes y méritos estrictos, superan incomparablemente en valor a nuestros bienes sobrenaturales comunicables. Incluso considerando separadamente los valores de nuestras acciones buenas, el valor meritorio es mucho más precioso que los demás valores secundarios.

Para darse cuenta claramente de las consecuencias de su donación completa, un esclavo de Jesús en María debe recordar netamente todos estos presupuestos.

Por nuestra Consagración total hemos dado a Nuestra Señora todos nuestros tesoros sobrenaturales. No se los hemos confiado solamente: le hemos reconocido sobre todo esto un derecho de propiedad verdadero y absoluto.

Todo lo que en estos tesoros no es comunicable, como la gracia, las virtudes y los méritos propiamente dichos, es propiedad de María. Sólo que, por la naturaleza misma de estos bienes, Ella no puede aplicarlos a otras almas. Es imposible.

María disfruta de esta parte de nuestros bienes espirituales, que es la más preciosa de todas, como de su propiedad. Ella recibe gran alegría y gran gloria cuando conservamos estos bienes preciosamente, y los aumentamos con esmero.

Ella misma cuida de estas riquezas, vela por ellas fielmente, las aumenta y las engrandece con alegría para provecho nuestro, pero sobre todo para gloria de su querido Hijo.

Lo que es comunicable en nuestros tesoros espirituales, méritos de conveniencia, valor satisfactorio e impetratorio de nuestras buenas obras, virtud particular de nuestras oraciones, y todos los valores y riquezas sobrenaturales que pueden venirnos de otros —como las oraciones que se harán por nosotros, las indulgencias que otros ganarán en favor nuestro después de nuestra muerte, etc.—, todo eso se lo damos para que Ella disponga a su gusto, en favor de quien Ella quiera, por la intención que Ella quiera determinar.

Ya tendremos ocasión de volver sobre el tema.

Por el momento no tenemos que contentarnos sólo, afortunadamente, con consideraciones teóricas, por muy consoladoras que sean.
Nuestra vida sobrenatural es enteramente de María; es su propiedad, y por lo tanto su alegría, su gloria y su corona.

Madre, también en virtud de nuestra Consagración, queremos velar cuidadosamente, ansiosamente, por estos tesoros que son tuyos. ¡Tu bien, más aún que el nuestro, un bien infinitamente precioso, se perdería por el pecado grave…! ¡Cuánto esmero hemos de poner, desde este punto de vista, por evitar todo lo que de cerca o de lejos pudiera dañar a esta vida divina en nosotros, y sobre todo destruirla y extinguirla!
Nos acordaremos, además, de que cuanto más elevadas sean estas virtudes, y más abundantes estos méritos, y más rica esta vida, tanto más brillante será también tu corona, dulce tu gozo, y resplandeciente tu gloria.

Madre, por el uso frecuente y fervoroso de los sacramentos, por una vida de caridad cada vez más ardiente, por una generosidad creciente en la abnegación y en la mortificación, y por la práctica fiel de la santa esclavitud, trataremos de acrecentar la vida divina en nosotros, a fin de multiplicar tus tesoros, aumentar tu gloria, engrandecer tu alegría.

Es cierto que se impone a nosotros el pensamiento entristecedor, casi desalentador, de nuestra debilidad, de nuestra corrupción, de nuestra inconstancia.

Pero aquí como en otras partes, nos ofreces consuelo y aliento: pues, después de Jesús, Tú eres nuestra fortaleza.

Con gran gozo nos acordamos de que tu gran Servidor nos enseña, con muchos otros Santos, que tu verdadera Devoción es una fuerza invencible en nuestra debilidad y cobardía, una armadura poderosa, una fortaleza inexpugnable contra las fuerzas maléficas del mundo corrompido, y contra las mismas violencias de Satán.

Tú, oh María, conservarás con fidelidad lo que te ha sido consagrado, y nos ayudarás a acrecentar la vida de Dios en nosotros hasta su supremo desarrollo.

En Ti, oh María, hemos puesto toda nuestra esperanza después de Dios.
Esta esperanza no se verá confundida.

La eterna pregunta
Cuando alguien, de viva voz o por escrito, ha entrado en conocimiento de la verdadera Devoción, nueve veces de cada diez se pregunta: «¿Entonces no podré rezar ya por intenciones particulares?».

Vamos a contestar a esta pregunta.
Damos a la Santísima Virgen todos nuestros bienes sobrenaturales sin excepción.

Damos también a nuestra Madre la porción más vasta y preciosa de nuestro haber espiritual: nuestra gracia y nuestras gracias, nuestras virtudes y nuestros méritos; pero, como hemos visto, de esta porción tan rica Ella no puede disponer en favor de otras almas, sino que ha de limitarse a conservar, aumentar y embellecer estos tesoros para nuestro propio provecho, y sobre todo para mayor gloria de Dios.

Damos igualmente a nuestra Reina amadísima todo lo que en nuestros bienes sobrenaturales es aplicable a otras almas, esto es, los valores secundarios, satisfactorio e impetratorio, de nuestras buenas obras, la virtud propia de nuestras oraciones, nuestras indulgencias y todo lo que en valores sobrenaturales puede venirnos de otros: las oraciones que otros ofrezcan por nosotros, las indulgencias que otros ganen en nuestro favor, el valor satisfactorio e impetratorio de acciones buenas que otros quieran aplicarnos, incluso las misas que después de nuestra muerte sean ofrecidas por el descanso de nuestra alma.

Reconocemos a la Santísima Virgen un derecho entero y pleno de disponer de todo lo que en nuestros bienes sobrenaturales es comunicable a otros, tanto después de nuestra muerte como durante nuestra vida en la tierra.

Ella puede disponer de todo esto según su beneplácito: para nuestro propio provecho, en favor de nuestros parientes y bienhechores, de los sacerdotes y misioneros, por las intenciones del Sumo Pontífice, por el alivio y la liberación de las almas (y tales almas) del Purgatorio, etc.; una vez más, según su beneplácito, y siempre —no hace falta decirlo— para mayor gloria de la Santísima Trinidad.

Aquí se plantea la «eterna pregunta». «Por haber entregado todo a Nuestra Señora, ¿no podré ya rezar por intenciones particulares, ni ofrecer mis buenas obras por un fin especial? ¿No puedo ya comulgar por el descanso del alma de mis parientes, rezar por la conversión de los pecadores o de tal pecador, por el advenimiento del reino de Nuestra Señora? ¿No puedo ya hacer celebrar misas por una u otra de estas intenciones?» .

La respuesta a esta pregunta es fácil. Además, el mismo Montfort la da claramente.

Sin ninguna duda podemos, y habitualmente debemos continuar teniendo, como esclavos de amor, intenciones especiales en nuestras oraciones y buenas obras.

Podemos hacerlo, a condición —naturalmente— de someter nuestras intenciones a la aprobación de nuestra Madre y aceptar sus decisiones sobre ello, aunque nos sean desconocidas.

Podemos hacerlo, porque al obrar así dejamos intactos sus derechos sobre los bienes espirituales que le hemos entregado. En resumen, es pedirle humildemente que las oraciones y las indulgencias que de que le hemos hecho donación, Ella misma las aplique por tal o cual intención. Ella es libre de hacerlo o de no hacerlo.

Por eso, cuando nosotros, esclavos de amor de Nuestra Señora, formulamos intenciones determinadas para nuestras oraciones y nuestras buenas obras, lo hacemos siempre con esta reserva: «a condición de que la Santísima Virgen quiera, a condición de que Ella no tenga intenciones más urgentes o mejores». En este último caso aceptamos las disposiciones de Ella: nuestras intenciones quedan siempre subordinadas a las suyas.

Para señalar más netamente nuestra dependencia, podemos, si queremos, formular expresamente esta condición cuando determinamos nuestras intenciones. Pero no es necesario: queda ya entendido una vez por todas entre Ella y nosotros, que en definitiva es Ella, y no nosotros, la que decide la aplicación de nuestras oraciones e indulgencias.

Así, pues, podemos determinar intenciones especiales para nuestra vida de oración y sacrificio. Y añadimos que, por regla general, debemos hacerlo, en el sentido de que ordinariamente será preferible que lo hagamos.

San Luis María de Montfort observa que, al obrar así, daremos gusto a la Santísima Virgen, que, en recompensa de nuestra generosidad, se sentirá feliz de acceder a nuestros pedidos en favor de tal o cual intención que nos sea querida.

Hay una doble ventaja espiritual en determinar intenciones especiales: por una parte, la de introducir un poco de diversidad en nuestra vida espiritual, lo cual será muy útil a bastantes almas; y por otra parte, la de estimularnos al fervor en la oración y a la generosidad en el sacrificio. ¿No es cierto que la amenaza inminente de la espantosa plaga de una nueva guerra mundial nos incita más fuertemente al fervor en la oración, y lo seguirá haciendo durante mucho tiempo para apartar el peligro que sigue al acecho?

Además, dentro del espíritu de la Iglesia entra sin lugar a dudas que nos propongamos fines especiales en nuestras oraciones. La Iglesia nos excita a ello, y nos da el ejemplo.

Sin embargo, no hay que exagerar en el sentido contrario.
Para muchas personas, determinar y enumerar todo un montón de intenciones especiales es una verdadera distracción y un verdadero obstáculo para el recogimiento y la unión divina. Su acción de gracias después de la Comunión, por ejemplo, consiste casi únicamente en enumerar una larga lista de nombres, y en especificar para sí mismo y para los demás toda clase de necesidades y de deseos.

La repetición frecuente de todo un montón de intenciones será particularmente perjudicial para las personas que se sienten llamadas a una unión íntima con Dios y con la Santísima Virgen María. Por lo tanto, que las almas que se sienten atraídas a esta unión silenciosa, sencilla y profunda, no se sientan obligadas a interrumpir esta unión tan fortalecedora y dulce para fijar su atención a toda clase de intenciones particulares.

En el próximo capítulo contestaremos a las diferentes objeciones que a veces se plantean contra el abandono de nuestras oraciones e indulgencias a nuestra divina Madre.

Por el momento, recapitulemos.
1º Un esclavo de amor de Nuestra Señora puede formular intenciones particulares en sus oraciones y buenas obras, pero las somete enteramente al beneplácito de la Santísima Virgen.

2º Habitualmente es aconsejable determinar nuestras intenciones, por ejemplo para cada decena del Rosario, para cada misa, etc. Después de la sagrada Comunión pediremos ciertas gracias especiales: el reino de la Santísima Virgen en nuestra propia alma, en los sacerdotes, en las almas de los niños, etc.

3º Para señalar nuestra total dependencia y nuestra confianza absoluta para con nuestra divina Madre, ofreceremos de vez en cuando nuestras oraciones por las solas intenciones de la Santísima Virgen, sin conocerlas. Podremos hacerlo más especialmente cuando, por falta de tiempo, nos sea difícil enunciar muchas intenciones particulares.

4º Las almas atraídas a la unión íntima con Dios y la Santísima Virgen no han de preocuparse por determinar muchas intenciones en su oración. Bastará que, una vez al día por ejemplo, encomienden sus deseos a Nuestra Señora.

Estamos persuadidos de que, obrando así, no faltamos a ninguna de nuestras obligaciones: María es nuestro riquísimo Suplemento que colma todas nuestras lagunas y salda todos nuestros déficits.

Ella cuida fielmente de nosotros y de todo lo que nos es querido.

Magníficas ventajas
Es evidente para quien reflexiona, como hemos hecho notar en un capítulo precedente, que no hay ningún inconveniente en ceder a nuestra divina Madre los valores comunicables de nuestras buenas obras, y en particular nuestras oraciones e indulgencias. Nadie tendrá que sufrir de las consecuencias de este acto: ni nosotros mismos, ni nuestros seres queridos, ni las grandes intenciones de la Iglesia.

Al contrario, como también hicimos notar y explicaremos ahora, a este acto se vinculan las ventajas más magníficas. ¡Háganoslo comprender bien la santísima y purísima Esposa del Espíritu Santo!

1º Nuestra buena Madre, ante todo, conoce nuestras obligaciones, y las conoce mucho mejor que nosotros.

Ella sabe, por ejemplo, y mucho mejor que nosotros, todo el bien de que somos deudores a nuestros padres. Ella contó y pesó las innumerables horas de solicitud que vivieron por nosotros, las oraciones fervorosas que ofrecieron por nuestro bienestar, y el trabajo, a veces abrumador, que realizaron por nosotros.

Ella conoce todas las influencias, incluso las más secretas, que se han ejercido en nuestra vida espiritual. Ella sabe a quién debemos ciertas gracias selectas, ciertas gracias decisivas en nuestra vida: un retiro, una misión, la vocación religiosa o sacerdotal. Nosotros conocemos tal vez algunas de estas causas: Ella las conoce todas. Es posible que la gracia del sacerdocio se la deba yo a una Carmelita desconocida, a un sacerdote chino, a un pobre negro del Africa. No es inverosímil, dada la reversibilidad de los méritos y la influencia mutua entre los miembros del Cuerpo místico de Cristo. En este caso, Ella tendrá en cuenta, al administrar mi pequeña fortuna espiritual, estas obligaciones y deudas, completamente desconocidas para mí. Y esto es ciertamente una inmensa ventaja.

2º María sabe todo lo que sucede en el mundo, sobre todo en el mundo de las almas. Ella ve claramente en Dios todo lo que tiene algún vínculo —y Ella conoce este vínculo— con el reino de Dios y la salvación de las almas. Ella ve las alegrías y tristezas, los peligros y tentaciones que acompañan y rodean nuestra vida y nuestra muerte, y también la vida y la muerte de quienes nos son queridos por algún motivo. En la aplicación de los valores espirituales de nuestra vida, Ella tendrá efectivamente en cuenta —lo cual nos sería imposible a nosotros— todas estas circunstancias.

3º Nosotros olvidamos a veces… Por desgracia, la memoria del corazón es demasiado a menudo «una facultad que olvida». ¡Los ausentes, sobre todo por la muerte, son a veces olvidados tan pronto! En todo caso, a pesar de la mejor voluntad del mundo, nos es frecuentemente imposible acordarnos de todas las intenciones que nos fueron confiadas. Y aunque pudiéramos, no sería ni posible ni deseable enumerarlas todas. Nuestras horas de oración tendrían que estar dedicadas a esto por entero, con gran detrimento de nuestra unión con Dios. ¡Qué descanso, qué seguridad, poder decir a medida que nos encomiendan toda clase de intenciones: «Buena Madre, esta intención la dejo en tu gran Corazón, tan materno. Cuídate de ella». Ella puede hacer lo que nosotros no podemos: ser Marta activa y solícita, sin dejar de ser María que contempla y que ama sin cesar.

4º Una cosa más. Una fortuna bien administrada crece sin cesar, a veces de manera asombrosa. Especuladores sagaces, que saben elegir bien sus acciones, ven cómo su fortuna crece a veces en proporciones increíbles.
Querido lector, queda entendido que nosotros no pretendemos llevar a nuestros esclavos de amor a especular en la bolsa. Nos limitamos a hacer una comparación.

En el orden sobrenatural se dan a veces estas inversiones maravillosas. Montfort habla de esos «lucros para realizar en Dios». La Santísima Virgen, que ve y prevé todo en Dios, está puesta en el lugar más excelente para concedernos estas buenas gangas, por la aplicación oportunísima y fructuosísima de nuestros valores espirituales.

Tenemos nuestras intenciones. Pienso que buenas. Pero nada me dice con certeza que son las mejores, las más imperiosamente exigidas por la gloria de Dios, las que más han de contribuir hic et nunc, de la manera más eficaz y rápida, al reino de Dios en mi alma y en el mundo. Nuestra Señora, al contrario, que lo sabe todo en el reino de Dios, conoce las necesidades más apremiantes de las almas, y las aplicaciones más productivas de nuestros bienes sobrenaturales.

Un pecador está a punto de morir. En la balanza, los platillos de la justicia y de la misericordia están equilibrados. Echa un Rosario, un solo Avemaría tal vez, en el platillo de la misericordia, y la balanza se inclinará en su favor. Este pecador va a recibir una gracia decisiva. Va a convertirse y a glorificar a Dios por toda una eternidad. Nuestra Señora, en este caso, no aplicará tus oraciones para liberar a un alma del Purgatorio, o para santificar a un sacerdote, sino para arrancar con ellas a este pecador de la muerte eterna. ¿Quién no quedará encantado de esto?

Nuestra vida es dura, muy dura a veces.
Austeras, muy austeras son las exigencias de la verdadera vida cristiana; más rigurosas aún las de la vida de esclavo de amor, las de la vida religiosa y sacerdotal.

Con la ayuda de nuestra divina Madre queremos responder generosamente a estas exigencias, aguantar valientemente esta vida de abnegación, y llevar alegremente nuestra cruz de cada día.

Pero desde entonces, ¿no es un deseo muy legítimo que de esta vida de renuncia podamos sacar la mayor cantidad de ventajas posible, para la glorificación de Dios, el reino de Cristo y de María, la salvación y santificación de las almas?

Nosotros, esclavos de Nuestra Señora, contamos con la certeza absoluta de que la Santísima Virgen sabrá emplear nuestra vida de la manera más fecunda y fructuosa para Dios, para las almas y para nuestro propio provecho.

5º Una última observación. Es incontestable que la Santísima Virgen nos toma tal como somos, tanto con nuestro pasivo como con nuestro activo, y por lo tanto con nuestras obligaciones. Estas obligaciones se hacen realmente suyas. Ella está obligada, pues, a cumplirlas. Ella lo hará muy fielmente, y con toda seguridad mucho más fielmente que nosotros. También mucho más perfectamente. Nosotros podríamos hacerlo con nuestro pequeño haber sobrenatural, agotado tan a menudo. Ella, con las inmensas riquezas de que dispone: las del Corazón de Jesús, que son infinitas, las suyas propias, tan abundantes, y las de los santos y bienaventurados, que Ella administra como Dispensadora de todos los tesoros del Señor.

Por eso, en lugar de que nosotros y aquellos a quienes amamos tengan que sufrir por nuestro acto, seremos socorridos al contrario cien y mil veces mejor, y cien y mil veces mejor serán realizadas también las grandes intenciones del Sumo Pontífice y de la Iglesia: la paz del mundo, la ayuda a las misiones, la santificación de los sacerdotes, etc.

Releamos, para nuestro gran consuelo, los siguientes textos:
«Conociendo perfectísimamente la Santísima Virgen, a quien cedemos el valor y el mérito de las buenas obras, dónde está la mayor gloria de Dios, y no obrando Ella sino para esta mayor gloria de Dios, un perfecto servidor de esta buenísima Señora, que a Ella se ha consagrado por entero, puede decir sin temor que el valor de todas sus acciones, pensamientos y palabras se emplea para la mayor gloria de Dios…» 67.
«Se debe notar que nuestras buenas obras, al pasar por las manos de María, reciben un aumento de pureza y, por consiguiente, de mérito y de valor satisfactorio e impetratorio, por lo cual se hacen mucho más capaces de aliviar a las almas del Purgatorio y convertir a los pecadores, que si no pasaran por las manos virginales y liberales de María. Lo poco que se da por la Santísima Virgen, sin propia voluntad y por caridad muy desinteresada, llega a ser, en verdad, muy poderoso para aplacar la cólera de Dios y atraer su misericordia…» .

Así se hace posible «por esta práctica, observada con entera fidelidad, dar a Jesucristo más gloria en un mes de vida, que por cualquiera otra, aunque más difícil, en varios años» .

«¿Puede encontrarse algo más consolador para un alma que ama a Dios con amor puro y desinteresado, y que aprecia más la gloria de Dios y sus intereses, que los suyos propios?» .

Y así, también según la observación que hace San Luis María de Montfort, en el día de nuestro juicio quedaremos felizmente sorprendidos a la vista de los resultados, asombrosamente ricos, de nuestra vida desgraciadamente tan ordinaria; a la vista de todo lo que habremos podido realizar para gloria de la Santísima Trinidad, por el reino de Cristo y de María, por el triunfo de la Iglesia, por la salvación y santificación de las almas, y por nuestra propia glorificación y bienaventuranza.

Con indescriptible emoción caeremos a los pies de nuestra divina Madre, o más bien nos abismaremos en las profundidades de su Corazón materno, y balbucearemos lo que tan frecuentemente habíamos repetido en esta vida: ¡Madre, ahí tienes tu obra!


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